Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón
Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.
El superviviente
John Tones y Guillermo Mogorrón
| 10 abril 2010
1
Cuando los muertos salieron de las tumbas, la Humanidad pasó por unas cuantas fases que Nico ya tenía previstas. Primero, el pánico. La gente se volvió loca, arrasó las calles, invadió la propiedad ajena, robó en las tiendas. Segundo, se encerraron en sus casas o en los edificios que pillaron a mano. Tercero, los supervivientes se volvieron ariscos y temerosos, y el miedo les hizo cometer imprudencias. Cuarto, nadie volvió a hablar con nadie.
Las calles estaban llenas de zombies, y a Nico le daba la impresión de que era el único que se lo había tomado con calma. Las primeras noticias de caos y disturbios le habían pillado en la biblioteca del instituto, así que en vez de correr hacia casa como hizo todo el mundo, se atrincheró allí. Total, en casa de su abuela no había nadie, ya que ésta llevaba una semana en un crucero para jubilados por las islas griegas. Su abuela se negaba a llevar móvil ni nada que ayudara a localizarla, así que lo único que podía hacer, dentro de dos semanas, era acercarse al puerto, si el puerto seguía existiendo, y cruzar los dedos para que lo que bajara del barco donde se suponía que iba su abuela fueran un montón de vejetes dicharacheros y no un montón de zombis hambrientos de cerebros humanos.
Mientras tanto, tenía un instituto vacío a su disposición, con unos comedores llenos de comida enlatada y una biblioteca y una videoteca donde podía aprender a sobrevivir a la plaga gracias a los mejores expertos sobre el fin del mundo: unos cuantos cientos de tebeos y películas de miedo. A los tres días de encierro en el instituto, con los zombis deambulando sin descanso por las pistas de fútbol y baloncesto, se había visto y leído todas las historias clásicas sobre apocalipsis similares al que él estaba viviendo. Que eran ciencia-ficción cuando se escribieron y rodaron, claro, pero ahora eran casi documentales. Así, Nico aprendió a asegurar puertas y ventanas para que no hubiera brechas de seguridad, descubrió cómo fabricar pequeños lanzallamas con instrumentos cotidianos y, sobre todo, llegó a la conclusión de que la mejor forma para morir rápido o ser devorado por los muertos era ponerse nervioso.
Asi que buena parte de esos tres días los pasó acostumbrándose a la idea. Vale, los muertos han salido de las tumbas. Vale, toda la gente que conozco ha muerto. Vale, es el fin del mundo. Y ahora… ¿qué?
2
Las cosas cambiaron súbitamente después de esos tres días. Se había dormido sobre unas colchonetas de gimnasio, y unos gritos femeninos le despertaron. Escaló por las espalderas que servían para hacer abdominales y se asomó a un ventanuco que estaba a ras del suelo del patio. Vio unas zapatillas de colores correr a toda velocidad, de izquierda a derecha. Luego nada. Y luego un montón de pies de zombi detrás (eran inconfundibles: olían a podrido incluso desde el interior del instituto).
Nico bajó de las espalderas de un salto y subió corriendo al vestíbulo, calculando mentalmente en qué punto del patio se encontraban esos pies. Decidió que a través de la puerta de atrás de las aulas de informática saldría al pequeño patio sin salida al que se conducía la persecución. Atravesó la sala de profesores. Los vestuarios. Las duchas. Otros vestuarios. La entrada, tras cuyos enormes ventanales gemían, como siempre, decenas de zombis. La puerta del salón de actos. La puerta de secretaría. Ahí, la cantina, el comedor, las aulas de informática, la puerta. La abrió, cogió del brazo a la chica que estaba apoyada justo al otro lado, la empujó dentro y cerró de un portazo. Los dos se desplomaron en el suelo, jadeando.
Nico bservó a la recién llegada, que le miraba con los ojos aún muy abiertos por el miedo. Le sonaba de algo, posiblemente era alumna del instituto. Se levantó, la ayudó a incorporarse, la llevó a la cantina y abrió un par de batidos de chocolate.
— ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Nico.
— He saltado la verja. La calle estaba desierta y nadie salía a ayudarme.
—¿Qué hacías en la calle? ¿Dónde vives?
—Me han echado de casa —dijo, y le enseñó una fea mordedura que chorreaba bilis en el antebrazo.
Nico sorbió de su batido ruidosamente.
— ¿Qué has hecho para que te echaran?
— Nada, de verdad, te lo juro… Les entró la paranoia de que me convertiría en un zombi y me echaron de la casa, pero yo no hice nada…
La chica se echó a llorar. Nico se lo creía. Se había extendido el rumor de que la infección zombi se transmitía a mordiscos, pero en la radio no paraban de repetir que no había pruebas definitivas sobre el tema, a pesar de que la propia tele propagaba el rumor sin descanso.
— Por favor —comenzó a decir entre sollozos—, no me eches a la calle. Me comerán.
— Tranquila, no lo haré. ¿Cómo te llamas?
— Rebeca —dijo, más tranquila—. ¿Y tú?
— Nico.
— Hola.
— Hola.
3
Durante el sexto día de encierro en el instituto, Nico no tuvo más remedio que atar a Rebeca a un potro de gimnasia con unas gruesas cuerdas para saltar. La infección del mordisco se había ido extendiendo por todo su cuerpo, y había acabado convirtiéndose en un zombi, pero de fuerza y voracidad extraordinarias. El cuarto día, Rebeca lo había pasado casi todo durmiendo, el quinto había atacado a Nico un par de veces y en el sexto no había duda: era peligrosa.
Nico comenzó a llevar sus impresiones sobre el nuevo mundo que se abría ante él en una libreta. Comenzó a anotar cosas que tenía que tener en cuenta y que no le contaban los tebeos ni las películas ni, por supuesto, la radio o la televisión, de emisiones cada vez más breves y distanciadas en el tiempo. Por ejemplo, que los mordiscos de zombi sí que eran contagiosos. Y que producían un tipo de zombi nuevo, más feroz y peligroso. Uno al que costaba mantener bajo control.
Al séptimo día, Nico decidió salir del instituto. No quería tener que matar a Rebeca, pero era peligrosa: no paraba de forcejear, y acabaría soltándose del potro. Preparó una mochila, echó provisiones, linternas, cerillas, distintas cosas que consideró útiles y una copia en
DVD de una vieja película de zombis en la que un grupo de personas se quedaban encerradas en un gran centro comercial, una película de la que ya no aprendería nada, pero que quería conservar.
Nico murió al noveno día, atacado por un grupo de muertos vivientes en una carretera solitaria, de quienes no pudo escapar porque se torció un tobillo mientras corría intentando huir. Aunque Nico no confiaba demasiado en ello, y murió sin llegar a saberlo, la humanidad siguió adelante durante un tiempo. Llegó a descubrirse por qué los zombis habían aparecido, y la gente volvió a organizarse, crear ciudades, familias y sociedades.
Pero, por desgracia, la última copia de esa película de muertos vivientes en un supermercado era la que llevaba Nico en su mochila. Nadie volvió a verla nunca más.
En el apocalipsis los zombis no haran ruido al caminar, porque la mayoria llevaran zapatillas de estar por casa.
En el apocalipsis los zombis se comerán sus propios cerebros, porque no habrá más cerebros que los suyos propios.