Pequeño LdN


Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón

Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.

En lo más profundo

John Tones y Guillermo Mogorrón | 5 junio 2010



I

Mi abuelo me hablaba en numerosas ocasiones de los misterios que escondían las líneas de metro abandonadas. Siempre me llamó la atención la comparación que hacía con las construcciones de la superficie. Un edificio abandonado podía tener fantasmas, me decía, estas cosas pasan: cuando algo terrible ha sucedido dentro de una construcción, es normal que los muros, los suelos, los techos, los muebles e incluso los animales y las personas absorban algo de esa energía negativa. Si alguien muere de forma violenta dentro de un edificio, por ejemplo, no es que su espíritu vague por dentro del lugar, como nos hacen creer las clásicas historias de fantasmas, sino que algo de la locura, del desequilibrio, de la maldad que condujo a cometer el crimen queda impregnando el aire de la construcción. Pero hay una forma de cazar fantasmas (o al menos, de deshacerse de ellos) más sencilla que cargar una mochila de disparatados artilugios de película y pistolas que disparan incontrolables rayos de colores. Solo tienes, decía mi abuelo, que derribar el edificio y no volver a construir nada ahí. Matar la zona, no permitir que nadie la habite. Eso no impedirá que el aire siga corrupto pero, me decía guiñando un ojo, al menos si tienes que huir no te caerás rodando por ninguna escalera.

Por este mismo motivo, a mi abuelo le atemorizaba viajar en metro. Decía que ahí no había nada que destruir. Y que si una línea de metro quedaba inutilizada por los motivos que fueran (y, parecía querer decir, los motivos nunca eran los que nos contaban los periódicos), no había manera de eliminar ese “mal aire”, como él decía con acento murciano, que quedaba atrapado en esos inhóspitos parajes subterráneos. Nunca podías saber qué había pasado en el metro durante la construcción de los túneles, cómo de lejos estábamos de una estación cerrada por motivos oscuros, cuánto se descendía cuando el tren aceleraba. Solo me subí una vez con él al metro cuando era pequeño, y me impresionó su forma de mirar de un lado a otro, pálido y nervioso como un gato asustado. Nunca supe a qué se refería exactamente, pero desde entonces, si puedo escoger, viajo en autobús por la ciudad.


II

Unos meses después de que muriera mi abuelo por causas completamente naturales, mi abuela me llamó para que fuera a verla. Yo era el nieto mayor, con 16 años, y si me apetecía mirar en el despacho de mi abuelo por si me apetecía llevarme algo, podía hacerlo. Cuando yo era el único nieto, antes del nacimiento de mis primos, pasaba las horas muertas en aquel despacho, jugando con una pequeña báscula y dibujando en enormes papeles con auténtica tinta china y unas plumas preciosas que, creo, se quedó el hermano de mi padre para venderlas. Aún así, encontré unas cuantas cosas a las que nadie había prestado atención: una edición antigua de La divina comedia con unos grabados preciosos y que mi abuelo me describía como si fueran cuentos de miedo, unos discos rarísimos de los años cuarenta y una calculadora mecánica, de antes de la llegada de las digitales. Le pregunté a mi abuela si tenía alguna foto de mi abuelo conmigo, de cuando era pequeño, y me señaló un enorme cartapacio lleno de papeles amarillentos, escrituras, contratos y fotos. Me puse a indagar en busca de alguna imagen mía con algunos horribles pantalones cortos de pana, de los que me ponía mi madre en los ochenta. Allí, entre tantos papeles, encontré un curioso documento que me hizo ir corriendo a ver a mi abuela.


III

—Abuela, ¿es que el abuelo trabajó en el metro?
—Sí, en la construcción de algunas líneas. ¿Nunca te lo dijo?
—Bueno, sé que no le gustaba.
—Es que no le gustaba ni un pelo. ¿Qué has encontrado?
—Estos recortes de periódico que hablan de cuando cerraron una línea en los años cincuenta. Y esta foto en la que sale con un equipo de perforación.
—Sí, mira, ¿ves a este hombre de aquí, junto a tu abuelo, el del bigote? Es Luis. Cerraron la línea cuando murió. Tu abuelo quedó muy afectado por ello, y por eso no quiso reincorporarse a las obras cuando se retomaron.
—¿Pero qué pasó exactamente?
—No recuerdo bien… uhm… ¿qué pone en los recortes? Recuerdo que un día llegó, muy alterado, hablando de un accidente, y poco más. A los pocos meses abrió la herrería, ya lo sabes, es donde trabajó hasta que se jubiló.
—Yo creía que había trabajado siempre en la herrería.
—Qué va… cuando estábamos recién casados, tu abuelo pasó por un montón de trabajos. Era mozo de almacén cuando le conocí, y luego estuvo en el horno de una confitería… muchas cosas. Y luego esto del metro. Ya casi no lo recordaba… la verdad es que los dos meses que estuvo sin trabajo los pasó casi sin hablar, muy afectado, ya te digo.


IV

Sin duda había un misterio que resolver en esos meses que mi abuelo estuvo sin trabajar. ¿Por qué se encerró? ¿En qué consistió el accidente de su amigo? Pensé en acudir a la biblioteca en busca de más periódicos de la época que me aclararan datos sobre aquello, pero mi abuelo tenia recortes de cuatro o cinco periódicos, y todos decían lo mismo. Dudaba de que la versión oficial me fuera a aclarar algo más. Volví en metro a casa.

Allí, entre estación y estación, me fijé en las extrañas texturas que se distinguen en los muros gracias a la luz que sale de los vagones. A toda velocidad, se ven túneles cegados, vías que no van a ninguna parte, alimañas que viven en los sótanos de la ciudad, extrañas pintadas sin significado aparente. Comprendí parte de lo que me decía mi abuelo: todo lo que pasa en el metro, todo lo que sucede en esos túneles, queda ahí, rondando, sin posibilidad de escape, haciéndose más fuerte. No puedes destruir el metro como puedes destruir un edificio, y como decía mi abuelo, quizás el problema es que no puedes huir.

Ocho años después de todo aquello, cuando ya lo había olvidado prácticamente, el ayuntamiento restauró y reabrió una de las estaciones fantasma más famosas de la ciudad. Conservó los anuncios de la época en que fue cerrada, las instalaciones, los azulejos… los trenes no paraban en esa estación, pero las luces de la misma estaban encendidas. Era una estación fantasma hasta un punto que la propia empresa del metro no estaba dispuesta a reconocer: congelada en el tiempo. Pensé que hubiera pasado lo que hubiera pasado allí abajo, allí seguía.

Mientras pensaba en todo ello, un anciano acompañado de un niño señaló la estación. Aquí trabajé yo hace muchos años, le decía mientras se atusaba un enorme bigote. Parece que fue ayer, repetía una y otra vez. Y fuera lo que fuera en lo que estaba pensando, era algo que no iba a salir nunca ni de su cabeza ni de aquellos túneles.


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