Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.
5. La cosa se pone fea
Frunobulax y Glòria Langreo
| 13 marzo 2010
Creo que ya os he hablado de Susana.
Susana es la niña más guapa del colegio. Sus ojos son como dos lunas brillantes, en un firmamento de pecas. Su nariz es muy graciosa, y sus dientes relucen. Si no existiese Susana, ir al colegio cada mañana no sería lo mismo, ni tampoco tendría sentido dormirse por las noches, y tener aburridos sueños en los que no apareciese Susana. Es muy lista, aunque la verdad es que no saca muy buenas notas. Por eso, sacar malas notas a mí me importa menos de lo que debería: así puedo coincidir con Susana en los exámenes de recuperación, o pasarnos los recreos enteros copiando castigos en el comedor, frente a frente.
Algunos de mis compañeros se ríen de ella, por esos vestidos que siempre lleva, pero a mí me parecen preciosos. Y también se burlan de ella cuando se pincha con jeringuillas en mitad de la clase, ¡como si lo hiciese por gusto! Yo sé que necesita pincharse
insulina en la sangre porque, si no, se marea y se desmaya. También le pasa eso a un primo mío. Y no me parece que eso les convierta en personas más débiles o que merezcan más burlas. Yo creo que hay que ser muy valiente para hacer eso, y estoy seguro que la mitad de la clase se desmayaría sólo con pensar en pincharse.
Es verdad que Susana es un poco bajita, para la edad que tenemos. Pero es parte de su encanto. Todo lo que le falta de altura, le sobra de hermosura.
— ¡¿Pero tú eres imbécil?! —me dijo Susana, ay, mi Susana, desde el suelo en mitad de la acera—. ¡Mira lo que has hecho, ahora lo vas a recoger tú! —la verdad es que la calle estaba repleta de basura, trozos de comida, huesos y envoltorios de comida.
— ¡Susana! Qué alegría me da verte —es verdad que me alegraba mucho. Normalmente tenía que esperar todo el fin de semana para verla otra vez.
— ¡Te voy a matar! —fue su tajante respuesta.
— Perdona, ¡pero es que me están persiguiendo! —me puse de pie de un salto. Por un momento, casi me había olvidado de los gigantes que aparecen y desaparecen, y que escriben en los ordenadores sin tocarlos—. Estamos en peligro. ¡Quieren matarme!
— No me extraña —Susana se puso a recoger la basura del suelo con mucho cuidado, lo cual me pareció bastante raro… pero muy tierno—. Yo también tengo ganas de darte un buen puñetazo. ¿Te pasa algo? —por fin, Susana se dio cuenta de que estaba temblando y las lágrimas corrían por mis mofletes.
— Tenemos que salir corriendo, me están persiguiendo unos señores que hacen magia, y que…
Susana no me dejó terminar la frase. Algo detrás de mí la hizo soltar un breve grito ahogado. Rápidamente, se olvidó de la basura. Me cogió de la mano, me arrastró dentro de su portal y cerró con todas sus fuerzas, dando un portazo. Acurrucados al lado de la puerta, vimos pasar a los dos matones grandotes que me estaban siguiendo.
— ¿Lo ves, como era verdad?
— Cállate —me susurró, sin apartar la vista de la calle.
La siguiente media hora no la olvidará jamás en la vida. No sólo por haber pasado esa tarde de domingo junto a Susana, apretados contra la puerta que da a la calle de su portal, muy juntos, mirando hacia la plaza, y de vez en cuando mirándonos a nosotros mismos y susurrándonos cosas; ya sólo por eso, para mí habría sido una tarde perfecta. Pero es que además, lo que vimos en la plaza, temblorosos, será difícil de olvidar.
A lo largo de esa media hora, que a mí me pareció eterna, vimos pasar a un buen número de señores enormes vestidos de traje, que parecían todos iguales. Altos, fuertes y con cara de mala leche. Haciendo mucho ruido, al principio se concentraron en la plaza durante un rato, en círculo, por lo menos veinte de aquellos misteriosos hombres. Luego se dispersaron, y anduvieron un buen rato buscando algo por todas partes. Llevaban unas máquinas extrañas con las que buscaban pistas por el suelo, y unas extrañas naves enormes sobrevolaban la zona, arriba en el cielo, que se iba oscureciendo poco a poco. Las naves no hacían ruido, pero emitían unas luces horribles de color azulado, que repasaban la plaza una y otra vez, buscando algo. La plaza estaba llena de estos señores, y el resto de la gente pareció haber desaparecido. Ni coches, ni señoras paseando, ni niños, ni perros, ni nada. Algo muy, muy extraño estaba pasando.
Finalmente, vimos cómo uno de esos enigmáticos señores grandotes, con traje negro y el pelo rapado, se fijó en el portal en el que estábamos escondidos Susana y yo. Señaló con el dedo y gritó alguna cosa. En ese momento, Susana me agarró otra vez del brazo y me arrastró escaleras arriba.
quieeeeero máaaas, joooo que emocionante!!Frunobulax… eres un genio, lo sabes no? ; )