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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento noveno: "Génesis"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 10 abril 2010



Marh y Merher caminaron por la cueva, adentrándose en lo profundo, más allá de la roca y del fuego. Anduvieron durante días, lunas incluso, ciclos completos de sol. Sin más acompañamiento que el sonido de sus pasos y su aliento. Sin más palabras que el silencio, hasta el corazón de la tierra.

Merher caminaba detrás, sumiso, asustado quizás, arrastrando los pies. Marh iba delante, orgullosa y firme. El color blanco de su piel en contraste con el color negro de la roca, como un fantasma en un abismo. Iban los dos solos, sin acólitos ni acompañantes de ningún tipo, guiados por su intuición y el recuerdo de un lugar que solo conocían de las viejas leyendas. Dos dioses solos en la oscuridad.

En el centro de la cueva había un lago de agua azulada y tranquila, un lago de agua helada que nacía del centro mismo y fluía hacia arriba y se filtraba entre las rocas: La fuente del mundo. Era un lago enorme en el que no se distinguía una orilla de la otra, rodearlo era tarea para los necios. Nada lo recorría, solo el fluir del agua.

El sonido del agua resonaba kilómetros antes de llegar como un cascabel para un ciego.

Marh y Merher entraron en la enorme estancia y vieron el agua que, de alguna manera, brillaba en ese mar de negrura, lanzaba reflejos brillantes contra las paredes. Luz en un lugar sin luz.

Los dos dioses se acercaron a la orilla en silencio. Allí dónde el agua se juntaba con el suelo de roca se había formado primero arena y luego barro. Un barro que nunca se había removido y que pisaban por primera vez unos pies.

Se Metieron en el agua hasta la cintura. Marh se sumergió y estuvo bajo el agua unos segundos; cuando salió tenía las manos manchadas de ese barro y había extraído algo del fondo. Miró a su hermano que, inmediatamente, se lanzó bajó las aguas a hacer lo propio. Estuvieron trabajando durante horas, sin descanso, en silencio.

Iban apilando el barro en la orilla cercana e iban haciendo de el una montaña primero y posteriormente, cuando hubieron terminado, una figura. Una figura tosca, mal construida. La corteza siquiera de un ser humano, menos que eso. Un grumo de brazos, piernas y cabeza. Cuando terminaron de construir la figura la dejaron secar. La figura mantuvo su aspecto abotargado. Entonces Marh volvió al agua. Merher iba tras ella, pero la dama de la vida lo detuvo con una mirada. Merher esperó en la orilla. Vio como su hermana se sumergía en el lago y nadaba hasta no ser más que un punto y luego, desaparecer. La esperó con paciencia, sin más compañía que el ruido del agua filtrándose por la roca.

Marh apareció de nuevo. Primero un puntito blanco, luego sus forma distorsionada por al distancia y finalmente todo su cuerpo emergía del agua. Llevaba un odre de color blanco hinchado como el vientre de una oveja. El vestido blanco afilaba su figura y la cubría de un brillo espacial, como si el agua fuera más densa en el centro del lago. La diosa volcó el contenido del odre sobre la figura de barro. Según el agua entraba en contacto con las protuberancias poco definidas del montículo, las iba borrando, alisando, convirtiendo la figura en una bella estatua de ébano. Un hombre desnudo, bello y desafiante esculpido por las manos del agua y los dioses.

De la nada, Marh sacó un cuchillo. Con el cuchillo se hizo un corte en el brazo derecho por el que empezó a manar la sangre. Fue recogiendo la sangre en el odre hasta que estuvo lleno. Después la Diosa cerró su propia herida con la saliva de su cuerpo. Metió los dedos en el odre y se dirigió a la estatua de ébano. Con su sangre pintó unos ojos, unos labios, un corazón, unos pulmones, un sexo masculino, una nariz, todo lo demás. Cuando terminó se acercó a la figura y separó los labios dibujados en sangre, que se movieron formando una boca. En el hueco, la diosa introdujo su lengua y pego sus labios a los del hombre de ébano. Lo beso con sencillez y sopló en su interior. El aire que emanaba del cuerpo de Marh se iba convirtiendo en vida en el interior del, ahora si, hombre de ébano, que poco a poco empezó a moverse, la abrazó y completó su beso.

El hombre de ébano sintió latir su corazón, sintió el aire en sus pulmones, vio con sus ojos de recién nacido en esa caverna llena de agua.

Marh miró a Merher, que esquivaba su mirada. Se acercó a él con decisión y le agarró del brazo. Merher gimió. El hombre de ébano miraba la situación sin comprenderla. En el forcejeo, el odre de sangre cayó al suelo y la sangre se mezcló con la roca, el barro y el agua. Marh abofeteó a su hermano hasta hacerle sangrar. Merher bajó la cabeza con gesto de sumisión. Se acercó al hombre de Ebano y, de entre sus ropas, sacó un trozo de carne podrida. Se la metió en la boca y la masticó con repugnancia… Después se la sacó de la boca en una bola de un olor tremendo. Marh estaba impaciente. Merher cerró los ojos.

Es difícil saber cuanto tiempo estuvieron así, pero al final de la espera se escuchó el sonido de unas alas. Por el túnel aparecieron un conjunto de moscas de la carne que zumbaron alrededor de Merher y el hombre de ébano y se comieron la carne podrida. Las moscas murieron una a una y cayeron al suelo, como pequeñas hijas del dios Merher. Éste las recogió una a una y se las puso en la boca al hombre de ébano. Después le besó también soplando en su interior. Las moscas volvieron a la vida dentro del cuerpo del hombre de ébano y el sonido de su corazón se confundía con el zumbido de las alas y las moscas. En la frente del hombre apareció un tatuaje de color blanco. Era el símbolo de Merher.

El hombre de ébano habló por primera vez.

— Ahora tengo una madre y un padre. Marh, diosa de la vida y Merher, dios de la muerte. Tengo un nombre, Nansi, hermano de las moscas, servidoras de la putridez y la carroña. Soy muerte.

Merher se echó hacia atrás con gesto de terror y súplica. Marh se acercó a su hijo, Nansi.

— Nansi —le dijo—. Tienes un padre y una madre, también tienes un nombre. Ahora tendrás también una misión.

Marh le entregó el cuchillo con el que se había cortado. Nansi lo cogió con las dos manos y, de pronto, sonrió.

— Tengo que matar a un dios —dijo.

Merher empezó a sollozar y a murmurar “¿Qué hemos hecho?” “¿Qué hemos hecho?


Comentarios

  1. Tzesire [abr 12, 15:16]

    Me encanta este cuento. Estoy esperando ya la entrega de la semana que viene.

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