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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

11. ¡No son de este mundo!

Frunobulax y Glòria Langreo | 22 mayo 2010



— ¡Pues ahí, jolines! —dije, señalando a la fila de “clones” con traje y corbata; bueno, en realidad no dije “jolines”, sino algo un poco más feo—. ¿No veis al ciervo que va detrás de la fila? —y añadí—. ¿Estáis cegatos?

— Ahí no hay ningún ciervo, “Michigan” —dijo Víctor, a la vez que me pegaba una colleja, bastante floja para lo que solía hacerme en clase. Por lo menos, esta vez me llamó por mi apodo de detective, en lugar de utilizar algún insulto—. Y no digas palabrotas o vas a tus padres.

— Qué manía te ha entrado con los ciervos, “Michigan” —dijo, a su vez, Susana.

— ¿Qué hacemos ahora? Parece que no nos buscan —Víctor apagó la tele, justo cuando salían las letras finales de una peli de vaqueros—. Parecen despistados, dando vueltas por la plaza.

— Es muy extraño, sí. Chicos, yo propongo bajar a la plaza y secuestrar a uno de ellos, para sacarle información —Susana no perdía el tiempo.

— ¡Estoy de acuerdo! Si queréis, yo cojo al último del cuello y le traigo en un minuto —dijo Víctor.

— No seas bruto. Son fuertes, y parece que tienen algún tipo de poderes. Tenemos que trazar un plan.

Estuvimos de acuerdo con Susana. Era una oportunidad que no podíamos desaprovechar, ahora que parecían despistados y caminaban en fila india. Pero teníamos que ser cautos, rápidos y eficaces.

Decidimos bajar los tres a la calle, y mientras Susana y yo despistábamos al último de la fila, y le apartábamos del grupo, Víctor aparecería por detrás y, una vez solo, le convencería (si hacía falta, a la fuerza) para llevarle a algún sitio seguro. Delante del quiosco de la plaza, como conocíamos a Ramón, el dependiente, pensamos que estaríamos seguros y podría echarnos una mano a retenerle.

El corazón me latía a toda pastilla. Bajamos en el ascensor los tres juntos, y una vez allí nos separamos. Víctor se escondió detrás del quiosco, mientras Susana y yo decidimos esperar, disimulando detrás de una farola, a que pasasen todos los “matones”, y actuar en el momento en que llegara el último.

Y seguía muy preocupado, tratando de averiguar por qué mis amigos no veían a ese ciervo enorme, con una cornamenta de medio metro de alta, caminar por la calle. Pero ya tendría tiempo de pensarlo más tarde. Además, cuando llegamos a la calle, ya no veía ni rastro del ciervo.

Tomamos nuestras posiciones. Pasaron los cinco primeros tipos con traje, muy despacito, mirando al frente. Parecían hipnotizados, como si fuesen zombis. Miraban al frente, bajo sus gafas de sol, caminaban muy rectos, y no parecía que nada en el mundo les importara. La gente pasaba muy deprisa a su lado, y tampoco parecían notar su extraña presencia. Mi respiración iba a toda leche cuando empezaron a pasar los clones a nuestro lado. Parece que no se habían dado cuenta de que estábamos ahí, o quizá ya no nos buscaban a nosotros. Quién sabe.

El último de los miembros de la fila, estaba a punto de pasar junto a la farola en la que Susana y yo disimulábamos, haciendo como si leyésemos los papeles pegados a ella. Ellos caminaban dejando una separación de unos dos metros entre uno y otro. Todo era muy raro, imposible de comprender. El último caminante estaba a punto de pasar. Mis pulsaciones iban a máxima velocidad. Susana fue la primera en actuar.

— Perdone, señor. ¿Tiene hora?

El señor se paró durante un instante, y se quedó mirando a Susana, sin decir nada. Por un momento, Susana temió que le reconociera. No dijo nada.

— ¿Me oye, señor? ¡Que si tiene hora!

Ni caso. El tipo miraba a Susana muy atento, pero parecía no prestar mucha atención. Me acerqué por el otro lado, y sin levantar mucho la cabeza, para que no me mirase a los ojos, le interrogué yo también.

— Disculpe, ¿sabe dónde está la calle de San Cucufato? —dije, improvisando.

Menos mal que el tipo no me miró, y seguía mirando a Susana; porque en ese momento me di cuenta de que seguramente ellos me estaban buscando a mí. Quizá no era un plan perfecto. El gigantón empezó a girar el cuello hacia mí, muy despacio, y empecé a sudar un poco, a sentir frío de verdad. Era enorme, parecía una estatua.

— No. No lo sé —dijo, de pronto, muy secamente, con voz cavernosa. Miraba hacia donde yo me encontraba, pero parecía que su vista me atravesaba. Al menos, habíamos conseguido realmente separarle del resto del grupo, que ya estaban unos 30 metros adelante.

— Pues… pues yo sí —improvisé, mirando de reojo a ver si aparecía Víctor—. Mire, tiene que ir por allí, y luego coge la segunda a la derecha…

El tiarrón me miró muy extrañado.

— …la calle San Cucufato es muy bonita, es donde está el supermercado… —Víctor estaba tardando una eternidad en aparecer y unirse a nosotros para sujetar al monstruoso trajeado—. ¿Y a que no sabe dónde está la Calle de la Morcilla…?

— Un momento… —ay, madre, qué susto me llevé: de repente, el tipo pareció reaccionar—. Tu cara me suena, niño.

El tipo se llevó de repente la mano al bolsillo de la chaqueta. Me puse pálido como una momia. Miré hacia el resto de “clones”, y el que ahora era el último parece que se había dado cuenta de la ausencia, y miraba hacia nosotros. Los tipos eran lentos, se movían como si estuviesen hechos de piedra. ¿Qué iba a sacar el tío éste del bolsillo? ¿Una foto mía? ¿Una pistola desintegradora? ¿Una bomba nuclear? Empecé a temblar como un bol de gelatina.

— ¿Sabe dónde está mi mamá…? —acerté a balbucear, a punto de echarme a llorar. En ese momento, Víctor apareció, caído del cielo. ¡Se había subido encima del quiosco! De un ágil salto, cayó encima del gigantón, y ambos rodaron por el suelo hacia la parte delantera del quiosco. En ese punto, el resto de los tipos con traje no nos veían. Por suerte, el señor Ramón estaba presente. Me sentí aliviado al verle y acercarse a ver qué pasaba, mientras Víctor, que era un fiera en el combate, consiguió tumbar al grandullón boca abajo, y se sentó sobre sus manos, sujetándolas a la espalda. Yo corrí y me tumbé también sobre su espalda, y Susana hizo lo mismo.

— ¡Rápido, dinos quién eres! —gritó Susana—. Nadie puede ayudarte ahora, ¿qué es lo que queréis de nosotros?

Algunos paseantes se fijaron en la escena, y un pequeño corro se formó a nuestro alrededor. El tipo grandote no parecía asustado, ni siquiera movió un músculo para tratar de escapar. Pero tampoco nos decía nada.

— ¡Que alguien llame a la policía! —dijo Víctor—. Este hombre es un asesino. Nosotros le sujetamos.

— Seguro que no puede moverse, ¿no? —dije.

— Vamos, habla. Eres del Linimento, ¿verdad? —Susana se había tumbado sobre las piernas del tipo, que ahora sólo era capaz de mover la cabeza.

Y de pronto, sucedió algo terrorífico, increíble, que ninguno de nosotros esperaba.

Estábamos aprisionando entre los tres el cuerpo de aquel tipo tan grande, impidiéndole moverse. Sólo acertaba a agitar un poco la cabeza, y ni siquiera parecía hacer muchos esfuerzos para quitarnos de encima. Entonces, vimos cómo en su cara, que la tenía pegada al pavimento, se dibujó una enorme sonrisa. En cuestión de segundos, y ante la vista de unas 15 personas que nos rodeaban, su cabeza empezó a girar, y dar vueltas sobre su cuello. Nosotros tres mirábamos con cara de asombro, igual que Ramón el quiosquero, y el resto de curiosos. La cabeza se desenroscó del cuerpo, y su cuello empezó a alargarse, y se transformó en un haz de tentáculos metálicos, que se movían de una forma fascinante. Rápidamente, la cabeza con los tentáculos abandonaron por completo su cuerpo. Era como si cada uno de los tentáculos estuviese manipulando cada extremidad de su cuerpo, como si fuese un pulpo manejando una marioneta que ahora estaba desinflándose debajo de nosotros, como un globo. La cabeza empezó a reírse a carcajadas, con los tentáculos colgando, y comenzó a elevarse por los aires.

«¡Aaah, es un monstruo!», decía la gente a nuestro alrededor, «¡¿Pero eso qué es?! », «Seguro que es publicidad de una película…», «¡Qué mal hecho, se le ven los hilos!», «No es una película, es un marciano», «¡Es el fin del mundo!». Alrededor nuestro había ya unas cincuenta personas, maravilladas ante la cabeza-pulpo mecánica voladora. Algunos muy asustados, otros riéndose mucho o tirando monedas sobre el sombrero del tipo, que había caído en el suelo. Nosotros éramos los que más miedo estábamos pasando. Yo estaba aterrorizado.

La cabeza sobrevoló la plaza, moviendo sus tentáculos, y soltando una carcajada terrorífica.

— ¡Jua, jua, jua, juaaaaa!

Entonces, la cabeza se elevó por encima, precisamente, de mi edificio, cogió un poco más de altura, y ya empezaba a perderse por los aires, cuando de repente se golpeó contra una cornisa.

— ¡Ay!

Dijo la cabeza. Los tentáculos dejaron de moverse, y la cabeza se precipitó contra el suelo y se hizo trizas, como si alguien hubiese tirado una radio desde el tejado.

— ¡Clonc!

Sonó el eco en toda la plaza. Ahora habría unas doscientas personas mirando la escena, dando voces y mirando hacia los añicos que se habían formado en el suelo. Nosotros tres, seguidos de un buen grupo de gente, corrimos hacia la cabeza. Sin pensarlo dos veces, Víctor cogió el trozo más visible, la parte de arriba de la cabeza, de los pelos, salió corriendo y se metió otra vez en mi portal.


Comentarios

  1. Laura [jun 13, 13:52]

    cuándo sigue?

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