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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

18. La huida

Frunobulax y Glòria Langreo | 23 octubre 2010



La cosa estaba así: Susana no había sido secuestrada antes, sino que había entrado a escondidas en el palacio, y estaba espiando a los malvados señores de la reunión. Pero por mi culpa, ahora sí que estaba secuestrada. Igual que yo. Los dos estábamos atados a sendas sillas, con fuertes cadenas, en medio de la gigantesca mesa de reuniones secreta, en lo alto del Palacio abandonado de los Condes de Soria. Esta sociedad secreta era una secta que dirigía avanzados robots cuyas cabezas con tentáculos se separaban del cuerpo, que tenían grandes naves que sobrevolaban la ciudad y que, a pesar de que operaban abiertamente entre la multitud, eran capaces de hacer olvidar todo a los ciudadanos, mediante su tecnología de rayos hipnóticos, o algo parecido. Uno de ellos, ahora estaba seguro, era el alcalde de la ciudad, Elías Alvaraz. Menudo sinvergüenza, que en sus ratos libres dirigía una organización secreta de supervillanos que querían dominar el mundo, y para ello eran capaces de secuestrar niños y hasta matarlos, y no darles ni un solo pastelito.

Lo que ahora empezaba a entender también es que había una fuerza que se estaba enfrentando a los planes de la malvada organización secreta: la Magia. Era la Magia lo que había hecho esas cosas tan raras durante estos días: que los robots malos no nos detectaran, que el robot bueno pudiese hablar y entenderme y hacerse amigo mío, o que las estatuas se convirtiesen en ascensores y en mascotas voladoras.

En la calle seguía lloviendo muchísimo. Las nubes eran negras como algodones de desmaquillar usados por un deshollinador. Y por entre los huecos de las nubes, se colaban largos relámpagos azules. La vista a través de la ventana destrozada era preciosa. Pero la situación era un fastidio. No tenía ni idea de cómo íbamos a salir de ésta. Los líderes de la secta del Linimento estaban decididos a exterminarnos, para que la gente dejase de sospechar de ellos. Nosotros éramos los únicos testigos de sus planes, gracias a la información que nos había facilitado el expulsado de la secta, Carlos Arniches, y gracias a la cabeza del androide con tentáculos que escondíamos en la buhardilla de Susana.

Susana estaba a mis espaldas, los dos muy juntos, y atados con grandes cadenas. No podía mover nada las manos, y daba mucha rabia, porque la bandeja de pastelitos estaba justo a nuestro lado.

—Ay, qué hambre. Qué buena pinta tienen esos bollitos…

—¿Pero es que no puedes pensar en otra cosa, Michigan?

—Ayyyy, es que tengo mucha hambre. Y mira qué pinta, de esos mi madre nunca me compra. Qué envidia, no debe ser tan malo ser de la secta, si se pegan estas merendolas.

—De verdad, no te enteras de nada, Michigan, ¿no te das cuenta de que van a matarnos?

—Sí, a mí van a matarme de hambre… —había pequeños brazos de gitano de chocolate y nata, palmeritas de chocolate y de fresa, trufas con nata, bombones rellenos de chocodelicias…

Mientras Susana y yo tratábamos de soltarnos de nuestras cadenas, los señores del Linimento se habían ido de la habitación. Todos, menos uno de ellos, el que llevaba la chaqueta naranja, que estaba al lado de la puerta de salida, armado con su metralleta.

—Perdone, señor viejo, ¿no podría darme un pastelito, sólo uno? —dije yo.

—Callaros de una vez, los dos. Y llámame Agente Naranja —dijo él.

—Sí, señor. Dije. Pero si no me va a dar ningún pastelito, por lo menos podría esconder la bandeja, porque me estoy poniendo malo viéndola…

De repente, el Agente Naranja empezó a acercarse hacia nosotros, sujetando la metralleta que le colgaba del hombro.

—¿Te gustan los dulces, niño? —me dijo—.

—Toma, claro.

—¿Pues sabes lo que voy a hacer con estos pastelitos?

—No, ¿el qué?

Y de un porrazo, tiró la bandeja por los aires, con todos los pastelitos, que fueron a estamparse contra el suelo y las paredes.

Fue en ese momento, y sólo en ése, cuando me di cuenta de lo terrible de la situación. Pegué un grito de terror, al ver caer al suelo todo ese montón de deliciosos dulces, y caí en la cuenta de lo que estaba pasando: estábamos atrapados. Secuestrados. Por unos tipos que llevaban varios días siguiéndonos, y que querían asesinarnos.

—¡Noooooooooooo! —volví a gritar, esta vez más fuerte, y a patalear con todas mis fuerzas. No me importaba que Susana me viera llorar así.

—Y cállate de una vez, o te voy a dar a probar una de estas golosinas —dijo, apuntando hacia su metralleta. Al principio dudé y me invadió un rayo de esperanza, pero enseguida entendí que se refería a las balas, y que mejor sería que me callase y me aguantase el hambre. Pero es que llevábamos ya bastante rato ahí dentro encerrados.

—¿Dónde estará Toilet? —le dije, en bajito, a Susana.

—¿Toilet es el robot? —ella también susurraba ahora, para que no nos escuchara el Agente Naranja.

—Sí, el que me ha estado ayudando todo el día. Es muy amigo mío.

—¿Dónde lo encontraste?

—Estaba en el sótano, al lado de un retrete. Tenía una nota firmada por el alcalde, ese mismo que antes nos ha secuestrado.

—¿Y dices que el robot te obedecía?

—Sí, hacía todo lo que yo le decía, e incluso imitaba mis bailes y mis cantos. No veas qué robot más simpático. ¿Qué habrá sido de él?

—¿No has oído antes a los de la secta, que dijeron que ese robot es importante, que es capaz de hacer Magia? —me dijo Susana.

—Es verdad, algo así han dicho. ¿Tú crees en la Magia, Susana?

—Hombre, estos días he visto cosas bastante raras, la verdad. Te he visto antes entrar por esa ventana a lomos de un dragón. Por cierto, ¿de dónde sacaste a ese dragón?

—No es un dragón —le expliqué—. En realidad es una estatua de piedra que había en una habitación del palacio. Había otra igual. Toilet me dijo que no la tocara, pero no le entendí bien, y cuando la toqué resucitó y empezó a moverse. Al principio me asusté mucho, pero luego me di cuenta de que era muy dócil, como un pony.

—¿Y dices que cobró vida cuando le tocaste?

—Sí, sólo tuve que tocar la estatua, y se convirtió en una mascota a mi servicio.

Entonces, Susana sonrió y miró fijamente al frente. Al cabo de un rato, entendí lo que pasaba: enfrente de nosotros, muy cerca, en la pared, había una columna de piedra, con una serpiente esculpida, enroscada a su alrededor.


***



—Ricardo, yo creo que es mejor que llamemos a la policía —dijo Víctor, nuestro amigo “Terminíctor”, mientras bajaba del coche de su hermano mayor Ricardo. Acababan de aparcar el coche en el parque de Justiniano, al lado de la entrada del palacio.

—Ya lo he hecho —dijo Ricardo—. Pero la policía tardará en llegar. Y más, en una noche como ésta, con una lluvia tan potente. Siempre hay muchas emergencias en noches así. ¿Estás seguro de que es aquí?

—Sí, entraron por ese hueco en la valla.

Antes de que Víctor terminase la frase, Ricardo ya había escalado hasta lo alto de la valla, y bajaba por el otro lado, decidido, dispuesto a colarse en el palacio.

—¡Espera! —gritó Víctor, mientras trataba de imitar los pasos de su hermano.

—Mira —dijo Ricardo—. Algo raro ha pasado allí arriba. Hay luces en la habitación más alta, y aquí hay un montón de cristales. Vamos para allá. Como hayan hecho algo a tus amigos, se van a enterar —y diciendo esto, hizo crujir sus nudillos.

—¿Pero no será mejor que esperemos a la policía? —Víctor temblaba un poco, mientras ambos corrían hacia la puerta del palacio, que ahora estaba entreabierta—. ¡Si ni siquiera so muy amigos míos…!


***



La idea de Susana había sido buenísima. Parecía evidente que la Magia estaba de nuestro lado. Sin hacer ruido, nos arrastramos por la mesa hasta que Susana llegó a tocar la estatua de la serpiente con los pies. Era un poco difícil movernos, porque estábamos los dos atados con la misma cadena, y la espalda de uno contra la del otro, cada uno en una silla, sobre la mesa. Pero conseguimos deslizarnos por la mesa lo suficiente. Y tal y como ella había adivinado, al tocar a la serpiente ésta, en silencio, comenzó a desenroscarse de la columna mientras, poco a poco, se transformaba en un animal con vida propia. Y como si alguien le hubiese dicho lo que tenía que hacer, la serpiente se dirigió lentamente hacia nosotros, y se enroscó a nuestras cadenas hasta romperlas, sin hacer ruido. Y a continuación se arrastró dibujando eses por la mesa, de ahí por una de las gruesas patas de la mesa hasta el suelo, y siguió su camino directo hacia el Agente Naranja, que estaba apoyado a la puerta oteando por la mirilla.

Unos segundos después, el Agente Naranja estaba desarmado y tumbado en el suelo. Una vez que estuvimos liberados, el animal volvió reptando hasta su columna, y se fundió en ella volviendo a recuperar su color gris y su consistencia pétrea.

—Madre, qué espectáculo —dijo Susana.

—Ya ves, parecía una serpiente por control remoto —dije yo, mientras me llenaba la boca de pastelitos y los trozos de nata que había por el suelo.

—¡Pero qué haces, deja eso!

—¡Jooo….! —exclamé yo, mientras Susana tiraba de mi brazo hacia la puerta de salida, y me tiró los dos bollitos más limpios que había conseguido recuperar.

Abrimos la puerta lentamente, porque no sabíamos qué nos encontraríamos al otro lado. Mientras nos ataban, unos minutos antes, lo único que habíamos escuchado a nuestros captores era que alguien debía eliminarnos esa misma noche, pero no dijeron quién. Por lo visto, el Agente Naranja estaba esperando a algún misterioso verdugo, mientras los demás miembros del Linimento volvían a sus casas, para no levantar sospechas entre la población. La noche estaba ya avanzada, y sus reuniones clandestinas ponían en peligro el secreto de la malvada secta.

Susana se adelantó, y salió al pasillo dando saltitos como un conejo, con valentía y agilidad, pero sin hacer ruido. Yo la seguí chupándome los dedos, caminando también sin hacer mucho ruido con mis zapatos en el suelo.

Recorrimos el largo pasillo, que esta vez no tenía ningún tipo de adornos. Sólo una lámpara hecha con cristales morados colgaba del techo, y una única ventana muy estrecha dejaba ver el patio interior del palacio, el que estaba hecho de plástico que yo había visitado antes. Al final del pasillo, cuyo suelo estaba hecho de grandes losas de mármol, había otra puerta, muy grande, de madera pintada de negro. Escuchamos un ruido al otro lado de la puerta, y Susana me hizo un gesto con la mano que significaba que tenía que hacer menos ruido y mantenerme alerta, por si acaso. Había una mirilla en el centro de la puerta, pero estaba demasiado alta para cualquiera de nosotros dos. Susana pensó que si yo me ponía en el suelo a cuatro patas, ella podría subirse de pie en mi espalda y mirar por el agujero, y yo estuve encantado; no pude resistirme a sus encantos, y así lo hicimos. Ahora escuchamos claramente unos pasos al otro lado de la puerta. Susana se subió encima de mí, pegó el ojo contra el agujero de la puerta, y me contaba, en voz baja, lo que veía al otro lado:

—No veo nada… Está bastante oscuro… —susurraba—. Espera, parece que algo se mueve. Parece una biblioteca. Hay muchos libros viejos por las paredes, y unos sillones. Puaj, está todo muy sucio… Alguien ha entrado en la sala. Sí, sí, ahora lo veo claro, veo unos pies que cruzan la habitación. Unas botas. Espera, va hacia la pared. Jo, a ver si enciende la luz, porque no distingo nada…

El misterioso personaje que estaba al otro lado de la puerta no tardó en hacer realidad los deseos de Susana, y dio la luz en la estancia que veía a través de la mirilla. Era una luz tenue, una lámpara de pie que había al lado de uno de los sillones de la biblioteca. Una lámpara de esas regulables, que apenas clareó un poco la estancia, pero lo suficiente como para que Susana pudiera ver exactamente lo que pasaba.

Efectivamente, al otro lado de la puerta, la puerta que significaba nuestra única salida, había una pequeña biblioteca. Una chimenea apagada, una alfombra redonda y una lámpara de pie. En las paredes, además de los libros, había unos pocos cuadros, y un aparador sobre el que había colgado un hacha y dos espadas muy grandes, cruzadas. El personaje que acababa de entrar, era un señor bajito, pero que parecía tener bastante fuerza. Era pequeño, pero musculoso. Muy peludo, y vestido tan solo con un pantalón largo, unas botas y un saco negro sobre la cabeza. Se dirigió hacia el aparador, y descolgó de la pared el hacha. Y en ese momento, se dio la vuelta y miró hacia la puerta, detrás de la cual estábamos nosotros, y comenzó a caminar con el hacha entre las manos.

Era un verdugo, sin duda. Nuestro verdugo.


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