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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento vigésimo octavo: "Rhom"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 2 octubre 2010


A Rhom le gustaba llamarlo “El Ministerio”. Se ponía un uniforme, leía estadísticas, se reunía con sus acólitos en torno a una mesa de mármol y miraba pantallas con puntos de colores, pero su mente no estaba allí. A veces soñaba con un río de sangre y se despertaba con el sabor del miedo del enemigo pegado al paladar, la carne quemada y los llantos retumbando aún en sus oídos.

En otras ocasiones se encontraba a sí mismo mirando las viejas armas, expuestas en uno de los pasillos del Ministerio como si estuvieran ya muertas. Como despojos de un pasado que se le hacía demasiado cercano todavía. Su martillo de guerra parecía gemir cuando pasaba a su lado y no lo miraba por temor a que el deseo por tenerlo de nuevo en sus manos le volviera loco.

La noticia del regreso de los malditos le había pillado en medio de una reunión de estrategia y le había devuelto una pasión que creía enterrada para siempre. Cerró los ojos y casi pudo escuchar el sonido de los huesos de Gonz al partirse al contacto con su arma. Recordaba el campo de batalla, su torso desnudo dolorido por los cortes, con el sudor escociendo las heridas. Un dolor cara a cara, sin distancias. La última batalla de verdad. Y ahora los malditos volvían a Gulf y lanzaban proclamas y volvían a hablar de magia. Estaba deseando que llegara el consejo convocado por Fregha para tratar el asunto, casi no podía pensar en ninguna otra cosa.

Barlhar abrió las puertas principales del enorme edificio de El Ministerio. El silencio hizo que se le erizaran los pelos del cogote. Había estado allí antes y siempre había tenido la misma sensación: Rhom escondía su deseo de destrucción detrás de un cuidadoso laberinto de paredes de vidrio y acólitos que corrían de un lado a otro como si el mundo fuera a terminarse. Ahora parecía algo muy distinto: una tumba.

Recorrió el pasillo principal con el eco de sus pies en la espalda. Más de una vez y más de dos se dio la vuelta con el presentimiento de que algo, o alguien, le estaba observando, pero detrás de él no había nada. Solo silencio. Aquello no era una conspiración, podía sentirlo en cada centímetro de su piel y en cada palmo de su cuerpo.

El Ministerio no era un lugar de trabajo, sino su templo. Los acólitos se iban a sus casas, pero él no. El vivía allí, entre mapas, armas y reproducciones en miniatura de sus ejércitos de antaño. Incluso había hecho disecar a Jardum, su montura de antaño, muerta antes de la revuelta. La echaba de menos. Fue observando la imagen disecada de su viejo hombre lobo cuando empezó. Escuchó pasos en el interior del lugar y supo que el enemigo y la muerte se acercaban. Tranquilamente, se ajustó el uniforme sonriendo. Los pasos se hicieron más intensos y más breves: era grande. Quizás tanto como él.

Las puertas del despacho saltaron en pedazos llenando el suelo de cristales. Las luces dejaron ver un cuerpo de ébano que sonreía. «La criatura de Merher, lleva su marca» —pensó Rhom.

El corazón bombeaba con la emoción de antaño. La excitación de la incertidumbre le colocó en su lugar favorito, entre la vida y la muerte.

La figura de ébano saltó sobre él.

En los pisos superiores todo estaba completamente destrozado. Sillas, mesas, cristales. El viento se colaba por la ventana y daba al lugar un aspecto aún más desolado. Al fondo del pasillo estaba el despacho del propio Rhom. Las puertas reventadas, astillas por el suelo. El olor era el mismo de la muerte. Las moscas revoloteaban.

Barlhar estuvo tentado de abandonar, de marcharse de allí. Era evidente lo que había sucedido. Era evidente el resultado y conocer el proceso era… pura curiosidad. Pero el era el dios del conocimiento. Su madre era la experta en saber lo que pasaba detrás de las puertas cerradas, pero aquellas puertas estaban abiertas.

A veces le hubiera gustado que existiera un Dios por encima de ellos al que poder encomendarse como hacían los humanos cuando invocaban “el intercambio”. Desde cierto punto de vista, ellos estaban más solos que nadie. Aun así, siguió adelante.

Los golpes llovían como piedras. Aquella criatura no había venido a atacar, no quería nada más que la muerte. Era la muerte misma. Rhom resistía sus golpes con las manos y las piernas. Le hizo retroceder una vez, otra. Después la criatura retomaba el terreno perdido. La mesa salió por la ventana, las estanterías cayeron.

Rodaron por el suelo como dos amantes y sus cuerpos se llenaron de pequeños fragmentos de cristal. La sangre humedeció el traje oficial. El dios del pasado apartó a golpes al estadista del presente. La guerra es la vida, la guerra es la forma más alta de heroísmo. Una patada, dos. La criatura cayó hacia atrás. Se le quedó mirando un segundo. Sacó un puñal alargado, ritual. Rhom supo que ese puñal había sesgado la vida de dioses. Supo que corría peligro… Y no le importó.

Consiguió apartar a la criatura y corrió hasta el pasillo donde le esperaba su dulce martillo de guerra. Lo tomó con sus manos como si fueran un solo ser y cargó hacia delante contra la figura. Un grito atravesó el templo vacío.

En la habitación no parecía haber nadie. Solo un enorme charco de sangre redondeado. En medio del charco estaba el uniforme que Rhom solía llevar a los consejos. Un uniforme que Rhom portaba como una armadura, pero a la inversa. Como una coraza para evitar que lo que estaba dentro saliera. Ahora tendido en el suelo, húmedo de sangre , parecía un guiñapo consumido.

Barlhar entró con toda la precaución que pudo reunir y caminó por allí unos segundo. La certeza quería imponerse a la paciencia. Su mente quería saber. Su poder se revolcaba de nervios. Pero Barlahar se resistía a mirar. Se resistía a saber, a pesar de que esa era su misión. Ese era el encargo que su madre le había encomendado. Conocer lo sucedido, prepararse, “o dejar que nos pillen por sorpresa”.

En el suelo distinguió algo que brillaba… Era una de las medallas que Rhom solía portar, se podía distinguir el símbolo que sus acólitos llevaban como ofrenda al Dios. Estaba manchado de sangre.

Barlhar supo lo que tenía que hacer. Lo tomó en las manos y escudriñó el pasado.

El vigor de los golpes habría movido montañas, retumbaba por los pasillos vacíos, los despachos perdidos de guerras inútiles y estadísticas. Rhom golpeaba con la saña de los ancestros, parecía vencedor. La criatura retrocedía, torpe, inútil, aparentemente sorprendida ante un enemigo tan fuerte, pero Rhom no terminaba de concretar el golpe definitivo.

De pronto, se dio cuenta de algo, con una certeza tan fina como la línea entre la efímera vida y la infinita muerte: estaba jugando con él. Se sintió orgulloso de haberse dado cuenta, de no haberse sometido a la humillación final de pensarse ganador y encontrarse vencido. Supo, también en ese mismo momento, que la criatura también lo sabía. Detuvo sus golpes y se dijo: «voy a morir ante un gran guerrero».

Nansi se movió con velocidad implacable y desapasionada. El tajo del cuchillo alcanzó a Rhom en las costillas y se extendió hacia arriba. La sangre empezó a manar. «La última batalla» —pensó un sonriente Rhom. Notó como las fuerzas le abandonaban mientras la boca se le llenaba de sangre. Miró a los ojos de la criatura, que le devolvió la mirada.

—Soy Nansi —dijo—. La espada que separa. El camino que guía a los vivos hacia los muertos. No sirvo a ningún Dios, pues soy el ocaso, la noche eterna.

Rhom cayó muerto al suelo, como un muñeco. Nansi limpió su cuchillo y se arrodilló delicadamente junto al dios. Le abrió la boca y empezó a succionar su aliento vital, lentamente, como un insecto libando de una flor, recogiendo el poder del Dios, sintiendo su energía crecer…

Cuando hubo terminado, el cuerpo de Rhom había desaparecido y solo quedaba el esqueleto de un guerrero, su uniforme. Nansi fue a salir del edificio, pero de pronto se detuvo… Había alguien más allí.

Barlhar vio cómo Nansi se daba la vuelta y se acercaba hasta el lugar desde el que se asomaba al pasado. Nansi le miró a los ojos directamente y un terror desconocido hasta ahora para él se apoderó del Dios del conocimiento. Inmediatamente cortó el flujo de su mirada y volvió a encontrarse en la habitación de Rhom con la insignia del Dios en la mano.
Suspiró con cierta ansiedad. Todo había pasado.


—En el pasado, supe que vendrías hoy aquí a saber lo que había sucedido —escuchó una voz detrás de él—. Soy Nansi, la espada que separa.

Barlhar contuvo la respiración.


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