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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento octavo: "Caza y captura"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 3 abril 2010



El encargo le había planteado muchas dudas. Cuestiones que aún le rondaban en la cabeza por la noche. Preguntas que le revolvían las horas de sueño y las de vigilia. Sin embargo, había aceptado.

Tal y como lo veía era su responsabilidad. Sí, era cierto que iba a recibir una buena paga por ello, pero por encima de todo era su responsabilidad. Era a ella a quien se le habían escapado.

Además, era traición.

No es que nadie lo hubiera hecho antes, pero eso no importaba. El crimen no es menor por ser el primero, al contrario. Eso le daba fuerzas. Los humanos no desafiaban el poder de los dioses, era tan sencillo como eso. El pacto era la base de todo el equilibrio de Whomba. Cuando pensaba en las consecuencias que la ofensa podría llegar a tener se estremecía de temor. Todo su mundo se acabaría. Eso la mantenía alerta y le quitaba dudas de la cabeza.

Era un encargo terrible, sí. Pero el crimen era terrible también. Mirar para otro lado no era su estilo. Los dioses la habían elegido por lo de Malparte. Le tenían respeto, miedo incluso. Era por eso. Tenía que ser por eso.

Suspendió todos sus encargos y los derivó a otros compañeros que podían hacerse cargo de los asuntos menores. Después desapareció y no le dijo a nadie a qué iba a dedicarse; por otro lado, nadie hizo preguntas.

Los dioses eran visibles. La magia electrificaba todo lo que tocaba y dejaba una impronta fácilmente identificable. La devoción de los humanos también era fácilmente rastreable, pero esto era completamente distinto. No buscaba humanos ni buscaba devotos, sino al contrario. Rastreaba traidores invisibles, fantasmas que se movían debajo de una tormenta. Sin pistas claras, sin rastro seguro.

Empezó por Gulf, pero en el conjunto de rocas y barro que quedaba de lo que un día fue un vergel nadie sabía nada o quería saber nada. Era lógico. La vergüenza de los hijos reflejada en el rostro de los abuelos. Traición que se hace sangre.

Según pasaba las jornadas de búsqueda y se iba privando de los habituales privilegios de su vida como negociadora, notaba como las dudas iban convirtiéndose en una rabia cansada, frustrada. Se volvía irascible. Se enteraba de las gestas de sus compañeros y sentía envidia. Ya nadie se acordaba de ella. Y la rabia y la frustración se iban volviendo odio. Tampoco podía pedir ayuda a los dioses, eso había quedado más que claro. No podían ayudarla porque era un asunto de los humanos. Ellos eran pagadores en el encargo, no cómplices. Nunca cómplices.

Tardó muchas Lunas en encontrar una pista firme de su rastro. El grupo había profanado un templo dedicado al dios Barlhar. Desconocía el motivo, pero era suficiente. Nadie en todo Whomba se habría atrevido a reducir un lugar de poder a cenizas. Solo ellos.

Fue hasta el lugar y pudo ver los restos calcinados, los libros destruidos. Tocó la ceniza con las manos y olió los restos de la madera podrida. No estaban lejos. ¿Cómo podían haber hecho semejante atrocidad?

No le costó invocar a uno de los acólitos menores de Barlhar. El pequeño informante era un manojo de nervios.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó ella.


El acólito estaba encogido de miedo. “No les importaba nuestro poder”, dijo. Era más grave de lo que parecía. El desafió tenía planificación y objetivo.

— ¿Qué querían?

“Conocimiento”, dijo el acólito. Eso lo podían conseguir con una simple transacción. ¿Por qué recurrir a un acto tan salvaje? “Conocimiento prohibido”, dijo el acólito. El acólito le explicó que no les había dicho nada, que era el propio Barlhar quién respondía aquellas preguntas. Le dijo que se habían reído. Se habían reído de Barlhar. Un Dios bondadoso, un dios tranquilo. Un dios que siempre había vivido a la sombra de su madre Fregha. Un dios que no era amenaza de ningún tipo. En cualquier caso, amenaza o no. Ellos no podían negociar con dioses. No habían recibido entrenamiento. No estaban preparados. La ofensa crecía y creía.

Los encontró dos lunas después, cerca de la metrópolis de Ghizan. No era extraño que fueran en esa decisión. En Ghizan estaba la Gran Biblioteca. Uno de los centros de poder de Barlhar. Iban a atacarla también. Había que detenerles.

Estaban tumbados junto a una hoguera de la que solo quedaban las brasas. Tres de ellos dormidos, uno de guardia. Al verles, tuvo un momento de ira. Pensó en atacarles desde las sombras del bosque, pero luego decidió que aquello sería indigno de ella. Se había enfrentado al Dios de la muerte frente a frente, podía lidiar con ellos.

Entró en el círculo de fuego y le dio una patada a las brasas. Antes de que el primero de ellos hubiera sacado su arma le apuntó con la escopeta directamente a la cara. El ruido despertó a los otros tres. Sacaron armas. Temblaban como si acabaran de salir de un baño helado. Les miró.

— ¿Sabéis quién soy? —dijo.

Los chicos no hablaron.

— ¿Sabéis quién soy? —repitió con voz más alta.

El que estaba junto a ella murmuró “Eres… Eres Loona. La negociadora”

— Exacto —dijo Loona con una sonrisa. Con el rostro iluminado por las brasas.

— ¿Vienes a detenernos? —dijo una chica que la apuntaba con una espada larga con muy poca convicción.

— Oh, no —dijo Loona.

Apretó el gatillo de la escopeta y la cara del muchacho junto a ella se convirtió en un amasijo de sangre y huesos.

— Sois los cuatro de Gulf. Los cuatro Malditos. A los Malditos no se les detiene —dijo Loona.

Y supo que podría llevar a cabo la misión que le habían encomendado. Y sus dudas desaparecieron borradas por el olor de la pólvora. Y supo que no había vuelta atrás. Miró a los tres chicos restantes y levantó su escopeta. Todo acabaría pronto…

Pero no fue así.


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