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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

6. La buhardilla de Susana

Frunobulax y Glòria Langreo | 20 marzo 2010



Ni siquiera sé cómo pude llegar a esta situación. Todo sucedió tan deprisa…

Aquella mañana estaba tan ricamente en casa matando el tiempo con los videojuegos, y pensaba que sería sólo un domingo más, aburrido, estudiando, viendo la tele… Y de pronto recibo esa llamada extraña, de un señor que dice llamarse Carlos Arniches, que me pide que vigile a una pareja de actores famosos. A mí, un chaval de 14 años. En fin, yo me lo he buscado, por jugar a detective. Pero es que si la mañana del domingo comenzaba rara, la tarde se puso peor. Con los misteriosos forzudos gemelos persiguiéndome por la calle y mandándome mensajes a través de ordenadores. Yo creo que nunca en mi vida había corrido tanto. Pero lo que pasó después, directamente se volvió insano y peligroso: ¡el barrio había sido invadido por los extraterrestres!

Menos mal que Susana estaba conmigo. Si no, pensaría que estaba empezando a volverme loco. Pero ahí estábamos los dos, y supongo que muchos otros vecinos del barrio, observando a docenas de tíos cachas clónicos, ¡y naves espaciales! Por lo visto, todos esos tipos estaban buscando algo. Y a juzgar por cómo uno de ellos señaló hacia mí y empezó a correr hacia el portal en el que nos encontrábamos, gritando a sus compañeros que le siguieran, parecía haberlo encontrado.

Por suerte, Susana conocía perfectamente su edificio. Subimos seis tramos de escaleras a toda velocidad, sin mirar hacia atrás. Íbamos ya por el tercer piso. De tanto tirar de mi brazo, me estaba haciendo daño en las muñecas. Pero no puedo negar que me hacía ilusión que Susana me apretase tan fuerte, y no me dejara atrás. Sin duda, algo sentía por mí.

— ¡Podrías comer menos bollos, Ángel! —me dijo. Esto no me hizo mucha gracia—. ¿No puedes subir las escaleras más deprisa?

— No quiero adelantarte —mentí, entre sofocos—, no sé ni dónde estamos yendo.

— Mi padre tiene una buhardilla en el último piso. Allí no podrán entrar. ¡Vamos!

— ¿Y por qué no vamos a tu casa y pedimos ayuda a tus padres? —pregunté, tratando de disimular que casi no podía contener la respiración.

— Porque si quieren llevarte a su planeta, no quiero que mis padres se empeñen en protegerte y acaben heridos —fue su respuesta. Susana no parecía nada cansada de la carrera. Espero que yo tampoco sonara asfixiado.

— M… muy gracio… ciossa… ¿Falta mucho? —qué carrera estábamos pegando, ¡tenía la respiración aceleradísima!

— Es en el quinto. ¡Vamos, zampabollos! Están subiendo, son lentos, pero ya van por el segundo piso.

En nuestra carrera, escuchamos varios portazos y pestillos. Algunos vecinos debían estar pendientes de lo que pasaba en el pasillo. Se escuchaban también muchos gritos en las casas. El barrio entero estaba alterado, se notaba en el ambiente. No es muy normal ver O.V.N.I.s sobrevolando este aburrido distrito.

Por fin llegamos al rellano de la quinta planta. Susana hacía rato que había sacado una llave de su bolsillo, y a toda velocidad entramos en la buhardilla, y cerramos la puerta sigilosamente. Corrimos varios muebles contra la puerta, como hacen en las películas, y permanecimos a oscuras y en silencio, sin atrevernos a curiosear por la mirilla de la puerta.

Pasaron dos o tres larguísimos minutos. No se escuchaba ningún ruido en el pasillo.

Susana volvió a cogerme del brazo, y me llevó hacia una pequeña ventana cuadrada, que daba a la plaza. En la calle había ahora la tranquilidad habitual, y los vecinos normales, humanos y vestidos de diferente manera, sin traje ni corbata como todos los domingos. Ni rastro de los “clones”.

Susana encendió una vela, y nos sentamos ya más calmados alrededor de una pequeña mesa redonda, en mitad de la buhardilla. Aquel era un lugar fascinante, repleto de objetos de todo tipo. Había una mesa de billar llena de trastos, una escafandra de buzo, varios globos terráqueos antiguos de diferentes tamaños. Montones de mariposas clavadas en alfileres decoraban toda la estancia, enmarcadas en las paredes. Y varios diplomas, cuadros bastante feos, mapas y colecciones de objetos pequeñitos de las que venden en los quioscos, mal colocadas por todas partes. Aunque todo estaba limpio, y un extraño y sosegante orden gobernaba el aparente caos.

— Bueno, qué —me dijo Susana, por fin, sin levantar mucho la voz. Se quitó el abrigo y se sentó encima de una caja, dejando que yo me sentara en una silla a su lado—. ¿No tienes nada que contarme? ¿Quiénes son esos tipos?

— Pues no lo sé, de verdad que no sé nada. Verás. Es que puse un anuncio en el periódico, ofreciéndome como detective privado, porque papá me ha bajado la paga semanal. Pensé que sería divertido ganar unos pocos euros buscando gatos por el barrio, y cosas así.

— Pues parece que al que buscan es a ti —dijo Susana, con vehemencia.

— No sé quiénes son esos que me buscan. Yo no le he dicho nada a nadie. Me contrató un señor, que me dio un montón de dinero y unas fotos de estas personas —saqué el sobre que me había dado el Sr. Arniches, que lo llevaba en el abrigo, salvo la foto de Amanda que puse en el corcho de mi cuarto—, a las que tengo que vigilar a partir de mañana. No sé quiénes son, ni por qué tengo que seguirles, pensé que sería fácil.

— Pues sí, es fácil. Salen en la tele a todas horas —dijo Susana.

— Ya lo sé, ya me he enterado, ¡soy detective!

— Bueno, ¿y todo eso qué tiene que ver con los gigantes que te persiguen?

— Todavía no lo he averiguado. Al principio eran sólo dos, que aparecieron en el locutorio y me dijeron que dejase de investigar o me pegarían.

— ¿Eso te dijeron? ¿Y no avisaste a la policía ni nada?

De pronto, los dos nos quedamos en completo silencio. ¡Unos pasos se escuchaban en el tejado, sobre la buhardilla justo encima de nuestras cabezas!


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