Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.
4. Los gigantes invisibles voladores
Frunobulax y Glòria Langreo
| 6 marzo 2010
Los dos tipos enormes que tenía a ambos lados, junto a mi puesto del locutorio, medían por lo menos tres metros de alto y cada uno de sus brazos era como mis dos piernas y mis dos brazos juntos.
Bueno, a lo mejor no tanto, pero eran realmente imponentes. Al principio no les hice ni caso, y me dediqué a buscar en internet toda la información que hubiera sobre Andrew Wolodarski y Amanda Wilson, los tíos guapos que salían en las fotos que me dio el señor que se llamaba a sí mismo Arniches. En Google salían miles de páginas contando sus vidas, y eso que había escrito mal los nombres de ambos; pero no era momento de preocuparme de mi suspenso en inglés.
Enseguida me di cuenta de que a lo mejor debería haber preguntado a mi madre por ellos, porque resultó que los dos aparecían bastante a menudo en un programa de televisión sobre cotilleos, de los que emiten en el canal que mira mamá a todas horas. Había videos de ellos en Youtube, fotografías de todo tipo —algunas de Amanda quedarían bastante bonitas como fondo de escritorio en mi PC— y montañas de noticias. Parece que fueron la pareja de famosos de moda hace dos o tres semanas.
Estaba viendo un video muy gracioso de Amanda en un programa de esos de señoras que gritan por las tardes, cuando de pronto la pantalla del ordenador se quedó muda, y se puso completamente verde fosforito. Y unas letras blancas empezaron a aparecer solas en la pantalla, y a construir una frase:
“Sabemos quién eres y qué estás haciendo. Deja de investigar si no quieres acabar en el hospital.”.
Del susto que me pegué, me caí de culo desde la silla. Sentado en el suelo del locutorio, observé a los dos enormes
matones que tenía a ambos lados, que me miraban muy enfadados. Comencé a sudar, y a temblar, y a sentir muchísimo calor en las mejillas. Traté de mostrar una enorme sonrisa a los gigantes, y muy amablemente les dije:
— ¡Buenas tardes, señores, me alegro de conocerles pero tengo muchísima prisa!
Y me fui de allí a toda velocidad. Me di de bruces contra la puerta de la calle, que no se abría hacia adentro, sino hacia afuera. Mientras me peleaba por abrirla, me di cuenta de que los matones se habían levantado de las sillas, y me seguían, muy serios. Y el dueño del locutorio también venía hacia mí.
Pero conseguí abrir la puerta, y empecé a correr. Salí de allí
“echando leches”, como dice mi padre. Corría y corría, temblando de miedo. Giré la cabeza para ver si me seguían, pero los gigantes ya no estaban detrás, parecían haber desaparecido. Así que seguí corriendo, todavía más rápido,
“cagando melodías”, como dice mi tío Antonio. Y corriendo
“como un cochinillo herido” —que es como llama mi abuelo a correr muy deprisa— doblé la esquina donde está la panadería, y seguí corriendo, como un loco. Mi corazón latía más rápido que nunca, y me costaba respirar profundamente.
Y cuando empezaba a subir las escaleras del parque, descubrí que los dos enormes señores raros y horripilantes me esperaban arriba del todo. ¡Habían aparecido allí de la nada! ¡Como si hubieran hecho magia, en unos pocos segundos me habían adelantado! y eso que yo corrí
“como alma que lleva el diablo”…
— ¡La leche! —me grité a mí mismo.
Y me di la vuelta, y empecé a correr otra vez, en dirección contraria. Y otra vez corrí, y corrí,
“tanto como el caballo del bueno” —algo parecido a esto lo dice también mi padre, cuando mira películas de vaqueros— y secándome las lágrimas de los ojos, cuando al doblar de vuelta la esquina de la panadería, me choqué con mi amiga Susana, que salía del portal de su casa con dos bolsas de basura en la mano. Con el empujón, las bolsas salieron despedidas por todas partes, y llenaron toda la acera de porquería.
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