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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento decimoprimero: "Hijos de la tormenta"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 24 abril 2010



Caminaron durante lunas completas. Sin tenerse más que a si mismos. Sus cuerpos abrazados en la noche, acurrucados como hermanos sin tierra. Orientados más por el desprecio que por la intuición.

Recibieron la noticia de sus amigos sacrificados, tomados por el Dios Merher. Supieron de cómo la muerte había vuelto a bendecir las montañas de Gulf. Se preguntaban a cada paso si no habían cometido un error imperdonable, si sus preguntas no irían demasiado lejos. Pero luego se decían que no, que no era justo, que era intolerable, que se ponían de rodillas ante un dios para conseguir la bendición de otro dios.

Allá dónde iban la cantinela era la misma: pueblos, ciudades y gentes que pedían a un dios que les librara de otro dios, que pagaban con su devoción por el agua, los peces, su salud, el amor, los hijos. La misma canción que ya no llamaban el intercambio, sino el expolio, el robo, el saqueo.

Por las noches se dormían repitiéndose una canción, una cantinela que empezó como una broma y se fue convirtiendo en un código secreto, en la canción de los malditos.

“Los peces son nuestros, la tierra es nuestra, el cielo es nuestro, el amor es nuestro, el miedo es nuestro, la risa es nuestra, la muerte es nuestra y la vida también: Lo queremos todo”.

Se decían que debía haber otra manera de vivir, sin estar al abrigo de los dioses. Un lugar, quizás, dónde no llegara su brazo. Fue Celis la primera en pensar que, quizás, más gente había pensado alguna vez lo mismo que ellos, que si unos muchachos de un poblado perdido de Whomba podían pensar en algo que parecía tan sencillo, otras personas más inteligentes podrían haber llegado a la misma conclusión. No podían recorrer cada rincón de Whomba esperando una respuesta, necesitaban respuestas.

El problema era que las respuestas estaban en poder de los dioses. Era Barlhar, el hijo de Fregha y Dios del conocimiento quién sabía de todas las cosas que habían sucedido en Whomba desde el principio de los tiempos; sus templos y sus acólitos eran los encargados de guardar el conocimiento. Solo necesitaban un negociador que preguntara por ellos.

Pero, como apuntó Xebra, un dios nunca les iba a contar cómo librarse de un dios.

Y, como comentó Nanna, un negociador nunca les iba a ayudar a traicionar a los dioses. Era verdad que no parecen tenerles cariño, pero tenían trabajo gracias a ellos.

Así que, propuso Gonz, tendrían que robar esa información. Harían como los negociadores, pero sin serlo.

La conclusión a la que habían llegado no les gustaba demasiado. No querían tener que robar nada. Ellos no eran ladrones, no querían cometer ningún delito. El problema era que, por otro lado, no parecía haber alternativa: Los dioses tenían poder sobre todas las cosas, si alguien quería algún poder sobre alguna cosa, los negociadores conseguían que esa persona tuviera ese poder a cambio de darle más poder a los dioses. Mientras eso fuera así, no había problema. Pero si querías algún poder sin depender de los dioses y los dioses tenían poder sobre todas las cosas… Bueno, había que quitárselo.

Encontraron un templo dedicado al dios Barlhar en un bosque cercano a las llanuras de Gharm. Era una pequeña construcción de madera y piedra llena de libros. Los cuatro de Gulf entraron al templo, que estaba silencioso y tranquilo. A los pocos segundos se materializó ante ellos un pequeño acólito del Dios Barlhar.

— ¿Venís a hacer alguna ofrenda? —dijo.

— No —contesto Celis—. Venimos porque tenemos preguntas.

— No sois Negociadores —dijo El Acólito.

— Lo sabemos —prosiguió Xebra—, queremos respuestas, sin más, sin pactos ni negociaciones. Tan solo… dinos lo que queremos saber.

El acólito los miró, los cuatro iban vestidos de colores vivos, pero su semblante parecía curtido, duro, maligno.

— No… No puedo hacer eso. No se puede hacer eso.

Gonz sacó una lampara de gasolina y la encendió.

— ¿Qué estás haciendo? ¿Quién sois? ¡No podéis estar aquí! —chilló el pobre acólito asustado.

— Hemos dejado de creer en tus dioses —dijo Nanna—. Ahora, ¡responde! ¿Cómo podemos vivir sin depender de los dioses?

El acólito estaba demasiado asustado para responder. Temblaba como una hoja. Los Cuatro de Gulf notaron como el aire se electrificaba, la presencia de Barlhar se hacia patente.

— Contesta —dijo Celis—, o tu templo arderá hasta los cimientos.

— No… No puedo hacer eso. No puedo responder. No conozco los datos…

Gonz prendió los libros con su lámpara. Las llamas empezaron a lamer las páginas y el humo se hizo espeso.

— ¡Estáis locos! ¡Malditos! ¡Estáis malditos!

Arrastraron al acolito al exterior del templo mientras éste se iba reduciendo a cenizas. El pobre diablo lloraba.

— Sólo son objetos —dijo Xebra—, no es una vida. Ahora dinos lo que queremos saber.

El acólito tartamudeó “Ghizan… La gran biblioteca de Ghizan. Si hay respuesta a vuestras preguntas, será allí. Por favor, no le digáis a nadie que os lo he dicho… Barlhar me matará”. Los cuatro de Gula se alejaron sin prometer nada, sombríos, extraños. Preguntándose si no habría otra forma mejor, una manera mejor. “Si hubiéramos hecho caso de los dioses, ahora estaríamos muertos”, se dijeron.

Anduvieron una luna y media hasta llegar a los bosques cercanos a Ghizan. Allí acamparon para pasar la noche. Gonz hizo el primer turno de vigilancia mientras los otros dormían.

En medio de la noche escucharon un ruido que venía de los matorrales. Se despertaron. Xebra estaba ya de pie. De entre las sombras apareció una figura que todos reconocieron. Era Loona, la negociadora, la mujer a la que sus antiguos les habían entregado, la mujer que había liberado las montañas de Gulf. Su aspecto era sombrío y cansado, pero muy firme. Sin miedo. Llevaba en las manos una escopeta enorme. Entró en el circulo que había dejado la lumbre que habían encendido y le dio una patada a las brasas, el lugar se oscureció un poco. Todos sintieron un miedo absoluto: los venía siguiendo. ¿Sabría lo del templo?

— ¿Sabéis quién soy? —dijo.

Ninguno dijo nada.

— ¿Sabéis quién soy? —su voz sonaba atronadora.

— Eres… Eres Loona. La negociadora —dijo Xebra con un hilo de voz.

— Exacto —dijo Loona. Parecía sonreír, satisfecha del terror que propagaba.

Nanna tenía en la mano una espada larga. La había sacado con un impulso reflejo, ni siquiera la podía sostener.

— ¿Vienes a detenernos? —dijo.

— Oh, no —dijo Loona.

En ese momento, casi sin mirarle, apretó el gatillo de la enorme escopeta que estaba apuntando a Xebra. El disparo le impactó en la cara y se la destrozó. Xebra cayó al suelo hecho un guiñapo sin vida. Loona se dio la vuelta con el rostro y el pelo blanco lleno de sangre, parecía satisfecha.

— Sois los cuatro de Gulf. Los cuatro Malditos. A los Malditos no se les detiene —dijo.

Nanna, Gonz y Celis supieron en ese mismo instante que iban a morir. La negociadora levantó la escopeta hacia ellos, su sonrisa lo llenaba todo. Cerraron los ojos, se apiñaron como en las noches de frío. Llenos de miedo y sin dioses a los que pedir clemencia…

Notaron un cambio en la temperatura y una sensación eléctrica que les recorría todo el cuerpo. Abrieron los ojos. Loona no estaba antes ellos. Tampoco el cadáver de Xebra. Estaban en otro lugar, no sabían dónde… Y notaban algo que no habían notado en su vida, pero que reconocieron inmediatamente: Magia.

— ¿Hemos…? ¿Hemos hecho magia? —dijo Gonz.

— No sabía que pudiéramos —Celis casi se reía.

— Silencio —dijo Nanna—. Ni siquiera tenemos su cuerpo para enterrarle.

Los tres se callaron. Nanna tenía razón. Habían perdido a Xebra para siempre. Quizás la situación era peor, quizás muerto su alma era propiedad de los dioses. Quizás ni siquiera eso.

— No tenemos rezo ni dios para Xebra. Solo nuestras vidas —dijo Nanna—. Es evidente que les hemos hecho daño y que nos están buscando. Es más importante que nunca que sigamos con nuestros planes.

— Ahora será imposible llega a la biblioteca de Ghizan —dijo Celis.

— No, no si nos separamos. Celis, tú irás a la biblioteca. Gonz, tu serás el señuelo. Tienes que conseguir atraer la mirada de los dioses.

Gonz, con los ojos aún rojos de rabia por la muerte de Xebra se limitó a asentir con la cabeza.

— Quémalo. Quémalo todo —dijo Celis.

Gonz volvió a asentir.

— ¿Qué harás tú? —preguntaron a Nanna.

— ¿Yó? —la chica empuñó su espada—. Voy a buscar a Loona y le voy a sacar el corazón, si es que esa perra aún tiene algo de eso.


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