Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.
3. investigando desde casa
Frunobulax y Glòria Langreo
| 27 febrero 2010
Cuando esa misma tarde encontré el nombre de Carlos Arniches en la Wikipedia me llevé un buen susto, pero enseguida colegí que no podía tratarse de mi cliente. Un par de horas de reflexión me llevaron a concluir que, de hecho, podría ser que “Carlos Arniches” no fuese el verdadero nombre de aquel extraño hombrecito, sino una especie de nickname. No me había pedido factura, ni habíamos firmado nada, así que en realidad no tenía ningún dato de aquel tipo, más allá de lo que me había contado en nuestra primera cita. Concretamos que me llamaría él a mi móvil aproximadamente cada cinco horas, desde diferentes teléfonos públicos, para saber cómo evolucionaban mis averiguaciones. Me pidió que hiciese muchas fotos, tanto de nuestro hombre como de su esposa, tanto si estaban separados como si les pillaba juntos. Y que ya volveríamos a organizar un encuentro por el barrio para informarle. Yo iría anotando en mi cuaderno todos los gastos que me fuesen surgiendo, así como las horas que emplearía vigilando al sospechoso. Y no podía dejar de hacer cábalas pensando en cuántas porquerías podría comprarme, ganando cincuenta euros cada hora de trabajo. Me fijé en el señor de las fotos.
El tipo en cuestión se llamaba Andrew A. Wolodarski, y a pesar de ese nombre tan raro, era norteamericano. De Nueva York. Al principio pensé, por el nombre y debido a su condición de inmigrante, que podría tratarse de un operario de la maquinaria pesada de la empresa de Arniches. Pero nada más verlo por primera vez deduje que también tenía un puesto de directivo. Era un tipo de unos treinta años, muy alto, rubio, impresionante, parecía un actor de película de acción. Vestía también trajes caros y conducía un deportivo rojo, un Jaguar
XKR con matrícula reciente. En el sobre venían varias fotografías de Andrew saliendo del vehículo delante de una discoteca, con la esposa del señor Arniches a su lado. La señora Arniches.
Ay, la señora Arniches. Su nombre real era Amanda Wilson, oriunda de California. En aquel momento no comprendía que ese tipo tan bajito y tan raro estuviese dispuesto a pagarme tantísimo dinero por hacer fotografías de Amanda junto a Andrew, cuando en el sobre venía toda una colección. Pero aquello no era de mi incumbencia, los negocios son los negocios, y todas esas cosas. Amanda era una mujer esbelta, alta, muy hermosa, morena de ojos verdes, parecía una modelo de alta costura. Calculé que tendría unos cuarenta años, aunque en la hoja con sus datos supe que nació el 5 de diciembre de 1983 (es decir, que no llegaba a 27). En todas las fotos aparecía muy sonriente, vistiendo de manera lujosa y opulenta, con tacones altísimos y el pelo cuidadosamente recogido en moños de fantasía, enseñando inmensa pedrería en los lóbulos de las orejas y sobre el escote. Una de las secuencias de fotografías, la que mostraba a ambos apeándose ante la discoteca, mostraba claramente cómo Andrew se bajaba de la parte trasera derecha del vehículo, y abría la puerta del lado izquierdo, por el que descendía Amanda, enseñando primero una pierna lentamente, y luego la cabeza y a continuación el resto de su sensacional anatomía, apenas cubierta por un vestidito brillante muy prieto y una faldita de animadora. Colgué una de las fotografías de la secuencia en el corcho de mi habitación, y esparcí el resto de la documentación sobre la mesa, que instantáneamente se había convertido, en secreto, en mi despacho de detective privado. Me repantingué en la silla giratoria, la situé frente a la ventana y traté de recomponer la situación, en cuanto se disipara la imagen mental de cientos de billetes de cincuenta euros revoloteando mi habitación.
Veamos. Andrew debía ser el vicepresidente de la supuesta compañía del supuesto señor Arniches, o algún otro alto cargo, e imagino que habría conocido a Amanda en alguna cena o acontecimiento de empresa. Amanda debió de casarse con Carlos por interés económico, de eso apenas tenía ninguna duda. El clásico matrimonio entre un señor feo, barrigón y bien posicionado, con una chica-florero que le saca los cuartos a cambio de sexo. Andrew sin embargo no debía andarle a la zaga económicamente, a juzgar por esos trajes y esos cochazos. Y se ven en secreto. Sin embargo, tenía encima de la mesa por lo menos diez fotos, de diferentes situaciones, en las que Amanda y Andrew se muestran en público, en actitud cuando menos amistosa, compartiendo vehículo y acudiendo a fiestas. En la llegada del Jaguar a la discoteca, incluso se ve claramente a varias personas en la acera fotografiando la escena. No parece que oculten su relación, ni que un fotógrafo fuese contratado para espiarles y tomar esas fotografías en la vía pública, cuando otras personas les fotografiaban tranquilamente. Había algo que no cuadraba en toda esta historia. El señor Arniches tenía mucho dinero y puede que fuera un tipo bastante agradable, pese a que esta mañana me había tratado a mí con tanta sorna; pero no podía imaginármele casado con una muñequita como Amanda, ni había nada en toda la documentación que me habían entregado que confirmara tal relación, entre el calvo desesperado y la pasmosa norteamericana. ¿De qué iba todo este juego? ¿Por qué ese señor tan raro le había entregado cien euros a un crío sin conocerle de nada, y estaba dispuesto a seguir desembolsando, para obtener más fotografías como las que ya tenía?
Resolví ponerme manos a la obra antes de lo pactado, y hacer algunas averiguaciones por mi cuenta. Si quería dedicarme a esto de la investigación privada, tendría que mostrar a mi cliente, y a todos mis futuros clientes, toda una reputación como sabueso inconformista. Así que rápidamente me dispuse a discurrir, a hacer análisis y contraanálisis, a emplearme a fondo, a hacer uso de toda la tecnología al servicio del buen detective, comenzando por buscar los nombres de Andrew Wolodarski y Amanda Wilson en Google. Y no recordé que mi padre me tiene prohibido usar Internet los domingos hasta que ya fue demasiado tarde, y nada más conectarme apareció en pantalla el anuncio de bloqueo infantil de la Red instalado por mi padre, y a continuación escuché sus atronadores gritos desde la otra punta de la casa.
— ¡Ángeeeel! —la característica y bíblica mala leche de mi progenitor, retumbaba desde la biblioteca—. ¡Qué te tengo dicho de Internet! ¡¿No tienes un examen mañana?!
— ¡Lo siento, papá. No me acordaba! —dije mientras me enfundaba las zapatillas y me ponía mi sudadera favorita de Linkin Park. Guardé todos los papeles en mi mochila, cogí uno de los billetes de veinte euros, saqué la gabardina y el sombrero de su escondite y salí volando de mi cuarto. Mi madre estaba viendo alguna chorrada en televisión cuando atravesé el salón, y su “¿Dónde vas ahora?” se dio de bruces con mi “Hasta luego”, y ambos colisionaron con la puerta de la calle.
Bajé las escaleras de tres en tres, salí a la calle y crucé la acera en dirección al locutorio. Al principio tuve la tentación de gastarme al menos diez ó doce de esos euros en una guerra virtual sin cuartel en el X-Terminium
III Online, más aún cuando vi que Dani y su primo estaban en el locutorio y me retaron a unas partidas, pero tenía trabajo por hacer. Tenía que ser serio y olvidar esas chiquilladas, ahora que era un intruso en el mundo de los adultos. Y hablando de adultos, justo detrás de mí entraron en el locutorio dos treintañeros extraños. Grandotes como dos armarios, vistiendo totalmente de negro, con gafas de sol y cascos puestos sólo en una oreja. Simulé no haberles visto, y pagué por media hora en el ordenador número 7 del locutorio. Curiosamente, los dos tipos que parecían recién sacados de Matrix ocuparon los ordenadores 6 y 8.