Pequeño LdN


Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

13. El androide aniquilador asesino destripador de las profundidades

Frunobulax y Glòria Langreo | 3 julio 2010



En tan sólo unos pocos minutos, rompió a llover copiosamente. Algunos precavidos abrieron sus paraguas, mientras el resto de la gente corría por todos lados como loca, entre risas y gritos. Y sin mediar palabra, Susana salió disparada en dirección al Palacio de los Condes de Soria.

— ¡Susana! —grité—, ¡¿pero adónde vas?! ¡Vámonos a casa, que va a caer una tremenda!

El parque quedó vació al instante. Tan solo un par de personas lo cruzaban en ese momento, despacito, debajo de sus coloridos paraguas.

— ¡Susanaaaa! ¿Es que te has vuelto loca? ¿Qué pasa con nuestro plan?

Un nuevo trueno, esta vez más cercano, retumbó a nuestro alrededor, acompañado de su correspondiente flash de luz eléctrico. Entre el relámpago y el trueno transcurrieron sólo dos o tres segundos, lo que significaba que teníamos el corazón de la tormenta justo encima.

Víctor se encogió de hombros, y empezó a correr detrás de Susana, con gesto divertido. Llevaba la misma camiseta de “Salchichas Domingo” de siempre, de manga corta, llena de lamparones. Yo me puse mi sudadera con capucha, y sin embargo empezaba a sentir un poco de frío, a medida que ésta se iba humedeciendo. Pero parecía que no había más remedio que seguir a mis amigos, en dirección al palacio, dentro del cual, aparentemente, se encontraban los líderes del Linimento, la sociedad secreta que estaba detrás de los recientes asesinatos. Rápidamente, Víctor y yo atravesamos el parque a grandes zancadas. Susana ya estaba cruzando la calle que separaba el parque de la fachada del palacio abandonado.

Debían estar cayendo cientos de litros de agua por segundo, porque el asfalto estaba empapado, y resbaladizo. Susana parecía haberse quedado sorda. No hacía ningún caso a nuestros gritos. Sólo pensaba en llegar al palacio abandonado, y enfrentarse a los villanos del Linimento. ¿Acaso tenía algún plan para vencerles? ¿Por qué tantas prisas, de pronto? No parecía tenerle miedo a nada. Ni siquiera parecía importarle si Víctor y yo la seguíamos o no.

Cuando Víctor y yo llegamos a la fachada del palacio, Susana ya había desaparecido, colándose a través de los barrotes de la valla exterior. No estaba seguro de que yo pudiese entrar por ese mismo hueco. No porque esté gordito siempre, pero es que acababa de merendar… Víctor no se lo pensó dos veces, y se marchó en dirección norte. «Voy a avisar a la policía», me gritó mientras se alejaba chapoteando entre los charcos de la acera.

Y ahí estaba yo, delante de la verja del cuartel general del Linimento. A través de los barrotes se veía un jardín muy descuidado. Se notaba que no habían contratado a ningún jardinero. Había malas hierbas y zarzas por todas partes, pequeños árboles retorcidos y un césped anaranjado y con muchas calvas. El edificio parecía estar en calma, salvo por el último piso, en el que habíamos visto luz, y por los vigilantes que estaban en la azotea. No se escuchaba ningún ruido en el interior.

No me había atrevido a decírselo a mis amigos, pero todos estos días me había llevado al colegio la pistola de juguete que me compré el día que conocí al señor Arniches. La llevaba escondida en la mochila, y de alguna manera me hacía sentir más fuerte. Sin pensarlo bien, casi sin darme cuenta, abrí la mochila y saqué la pistola, y la empuñé con mucha fuerza. Estaba temblando un poco, no sé si sólo por el frío y la lluvia, o también porque sentía un poco de miedo. “Armado” con mi pistola, y bien encapuchado, me sentí por un momento como un verdadero investigador, como los de las películas de Duncan Steel. Acerqué mi cabeza a la valla, y descubrí que era más grande de lo que pensaba al principio. Muy despacito, mirando a todas partes y apretando un poco la barriga, conseguí entrar en el jardín. Anduve de puntillas, sosteniendo la pistola de juguete, con las cejas y los labios apretados, atento a cualquier movimiento. Era como estar en un videojuego de disparos. Pero estaba temblando de verdad. Y si aparecía algún zombie con tres cabezas, o algún guerrero de Plutón, de mi pistola no saldría nada efectivo.

No había ni rastro de Susana. Pero acerté a imaginar que se habría colado por una trampilla que permanecía abierta. Era una especie de alcantarilla cuadrada, en mitad del jardín, bien abierta. Al fondo del agujero, había luz. Pero no me atreví a llamar a Susana, por si acaso escuchaba mi grito alguna de las cabezas con tentáculos. Muy despacio, me metí la pistolita en el bolsillo, y comencé a bajar la escalera, que parecía segura. En ese momento empecé a temblar de verdad, porque me dan un poco de miedo las alturas. Pero no habría ni cinco metros hasta el suelo. Al menos, cuando llegase abajo dejaría de mojarme. La lluvia ahora se había convertido en granizo. Antes de sumergir la cabeza, eché un último vistazo. En ese tramo de la calle no había absolutamente nadie. Cerré la trampilla sobre mi cabeza, porque algunas bolas de granizo me hacían daño en la cocorota, a través de la capucha.

Al llegar al suelo, por fin, abrí los ojos. Había bajado a ciegas, tiritando de tanta tensión. Me di la vuelta despacito, y me encontré con que estaba, por suerte, solo. Era una pequeña habitación cuadrada, que servía de almacén para las herramientas del jardín. Menuda decepción. Parecía que Susana no había venido por este camino, al fin y al cabo. ¿Dónde estaba Susana? ¿Cómo nos habíamos metido en este lío? Había dos dedos de agua en aquel lugar. Parecía que tuviese los pies metidos en dos esponjas marrones, en lugar de en unos zapatos.

Empecé a fijarme un poco más en la habitación. En una esquina, había palas, rastrillos, dos cubos de basura de esos naranjas y otro amarillo, una caja de herramientas muy grande, y una mesa de metal con dos cajones. Encima de la mesa sólo había facturas, algunas tuercas y una mancha horrible de algo que parecía aceite. En los cajones sólo encontré un bocadillo a medio comer, relleno de algo que parecía musgo con tomate. Puaj. Las paredes eran de ladrillo visto, pintado de gris. Había un póster de un paisaje playero, con un texto que decía “El Paraíso está a la vuelta de la esquina”. A su lado, un calendario con… ¡una tía en bolas!

Entonces me fijé en la pared contraria. A simple vista, no había nada. Sin embargo, fijándome un poco más atentamente, descubrí que una cortina tapaba parte del rincón. Sin pensármelo dos veces, retiré la cortina, que estaba empapada y raída. Y al descubrir el espacio… ¡lo sabía!: había una puerta. Una puerta corriente y moliente, de madera.

Era una puerta normal, sin cerradura ni nada. Se adivinaba que en algún momento había sido de color blanco; pero es que tenía tanta porquería encima, que casi no se distinguía de las paredes. Había algo más en esa puerta. Una pequeña placa plateada, llena de polvo, en la que podía leerse, claramente, algo así como “TOILET”. ¿Qué significaría ese misterioso letrero? ¿Y en qué remota lengua estaba escrito aquello?

No pude reprimir mi curiosidad. Por algo soy detective.

Acerqué mi mano lentamente al pomo de la puerta, y la giré, lentamente, hacia la izquierda.

Nada sucedió.

Casi treinta segundos después, me di cuenta de que el pomo giraba hacia la derecha.

Ahora sí, la puerta hizo un chasquido, y noté que podía tirar de ella. La abrí muy lentamente. Sobre el charco del suelo cayeron por lo menos dos toneladas de polvo.

La luz de la estancia entró débilmente a través de la puerta. Lo suficiente, como para que pudiese descubrir un estrecho pasillo. Pero sólo alcanzaba a ver uno o dos metros más allá. Se escuchaban ruidos de cañerías. Gotas de agua cayendo melódicamente. El eco de mi propia respiración, acelerada y, de forma casi imperceptible, me llegaba también un extraño ruidito, como de un ventilador encendido, como el motor de una lavadora en miniatura.

Volví a sacar la pistola, instintivamente. Me quité la capucha de la cabeza, y froté mi pelo mojado, que se me puso todo de punta. Hacía mucho calor ahí abajo. Un calor húmedo, pegajoso y sofocante. Tuve una idea brillante: llevé la mano al bolsillo de la mochila, y saqué mi teléfono móvil, el que me dio mi madre para las emergencias. No tenía intención de llamar a nadie, por supuesto… Y además, nunca tengo saldo. Pero se me ocurrió que la propia luz de la pantalla del teléfono, podría servirme como linterna.

Así, con mi improvisada linterna en una mano, y mi pistola de juguete en la otra, comencé a avanzar por el estrecho pasillo, chapoteando, muy despacio. Mi corazón bailaba reggaetón.

Y no había avanzado ni cinco pasos, cuando observé algo al fondo del pasillo, a unos tres pasos más allá. Una presencia extraña.

Madre mía, estaba muerto de miedo.

Apunté hacia la oscuridad con los objetos de mis dos manos temblorosas.

—¡¿Quién está ahí?! —grité, aunque me salió un gallo en la voz. Carraspeé y repetí la frase, ahora con más convicción, pero sólo escuché mi eco. Y goteo continuo. Y tuberías crujiendo. Y el pequeño motorcito, que cada vez sonaba más fuerte. Di un paso más, temblando más que cien mil boles de gelatina. Apreté el gatillo de mi pistola, y el inocente chasquidito que sonó me dio un susto enorme.

Y en ese preciso instante, lo vi: delante de mis narices, había una persona, de dos metros de alto. No, no era exactamente una persona, era un monstruo. Un monstruo de metal, de tres metros de alto, con faros en los ojos y un cráneo transparente que mostraba un palpitante cerebro de plástico en su interior, era un autómata que medía por lo menos cuatro metros, y cuyos brazos terminaban en poderosas tenazas. Pegué un grito que debió escucharse en todo el planeta, a la vez que mi teléfono y mi pistola caían al suelo, sumergiéndose en el charco de agua.

¡¡Y entonces, el gigantesco y amenazante robot, se puso en marcha!!

Empecé a lloriquear desesperadamente, agitando las manos y pataleando, de un lado al otro del pasillo, desorientado. Parecía Chiquito de la Calzada a cámara rápida. ¡Es que me di un susto tremendo! Creía que se acababan mis días, ¡que iba a morir en ese preciso instante, devoradas mis entrañas por el robot que vino del más allá!

Pero claro, si estoy contando esto, es porque no fui morido, digo matado, por ningún robot en aquel misterioso pasillo clandestino, bajo el jardín del palacio abandonado. Claro que no.

Todo sucedió muy rápido. El robot emitió un pitido, y encendió sus potentes ojos, que eran dos luces azuladas. Giró la cabeza, y a continuación movió el resto de los engranajes, chirriando, haciendo un montón de ruidos metálicos, como si alguien hubiera vaciado un saco de latas dentro de un bidón de gasolina. Su motorcito, antes lejano, se aceleró y ahora sonaba como una motosierra.

—¡Bzzzzzzzzzzz! ¡Clonc! ¡Clonc! ¡Beeeeeeep! ¡Brr brrr brrrrrrr! ¡¡Catapún!! —decía el robotito.

Pero no me atacó en ningún momento. Me di cuenta enseguida, de que el robotito también imitaba a Chiquito de la Calzada. De hecho, el robotito imitaba todos mis movimientos, como si estuviese delante de un espejo roto.

Me quedé quieto, y levanté una mano. Luego otra… luego moví la cabeza… luego hice el breakingdans… el crusaíto… el robocop… Y Toilet, el simpático robot, imitaba todo lo que yo hacía. No era tan grande como me pareció al principio; de hecho, era todavía más bajito que yo, y soy de los más bajitos de mi clase. Me dio un ataque de risa al ver a ese montón de tuercas moverse con tanto salero. Y por supuesto, Toilet también se rió, a carcajadas. Le entró la risa tanto, que cuando yo paré, él siguió riéndose durante mucho más rato.

—¡¿Toilet!? —grité por fin—. ¿Te llamas Toilet? ¿Qué… qué estás haciendo aquí?

Sorprendentemente, el ingenio mecánico podía hablar. Lo hizo con una voz monocorde y eléctrica.

—Ni_ño a_mi_go —dijo—. Ni_ño ri_sas. Toi_let. Qué es_tás ha_cien_do a_quí —repitió.

—¡Cómo mola! ¡Puedes hablar! Yo me llamo Michigan.

—¡Mi_chi_gan Mi_chi_gan Mi_chi_gan Mi_chi_gan! —jaleó el robot, alegre, comprendiendo.

Pero de golpe, la sonrisa se borró de mi cara. Apenas estaba comenzando a hacerme amigo del pequeño Toilet, cuando escuché claramente cómo la trampilla que había cerrado arriba, a mis espaldas, se abría de golpe, y las luces del almacén se apagaron. Y logré escuchar claramente, porque hacían un estruendo morrocotudo, cómo ¡por lo menos treinta personas bajaban por la escalerita a toda velocidad!

¡En menudo lío me había metido!

—¡¡Quiero ir con mi mamáaaaaa!! —dije para mí mismo; o a lo mejor no, a lo mejor lo grité histéricamente…


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