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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento vigésimo quinto: Garou

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 11 septiembre 2010



Quedaba poco para el amanecer. Thogos se sentó en la arena y la tomó con sus manos, con el mar a sus pies. «Ya deberían estar aquí», se dijo. Pero no llegaban.


Quizás todo había sido en vano. Todo el viaje, todas las precauciones. Quizás Brutha se equivocaba, pero Thogos se negaba a dudar de ella. Por ella había hecho el viaje. Fue ella quien se lo pidió, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Fue ella la que le dijo que sólo él podía hacerlo.


Él, que no es un guerrero, que no es rápido, ni fuerte. Que no es más que un estudiante. Un científico de una ciencia que ni siquiera existe…


Se ajustó las gafas y se detuvo a mirar unos segundos el recipiente que descansaba a su lado, envuelto en una tela gruesa de color morado. No se atrevía a dejarlo en su mochila, ni siquiera le gustaba apartar la vista de él. Lo perdió a la salida de Ghizan y para recuperarlo tuvo que matar. La primera vez que empuñaba un arma. Ni siquiera se trataba de un enemigo, sólo un pobre ladrón muerto de hambre que se negaba a devolverlo.


Se había acostumbrado al tacto del recipiente bajo su cabeza por las noches, como una segunda almohada o un apéndice de su propio cuerpo.


A lo lejos, entre las olas, distinguió una barcaza. Las velas de la proa de color morado. El mismo morado de la tela. Eran ellos.


Thogos recordaba perfectamente cuáles habían sido las palabras de Brutha al partir. Recordaba también cómo ella le había besado por primera vez después de aquello. Thogos y Brutha, aquello era impensable a los ojos del estudiante: la guerrera legendaria y el estudiante. La líder de los “Hijos de Gulf” y el ayudante de Celis. Celis, a quien todos veían con la distancia con la que se mira a los locos. Una locura que para Thogos no era más que el signo de la genialidad.


Echaba de menos a su maestra. Echaba de menos la forma atropellada con la que exponía sus teorías, las intuiciones de su mente, sus cambios de humor… Y echaba de menos a Brutha. Pero ella le había pedido algo importante, y él iba a cumplir. Ya quedaba poco.


Había atravesado Whomba esquivando el cerco de Gulf. Había sido discreto. Había hecho el mayor de los sacrificios para evitar la atención de los dioses. Tampoco le importaba haber perdido su magia para llevar a cabo la tarea. Con el tiempo pensó que era mejor. Celis siempre decía que no hacía falta ser una estrella para investigar el cielo, ni un río para saber de los peces. Quizás ahora, sin magia, Thogos había alcanzado una distancia que podría ser útil.


La barcaza estaba cerca de la playa. Pudo ver dos figuras embozadas que saltaban al agua y se dirigían hacia él. Las dos eran, al menos, el doble de grandes que Thogos. Las dos llevaban bellas capas y finos collares, además de largos cuchillos y hachas a la espalda. Llegaron hasta la tierra mojada, la tomaron en sus manos y escupieron. Después se quitaron el embozo. Eran dos hombres lobo. Uno de pelaje pardo y otro de color blanco.


El pardo se acercó hasta Thogos. Llevaba la mano a la espalda, con la empuñadura de uno de los cuchillos agarrada. Thogos se puso en pie algo alarmado.


—Soy Thogos —dijo—. Emisario de los “Hijos de Gulf”. Brutha y el Consejo me envían.


El pardo no apartó la mano de la espalda y su compañero de color blanco se acercó un poco, también lleno de prudencia.


—No voy a haceros nada —dijo Thogos y él mismo se rio de su afirmación. No tendría ninguna oportunidad contra aquellos dos.


—No sabemos nada de los “Hijos de Gulf”, ni de ningún consejo —dijo el blanco, en actitud algo más abierta—, pero hemos recibido la llamada. Alarg, tranquilo.


El pardo apartó la mano de su espalda y dejó que el blanco se acercara.


—¿Tienes algo para nosotros?


—¿Pertenecéis al Clan de los Colmillos Afilados?


El pardo miró al blanco con desconcierto. El blanco dio un paso adelante.


—Usas palabras muy antiguas. Nosotros ya no tenemos clanes. Hace años que no.


—No lo sabía —dijo Thogos.


El pardo habló con la voz ronca.


—Desde que mis antepasados fueron expulsados de estas tierras. Ni siquiera deberíamos hablar vuestro idioma.


Acto seguido, gruñó un par de veces en dirección al blanco, que le indicó con una de sus zarpas que se tranquilizara.


—Alarg es joven e impetuoso. Su clan sufrió mucho. Sus heridas aún no están cerradas.


Thogos no sabía a qué se estaban refiriendo, pero supo que preguntar por algo así probablemente llevaría al fin de la conversación y al fracaso de su misión.


Se dio la vuelta y cogió el recipiente envuelto en el trapo morado. Se lo tendió al blanco, éste lo tomó entre sus manos y lo desenvolvió con cuidado. De entre las telas apareció un pequeño recipiente circular tallado en madera. Tenía varios dibujos tallados representando a un hombre lobo y a varios humanos. El blanco pasó las manos por los surcos y, como un ciego leyendo un relieve, cerró los ojos.


—Comprendo —dijo—. Mi nombre es Gralj —la pronunciación era imposible para Thogos—. El Clan de los Colmillos Afilados se extinguió de nuestra vida hace muchos años, pero no lo hicieron las antiguas tradiciones. El Garou dormirá en el panteón de los suyos. ¿Cuál era su nombre?


Thogos se irguió al pronunciarlo, con todo el orgullo que su cuerpo, no demasiado corpulento, pudo conquistar.


—Se llamaba Morg, era miembro del consejo de Gulf, hermano de mis hermanos.


—¿Ahora los Garou y los bípedos son hermanos? —dijo Alarg.


—En Gulf, sí. Al menos lo eran. Parece que ya no quedan hombres lobo en todo Whomba.


—¿Hombres lobo? —dijo Alarg—. Por ese comentario debería cortarte la lengua, bípedo.


Thogos comprendió que se había equivocado y pidió disculpas.


—No conocía la palabra Garou. Lo siento. Pero sí, Morg era nuestro hermano.


Gralj se acercó hasta Thogos y le puso la zarpa en el hombro.


—Morg descansará con los suyos, al otro lado del mar. ¿Necesitas algo más de nosotros?


—El consejo sólo quiere deciros que su muerte será vengada. Que su sangre no habrá caído en vano. Que los “Hijos de Gulf” tienen memoria.


—Sea —dijo Gralj.


Le hizo una señal a Alarg y los dos volvieron a embozarse sus capuchas.


—Las fronteras se están rompiendo, puedo sentirlo. Vuestros pactos ya no valen. Vuestro mundo se termina, Thogos de Gulf —dijo Gralj olfateando el aire.


—Eso espero —dijo Thogos—. El ayer está inundado en sangre y los antiguos pactos, lo son de olvido.


—¿Sois hijo del mañana?


—Soy hijo del ahora, señores Garou. Como todos los míos. Hijos de un mundo en tránsito. Muy poco de lo antiguo me sirve, tampoco las promesas del futuro, el calor y el sol. Vivimos en el espacio entre la noche y el amanecer. Así es como nos gusta.


Por primera vez, Alarg asintió con cierta señal de respeto. Los dos Garou corrieron hasta la barcaza y se subieron a la misma de un salto.


Thogos esperó a que hubieran desaparecido en el horizonte y después se puso en pie. Era el momento de volver a casa. Con los suyos.


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