Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.
2. Cuando Ángel recibió su primer caso importante
Frunobulax y Glòria Langreo
| 20 febrero 2010
Sin pensármelo dos veces, me acerqué disimuladamente hasta la zona de mesas, y me senté, espalda con espalda, junto al señor misterioso, que no paraba de mirarme.
— Buenos días —le dije, engolando la voz y sujetándome el bigote—. Me envía la agencia Arizona, usted nos ha llamado esta mañana, ¿verdad?
El caballero que tenía a mi espalda me miraba horrorizado, con la boca ligeramente abierta en un gesto de disgusto, y se le dibujaban en la frente miles de pliegues ondulados. Yo sudaba como un pollo asado. El tipo se parecía muchísimo al actor enano Danny DeVito, y se limitaba a mirarme, escrutándome con descaro. Traté de desviar la mirada, pero el tipo se levantó de su mesa y se acercó a la mía, sentándose frente a mí.
— ¿Qué es esto? ¿Una cámara oculta? —el señor DeVito parecía furioso, visiblemente confundido—. Levantaba las manos, sin cambiar la cara de cabreo, como si acabase de morder una guindilla—. ¡¿Quién narices es usted?! —dijo, esta vez bajando la voz y sentándose enfrente de mí, despacio, con cuidado, con la misma parsimonia de quien entra en una jaula llena de leones—. Eres… ¿un crío? ¿Por qué estás disfrazado de payaso? Por el amor de dios, te manda ella, ¿verdad?
— ¡No! —mi corazón había alcanzado el programa de centrifugado. El bigote se me cayó sobre la mesa—. N… no se enfade, verá… Soy detective, verá es que… tengo una extraña enfermedad, que hace que parezca más joven, pero tengo treinta y dos años, casi treinta y tres…
— ¡Qué! ¿Qué? —por un momento temí que el tipo me iba a arrear una bofetada, castigarme sin postre o algo parecido. Me recordó mucho a mi padre, cuando le entrego las notas de la evaluación—… ¿Me tomas por imbécil? ¿Cuántos años tienes? Oh, dios mío, esto es lo que me faltaba —DeVito se llevó las manos a la coronilla, y se desplomó dando un cabezazo sobre la mesa—. Esto es una locura —susurró—.
— Oiga, verá, señor, usted busca a un detective, y yo soy detective —decidí sacar pecho, seguir mintiendo y tentar a la suerte—. Si quiere que vigile a alguien, que me pegue a su culo, que me convierta en su sombra veinticuatro horas al día, no va a encontrar a nadie más barato que yo. O sea, que la Agencia Arizona, quiero decir. Y como soy un… o sea, parezco un niño, nadie sospechará que soy un detective persiguiéndole, por eso siempre elijo… quiero decir, que por eso mis jefes siempre me asignan los casos de vigilancia clandestina, y el caso es que…
De pronto, el enjuto señor trajeado que tenía enfrente levantó la cabeza, y me miró. Sus facciones eran ahora más suaves, aunque tenía todavía la frente roja de tanto frotarse los ojos.
— Bueno, eso es verdad —dijo para sí mismo, en voz alta, levantando los hombros—.
— Además me puedo esconder en cualquier sitio, quepo en los cubos de basura, detrás de los setos…
— Claro…
— ¡Una vez me escondí en un cochecito de bebé para espiar a unos terroristas que vendían plutonio a los iraquíes!
— No te pases de listo conmigo… —dijo, señalándome con el dedo—.
— ¡De verdad!, y soy muy bueno disfrazándome, en casa me llaman Mortadelo, mire —dije, señalando a un sonriente cocinero de
PVC que decoraba una esquina del local—, con un poco de imaginación y algo de barniz puedo parecer un maniquí de esos, como estoy gordito… Y sé estarme quieto durante horas y horas —mi habilidad para inventar mentiras no tenía límite, bajo presión—.
— Vamos a ver, ¿me estás diciendo que no me estás tomando el pelo? —repentinamente, el rostro del señor en miniatura que tenía delante se suavizó por completo, y me prestó atención por primera vez, sin salir de su asombro—. ¿De verdad crees que voy a pagar dinero a un crío por hacer un trabajo de detective?
— Oiga, mire —frotándome las manos, volví al ataque—. Llevo muchos años en esta agencia, y he estado en campos de entrenamiento de… Quiero decir, que soy un gran detective, y estoy dispuesto a demostrárselo. Y recuerde que soy… que somos los más baratos, y le garantizo que amortizará cada uno de los euros que invierta en nosotros. Sólo déme un par de días, y obtendrá resultados por escrito. Tengo acceso a una enorme base de datos de sospechosos, trabajo con tecnología punta y soy un experto observador. No se deje engañar por las apariencias —mi posible primer cliente me miraba sin pestañear, con las mandíbulas abiertas apoyadas en la mesa—. Verá usted —saqué un cigarrillo de los de mi padre y me lo llevé a la comisura de los labios—. Llevo media hora vigilándole. Lo hacemos con todos los clientes. Está usted desesperado y metido en un lío, ¿acierto? —mi interlocutor se limitó a arquear las cejas, condescendiente, y ofrecerme un mechero—. No, gracias, lo estoy dejando. Tiene usted cincuenta y seis años…
— Cuarenta y uno.
— …y a juzgar por su atuendo tiene usted un despacho bastante amplio, en una planta alta de un edificio de oficinas importantes, ¿verdad? Su anillo me dice que está usted casado, y me atrevo a insinuar que pretende usted contratarme por algún asunto relacionado con su esposa, ¿me equivoco? Sus zapatos llenos de barro me dicen que salió pronto esta lluviosa mañana en su coche, probablemente un utilitario familiar, y lo aparcó sin duda en algún sitio embarrado. Seguramente en un polígono industrial de las afueras. Déjeme pensar. Su abrigo está empapado, pero aquí en el centro lleva un par de horas sin llover. Viene usted del norte… De San Sebastián de los Reyes, ¿verdad?
— Del Barrio del Pilar —dijo ladeando la cabeza, mirándome de reojo y reclinándose sobre la silla. Sin duda, le estaba sorprendiendo—.
— Bueno, casi. Eso está de camino a San Sebastián de los Reyes… Pero no me de más pistas. Usted trabaja en las oficinas de un centro comercial, ¿verdad? Un cargo importante. Pero al mismo tiempo tiene manchas en una mano, es posible que dirija algún almacén o una distribuidora de maquinaria, y de vez en cuando se ve obligado a intervenir en el trabajo de sus incompetentes asalariados, ¿verdad?
— Son manchas de nacimiento —dijo, enseñándome la mano derecha, con la palma completamente amoratada—. Pero sigue, me lo estoy pasando pipa.
— Bueno, pero trabaja en las afueras, como yo decía, ¿verdad? Y no lleva paraguas, eso me dice que es usted una persona con cosas más importantes en la cabeza que el estado meteorológico, síntoma inequívoco de que dirige una gran empresa.
— Fascinante. Mi paraguas está ahí mismo, apoyado en la mesa ante la que estaba sentado hace un momento…
— Eh… también puedo decirle, sólo a juzgar por su atuendo, que es usted futbolero…
— Oh, asombroso, ¿lo has deducido por mis brazos fornidos de tanto aplaudir en el estadio, o porque llevo un pasador de corbata del Atlético de Madrid más grande que tu cabeza?
— Esto… El caso es que es usted un varón… algo calvo y orondo y muy bajito y… ¡Y es un directivo! Y tiene problemas con su esposa, y… Que ahora no llueve y esta mañana sí llovía…
— ¿Cómo te llamas, muchacho? —me espetó, cortando en seco mis pesquisas—.
— Ángel. Ángel Michigan. ¿Y usted?
— Mira, Ángel, la verdad es que me has conmovido. Y de todo lo que has dicho sí que has acertado en una cosa: estoy desesperado. ¿Quieres tomar algo?
— Un
Nestea, por favor. Pero me he dejado la cartera en el coche… —soltando una carcajada y sin dejar de mirarme, el señor bajito se acercó a la barra y pidió dos jarras de cerveza. Apoyó un codo en el mostrador, mirándome, riéndose mucho, mientras el camarero servía las jarras. Yo aproveché para sacarme la pistola de juguete del pantalón, que llevaba un rato haciéndome daño en el muslo, y la guardé, disimuladamente, en el bolsillo de la gabardina, mientras con los dedos de la otra mano daba golpecitos sobre la mesa. El señor bajito no dejaba de mirarme y me estaba poniendo realmente nervioso. Pero tenía la sensación de que había picado el anzuelo. Partí el cigarrillo por la mitad, y dejé el lado de la colilla sobre el cenicero. Al cabo de un eterno minuto, el señor bajito volvió a la mesa, recogió el paraguas de la mesa contigua y volvió a sentarse. Desgraciadamente, se dejó el plato de aceitunas en la barra. A juzgar por cómo sonreía, debía estar divirtiéndose mucho con algo que pasaba por su cabeza.
— Verás, Andrés…
— Ángel. Puedes llamarme Michigan.
— Es posible que tú y yo lleguemos a un acuerdo. ¿Vives por aquí cerca?
— Usted todavía no me ha dicho su nombre, y hace demasiadas preguntas —dije, muy serio. No puedo negar que el tipo me estaba fastidiando: hace un rato estaba nervioso, casi histérico, y de pronto parecía dar saltos de alegría.
— ¿No me conoces? ¿De verdad no sabes quién soy? —dijo, hablando a su jarra de cerveza, antes de dar un trago largo.
— No sé, ¿ha salido usted en alguna película? ¿En
“Batman vuelve”, quizá? —esta vez el que tenía ganas de reírse en su cara, era yo…
— Jajaja, no me lo puedo creer… —el tipo parecía disfrutar mucho ante la idea de que yo no tuviese ni idea de quién era—. Me llamo… Me llamo Carlos. Carlos Arniches. Efectivamente, dirijo una gran empresa de maquinaria pesada, en un polígono industrial al norte de Madrid. Estoy casado y tengo dos niñas, pero esto no tiene nada que ver con el asunto que he venido aquí a tratar —saqué mi cuaderno, y lo abrí rápidamente por una página céntrica al azar, tratando de no mostrarle la portada a Carlos—. Dime, ¿vives cerca de aquí?
— Sí, en Cuatro Caminos—dije. Comencé a hacer anotaciones en mi cuaderno, parapetado tras mi mano izquierda para que Carlos Arniches no pudiese ver lo que estaba haciendo. Igual que cuando tomaba apuntes en clase, me dediqué a hacer caricaturas del tal Carlos, con bocadillos saliendo de su boca en los que iba anotando los datos más importantes. Era mi manera de retener fácilmente los datos, y al mismo tiempo no olvidar las caras—. Vivo con… con mi novia. En un ático —esto también le hizo mucha gracia a Carlos Arniches. Yo creo que no se estaba creyendo nada de mi historia, y no le importaba nada hacérmelo saber.
— ¿Sabes una cosa, Andrés? —me dijo el tipo gordito y enano, que realmente parecía estar disfrutando con esto.
— ¡Que me llamo Ángel!
— Lo que sea. Creo que tú y yo vamos a hacer negocios. Necesito que vigiles a una persona. Que la sigas allá donde vaya, desde que se levanta hasta que se acuesta. Está alojado en este hotel —Carlos sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa—. Habitación 124. ¿Estás apuntando todo?
— Pues claro —dije, algo incómodo—.
— Es uno de mis empleados, y creo… creo que podría estar teniendo una aventura con mi mujer… Sabes qué es una aventura, ¿no?
— Sí, señor, claro que lo sé. No me tome por imbécil sólo porque parezca más joven de lo que soy —dije esto marcando mucho las sílabas y mirando fijamente a Carlos, que no dejaba de sonreír, y me estaba empezando a cansar de la situación—. ¿Qué es lo que quiere exactamente que haga? ¿Fotos? ¿Quiere que grabe sus conversaciones?
— Lo que sea, con unas cuantas fotos bastará. Aquí tienes una foto del sospechoso, y otra de mi mujer, algo más pequeña —me entregó un sobre amarillo cerrado—, además de algo de información. Direcciones, teléfonos y esas cosas.
— Muy bien. Si estas dos personas se acercan a menos de cien metros una de la otra, usted lo sabrá.
— Dentro del sobre encontrarás también unos cuantos billetes. Espero que sea suficiente, si es que tu… agencia… no se queda mucho porcentaje.
Carlos me miraba como si fuese Papá Noel, con ojos tiernos y una sonrisa enorme cruzando su cara. Sin pensármelo dos veces, abrí el sobre con cuidado y encontré dentro 5 billetes de 20 euros. Los puse encima de la mesa y le devolví una mirada socarrona.
— Escuche una cosa. Creo que aquí ha habido algún error. La propina se la tiene que dar a ese señor que hay detrás de la barra —estaba dispuesto a negociar con la misma chulería que se espera de un buen profesional—. Supongo que éste es el adelanto que pensaba darle al detective que entrase por esa puerta, y al verme a mí se ha pensado que soy estúpido. Voy a guardarme este dinero en el bolsillo para los cafés que tome mientras espío a su empleado —honestamente, creo que estaba bordando mi papel de
huelebraguetas malhumorado—. Pero no pienso aceptar su caso por menos de doscientos euros.
— Ya te he dicho que no te pases de listo, hijo. Te daré cincuenta euros por hora, más gastos —dijo, apurando el último sorbo de cerveza que quedaba en su jarra—. Y ya hablaremos de los extras. ¿Conforme?
— ¡¿Por cada… hora…?! —de pronto, mis pupilas se tornaron símbolos del dólar—… Eh, sí, claro. Acepto el caso, aunque no sé si… no sé si en la agencia les parecerá suficiente —traté de moderar mi entusiasmo. Una lágrima de emoción amenazaba por desprenderse de mis ojos vidriosos—. Tenemos unos contratos… unos documentos, somos muy estrictos con las facturas, creo que bastará pero…
Fue una suerte que en ese momento el señor Arniches se acercara a la barra a por otra ronda y a hacer una llamada de teléfono, porque necesitaba desahogarme. Hice cuentas rápidamente, y llegué a la conclusión de que podría comprarme una videoconsola nueva cada cuatro horas aproximadamente. Las cuatro horas posteriores las ahorraría para el carné de conducir. Con la siguiente hora pensaba ir al Burger y luego al cine, y sorprender a Susana con una velada por todo lo alto. Por cierto, que no vivo con Susana; ni siquiera es mi novia, no quiero confundir al lector. En realidad vivo con mis padres, y Susana es una tía que se sienta al lado en clase, que me tiene loco perdido. El caso es que estaba organizando mentalmente mi economía y fantaseando con un buen número de cosas, e iba ya mentalmente por el tercer día de vigilancia, cuando Carlos Arniches regresó a la mesa con sendas jarrazas más de cerveza.
— Lo único que pido es seriedad y discreción. Estoy seguro que eres capaz de eso, ¿eh, hijo? —dijo, dándome una palmada en el hombro, otra vez con esa horrible sonrisa en la cara, que dos minutos antes me hubiera sacado de quicio. Esta vez le devolví la palmada y le extendí la mano para dar el trato por sellado—.
— Esto… señor Arniches, ¿Quiere que le vaya mandando las fotos por e-mail, o las subo al
Facebook?
¿Y que va a hacer Ángel con toda esa pasta?