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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

12. La calma antes de la tormenta

Frunobulax y Glòria Langreo | 19 junio 2010



Unos días más tarde, las cosas parecían haber volvido a la normalidad.

Uy, perdón… Quiero decir, “vuelto” a la normalidad.

Aunque todavía con el miedo en el cuerpo, Susana, Víctor y yo volvimos a clase normalmente, desconfiando un poco de todo el mundo, y tratando de disimular todo lo que sabíamos. Incluso, Víctor volvió a su papel de gamberro, y se metía conmigo bastante en el recreo, como siempre… aunque luego, en secreto, me guiñaba un ojo y me pedía perdón. Me decía que sólo lo hacía para disimular. Pero a mí no me hubiese importado que hubiese hecho pública nuestra repentina y forzosa amistad. Unidos por un gran secreto: la verdad sobre el asesinato de Amanda Wilson y Andrew Wolodarski, sobre la invasión de cabezas-robot con tentáculos con cuerpo de matones, y todo lo demás que había pasado.

Yo estaba un poco “mosqueado”, porque el señor Arniches no había cumplido su palabra de darme cincuenta euros cada hora de vigilancia. Dijo que no era culpa suya que los tipos a los que tenía que vigilar hubiesen fallecido. Me dio un total de 300 euros, que escondí en mi habitación, dentro de mi libro favorito de detectives.

El jueves siguiente por la tarde, por fin, Susana, Víctor y yo decidimos volver a quedar en secreto, en el parque de Justiniano, para seguir tratando algunos asuntos importantes. Principalmente, teníamos que decidir qué hacíamos con aquella cabeza alienígena con tentáculos, destrozada, que habíamos cogido del “lugar de los hechos”, y que Víctor había escondido en mi casa. Y teníamos que encontrar alguna manera de detener a los clones, a los alienígenas, responsables del doble asesinato, y quitarnos las sospechas de encima. Pero, por alguna razón, los malvados secuaces del Linimento no habían dado señales de vida durante los últimos días.

— A lo mejor se han asustado —dije yo—. Debieron pensar que somos muy valientes, al reducir a aquel monstruito.

Estábamos los tres sentados en un banco, al lado de las mesas de ping-pong, en el parque. El día estaba gris. El cielo amenazaba con una terrible tormenta desde por la mañana, tormenta que no parecía desencadenarse. Se estaba fenomenal a la sombrita, y con esa sensación tan curiosa de saber que en cualquier momento van a empezar a caer rayos y relámpagos.

— No creo —Susana llevaba todo el día con un chubasquero amarillo puesto, por si acaso—. Son muy peligrosos. Seguramente quieren que pensemos que estamos a salvo, para atacarnos en cualquier momento.

— Eso —Víctor, en cambio, siempre iba en manga corta, aunque nevase e hiciese cien grados bajo cero—. Tenemos que adelantarnos a sus planes. Propongo que les tendamos una trampa.

— ¿En qué estás pensando? —pregunté.

— Tenemos algo que seguramente sea una amenaza para ellos.

— ¿Te refieres a nuestra inteligencia? —sugerí.

— No, melón. Víctor se refiere a la cabeza-robot.

— Ah, claro.

— Ellos saben que la cabeza robótica es nuestra principal prueba de su existencia —continuó Víctor—. Podíamos llevarla a la prensa o a la policía, y así tomarían en serio nuestra historia. Gracias a la cabeza, la policía seguramente podría investigarles y descubrir dónde se fabricó, o incluso localizar la guarida secreta de estos malditos.

— Yo estoy segura de que se han retirado por miedo a que la utilicemos. Víctor tiene razón.

— ¿Y qué hacemos con la cabeza? ¿Qué os parece si la llevamos al programa de Iker Jiménez?

Víctor y Susana se rieron mucho con mi comentario. Pues yo lo decía en serio.

— Dejadme que os cuente mi idea —dijo Víctor—. He pensado que podríamos dejar la cabeza en algún lugar público, bien visible, y delante de mucha gente. Y llamamos a la prensa y a la policía, y les decimos que estén atentos a lo que va a pasar. Es posible que también sea bueno que el ejército esté disponible.

En ese momento, Víctor hizo una pausa, se llevó la mano a un bolsillo del pantalón, y sacó un paquete de cigarrillos. Susana y yo nos miramos, muy sorprendidos.

— No pongáis esa cara —dijo Víctor, riéndose, y con aire de superioridad—. ¿Es que vosotros no fumáis cigarrillos?

— Pues… Yo sólo cuando quiero. Y ahora no me apetece —mentí.

— Tú eres tonto, chaval —dijo Susana, mirando a Víctor con cara de asco—. Que tienes 14 años, ¿quieres pasarte el resto de tu vida chupando esos tubos de escape en miniatura?

— Yo hago lo que me da la gana. Lo que pasa es que vosotros sois bebés.

Víctor sacó un mechero, y tardó un buen rato en encender un cigarrillo. Susana y yo nos quedamos mirando al suelo, en silencio, aunque yo miraba a Víctor, de reojo, cómo se concentraba en su faena. La verdad es que me dio un poco de pena, pensar que Víctor y yo nacimos casi al mismo tiempo, y de repente parecía que él tenía cinco o seis años más que yo, fumando ese cigarrillo.

— ¿A qué sabe? —pregunté.

— Pues no sé. Sabe… Sabe un poco a pollo —dijo Víctor.

— Tú si que sabes a pollo… —Susana parecía realmente enfadada.

— ¿A pollo? —se me escapó una carcajada—. Pero, ¿a pollo asado, o a pollo rebozado?

— ¡Y yo qué sé! —dijo Víctor, un poco nervioso—. Sabe, pues a Victoria —los cigarrillos eran de una marca llamada “Victoria”.

— Mira por dónde, Víctor fumando Victoria —Susana seguía mirando al suelo, inquieta, pasando por completo de Víctor. A mí sin embargo, me llamaba mucho la atención—. Eso lo único que hace es dejarte aliento a cenicero.

— Bah, me da igual —Víctor parecía muy concentrado, y muy seguro de su mismo, agarrando el cigarrillo—.

— ¿Y no te da ganas de toser? —pregunté.

— Sólo al principio. Ahora ya no me afecta el humo.

— ¿Seguro que sabe bien eso? Es como papel y hojas secas quemadas, ¿no?

Víctor se limitó a levantar los hombros.

— A veces en casa, cuando a mi madre se le queman las croquetas, la cocina se llena de humo y me da mucha tos. Seguro que te gustaría estar ahí.

— Déjame en paz. Esto son cosas de mayores. Lo que pasa es que no lo entiendes.

— Pues tú eres igual de mayor que yo.

— Ya, pero tú tienes mentalidad de niño pequeño, y yo sin embargo ya soy un hombre.

— ¿Eres un hombre porque fumas? Menuda tontería.

— Soy un hombre, porque hago lo que me apetece. Tú eres un crío, porque estás mirando todo el rato mi cigarrillo, y no te atreves a fumar.

— Sí que me atrevo. Lo que pasa es que me da asco.

Estuvimos un buen rato en silencio. Víctor siguió fumando su cigarrillo, intentando hacer anillos con el humo que echaba por la boca. A mí no me parecía que eso tuviese nada de divertido, y debía ser malísimo para la salud. Susana movía la mano para evitar que la nube de humo se acercara hacia su lado.

— Me da igual lo que digáis —rompió el incómodo silencio Víctor—. Sólo sois unos críos. Me da igual lo que diga todo el mundo.

Susana y yo volvimos a mirarnos, y nos entró un poco la risa; pero apretamos los labios para disimular, no fuera que Víctor nos diese un capón o algo así. Unos chicos mayores jugaban al ping-pong delante de nosotros Detrás, un niño muy pequeño corría a por una pelota, al lado de la fuente, mientras su padre paseaba junto a él. Al otro lado del parque había un anciano leyendo el periódico, sentado en un banco. Había un silencio total. No se escuchaba ningún pájaro, ni casi pasaban coches por las calles que rodeaban el parque.

Por un momento, y por primera vez en toda la semana, nos habíamos olvidado de todo el asunto de los robots, de Arniches, de los Wolodarski y de las naves espaciales. Estar los tres juntos me producía mucha tranquilidad. El resto del tiempo estaba pensando continuamente en todas las preocupaciones y el riesgo que estábamos corriendo, pero en estos momentos, de alguna manera, desconectaba y me sentía muy a gusto.

Susana llevaba un rato en silencio, mirando hacia el infinito. De repente, se levantó del banco y caminó unos cuantos pasos hacia el otro lado del parque. Allí al fondo estaba el Palacio de los Condes de Soria, un enorme edificio blanco con almenas, gárgolas y estatuas, que llevaba más de diez años abandonado. Susana se quedó mirando fijamente hacia el palacio, y al cabo de unos segundos nos hizo un gesto para que nos levantásemos:

— Chicos, me parece que no hace falta que tendamos ninguna trampa a los del Linimento —dijo—. Me parece que acabo de descubrir cuál es su escondite secreto.

Víctor tiró su cigarrillo al suelo y se puso en pie, y yo le imité. Caminamos unos pasos hasta donde estaba Susana. Y entonces lo vimos: en lo alto de la torre del palacio, había una luz encendida, bien visible entre la semi-oscuridad de esta tarde de cielo tan nublado. Y sobre las almenas, pudimos distinguir claramente a varios de los robots trajeados a los que nos habíamos enfrentado unos días antes. Estaban apostados en diferentes puntos del tejado del palacio, como si fuesen soldados medievales, vigilando los alrededores.

Eran las siete en punto de la tarde, y se hizo repentinamente de noche, al mismo tiempo que las nubes se contraían, y un enorme trueno resonó por toda la ciudad.


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