En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.
Cuento vigésimo tercero: "Océanos de tiempo"
Guillermo Zapata y Mario Trigo
| 17 julio 2010
I.
Mighos extendió sus manos hacia el infinito. Estaba en la torre de Dhaskel, la torre más alta de todo Whomba. Se concentró en el fluir del tiempo a través de sus dedos. Se dijo que era necesario. Sintió por primera vez en muchísimo tiempo un cosquilleo en la columna vertebral: No tenía certezas.
Pudo ver las hebras del tiempo en Whomba. Zenihd había dicho que nada de jugar con el tiempo… pero Zenihd nunca decía toda la verdad. Se repitió que era necesario… Tampoco era la primera vez que lo hacían y entonces fue con un Dios, hacérselo a humanos, incluso a humanos con Magia sería más sencillo. No tendría que remendar paradojas durante ciclos y ciclos, como la última vez.
Una energía azulada chisporroteo en la punta de sus dedos y Mighos dejó que el poder lo embargara. Se sintió como imaginaba que debía sentirse un violín segundos antes de ser tocado. Como si la música atravesara en silencio las cuerdas. Como si las melodías ya estuvieran allí antes de tocarlas y el instrumento tan solo las hiciera audibles para todo el mundo.
Contuvo la respiración y casi sin darse cuenta, ya estaba tocando. La energia entre sus dedos, sus manos encharcadas de poder, los ojos adornados con el fulgor dorado del universo… Había empezado.
II.
Los pescadores Kraalens notaron como se les herizaba el cabello. Los ganaderos de las llanuras de Gharm y los bandidos de los bosques de Malparte sintieron algo eléctrico en el aire. Los niños de la metrópolis de Ghizan corrieron a esconderse en casa sin saber muy bien de qué escapaban. En los sótanos de la biblioteca de la metrópolis de Ghizan Nirghem, el dios del conocimiento notó una sensación familiar, pero lejos de alegrarse se sintió más viejo y triste que nunca. ¿Dónde estaba aquella chica que hablaba con él de tanto en tanto?
Marh estaba en su templo, junto a la rosa de los vientos del amanecer. Concentró su energía y vio como delante de ella se formaba un pequeño sol de inverno.
Frehn, el dios del cambio, estaba en la torre del Sur, en Trahms. Su cuerpo formó un remolino y, a su alrededor, las piedras desperdigadas por el suelo de la torre empezaron a flotar y orbitar acelerándose cada vez más y más y más.
El teatro infinito que servía de templo a Zenihd se fue llenando de hombres y mujeres de Whomba con gesto de sorpresa. En el escenario, el propio Zenidh se preparaba para leer una obra escrita por el mismo en la que todos los seres humanos de Whomba eran los actores principales. En el pesado manuscrito que tenía en las manos se podía leer una sola palabra “Olvido”.
Los huidos del templo de Nasder, rebeldes de los dioses. Miraron al cielo y alcanzaron a ver como la estrellas empezaban a moverse. Supieron que era la última vez que verían algo así.
Solo los páramos muertos de las montañas de Gulf quedaron inmóviles ante la energía que se desplegaba por todo Whomba. Sin humanos para mentir, vivir, soñar, temer, etc. Los dioses no tenían allí ningún poder. Solo Merher, el dios de la muerte, paseaba por su pequeño yermo. Era difícil saber si estaba triste o alegre.
III
Loona incó su rodilla en el suelo y apoyó su escopeta a su izquierda. Ante ella las escaleras del templo de Fregha, que se encontraba en el interior de Lorimar. La diosa descendió hasta dónde estaba la negociadora y le indicó con un gesto que se levantara. Loona lo hizo.
—Señora, ¿qué está pasando? —dijo.
—Las cosas están cambiando, Loona —dijo Fregha mirándola a través del pañuelo de seda que cubría su rostro.
Las dos mujeres se quedaron en silencio unos segundos.
—¿Por qué me habéis llamado, señora? —dijo Loona—. Mi búsqueda no ha terminado.
—Sí ha terminado —dijo cortante la diosa—. Terminó hace tiempo.
Loona odiaba sentirse así, empequeñecida ante una diosa. Años atrás no habría sido así. ¿Qué había sido de esa negociadora? ¿Qué había sido de la mujer que apuntaba a la cara de los dioses sin pestañear? Cambio de prioridades, se dijo, pero sabía que mentía. Lo sucedido en Malparte… Eso lo cambio todo para ella, aunque quizás tampoco fuera eso.
—He matado a Nanna. Ya solo queda una.
—Celis ha desaparecido y no podemos encontrarla. Si no podemos hacerlo nosotros, que nunca quisimos intervenir en todo éste asunto, ¿cómo vas a hacerlo tú? ¿Has olvidado que tuvimos que recuperar Nasder a sangre y fuego?
Loona no lo había olvidado, al contrario. Soñaba con ello cada noche.
—Veo que hoy te tienes en pie —dijo Fregha—. No te has ido a buscar a los malditos al fondo de una barrica, ¿no?
Loona se enrojeció de vergüenza. Se odiaba a si misma en esos momentos.
—Sabes —continuó Fregha— que nos has fallado. Sabes que debemos castigarse.
Loona no dijo nada. Aceptar el trabajo implicaba aceptar las consecuencias del mismo. Se limitó a levantar la cabeza y mirar a Fregha de frente.
—Sin embargo, has matado a dos de los cuatro… Y aún eres una negociadora importante. Así que hemos decidido premiarte y castigarte.
Fregha hizo una señal y uno de sus acólitos se acercó. En sus brazos llevaba a un bebé de apenas unos meses, quizás un año. Fregha indicó al acólito que se lo entregara a Loona, que lo tomó en sus brazos y se sintió, de pronto, embargada de una emoción que le era desconocida.
—Su madre murió en Nasder y ahora nos pertenece. Hemos pensado que después de lo que va a pasar hoy es posible que muchos humanos necesiten volver a creer en… gente como tú. En los negociadores. Los dioses hemos tomado una importancia innecesaria. Sois vosotros quienes debéis… ya sabes, ser visibles. Cuando todo esto acabe te convertirás en maestra de negociadores.
—Es… Es un honor —dijo Loona, que había sido entrenada por el viejo Mardillow, que había muerto hacía ya algunos años.
—Buscarás a ésta niña en Gharm, dónde estará cuidada por una familia. La traerás al templo y la explicarás que es una elegida.
—¿Elegida para qué?
—Para ser una gran negociadora, para ser una estrella que guíe a los hombres y las mujeres de Whomba. Lo dirá el cielo.
Loona no dijo nada. Ser la maestra de los negociadores era algo que nunca se había planteado. Un honor demasiado grande.
—La niña crecerá a tu lado.
Loona asintió con la cabeza.
—¿Y el castigo? —preguntó.
Fregha se acercó muy despacio, casi flotando. Y la tomó de las manos.
—Solo queremos un poco del tiempo que nos has hecho perder con todo esto.
Loona sintió como las manos se le agrietaban, como sus piernas iban fallando. Notó como su cuerpo dejaba de obedecerla y supo que estaba envejeciendo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Miró a la niña y pensó “Es justo”.
IV
De entre la niebla surgieron dos figuras. Un hombre y una mujer. El aparentaba treinta años. Mirada limpia, ojos grises, pelo también gris, muy alto. Esbelto, tranquilo. Ella tenía el pelo rizado, los ojos atravesados por los nervios. Eran Celis y Nur.
—¿Qué esta pasando? —dijo Celis.
Notaba como el tejido mismo de la realidad se iba deformando.
—Están haciendo algo…
De entre las brumas surgieron hilos de viento que fueron formando figuras que, poco a poco, se fueron llenando de huesos, músculos, vida. Celis se estremeció. Eran cientos… no, miles. Miles de seres en los que reconocía a unos iguales y en los que, sin embargo, había algo que no terminaba de encajar.
—Tienen magia, pero…
—Al contrario que tú, no han venido por su propia voluntad.
“No los mataban”, recordó Celis, “los desterraban de la memoria de Whomba”. Se acercó a uno de los hombres que deambulaba perdido.
—Mi mujer… Mi mujer y mi hija muertas. Muertas en Nasder. Brutha… Mi pobre Brutha. ¿Dónde estamos?
—En el olvido —dijo Celis.
Nur se detuvo a mirar la marea de gente que iba poblando el olvido, despojados de sus vidas. Arrancados del tiempo.
—Tenemos que volver —dijo.
Celis sonrió. Llevaba mucho tiempo intentado convencerles.
—Volver y contarlo todo —repitió.
—¿Cómo? —preguntó Celis—. Yo puedo volver, ¿pero tú?
—Usaremos su magia. Sé como hacerlo.
—Nos vamos ya.
Nur le sonrió con tristeza.
—No, queda mucho tiempo. Va a costarnos mucho.
De pronto, Celis pensó que Nanna y Gonz debían estar entre los desterrados, así que empezó a buscarlos entre los presentes. La alegría por encontrar a sus amigos, aunque fuera allí, tan lejos de todo, le dio fuerzas renovadas. Pero en seguida supo que para ellos cuatro no habría olvido, solo muerte.
Se sentó en medio de la niebla y se dio cuenta de lo cansada que estaba, de lo lejos de casa que estaba, de que su casa ya no existía, que el mundo que conoció había sido convertido en rastros de fantasmas, en menos que en historias, borrado. La cara se le llenó de lágrimas. Nur se le acercó y le puso la mano en el hombro.
—No te preocupes por mi, no son lágrimas de pena —dijo Celis—. Son de rabia.
Los dioses iban a pagar por lo que habían hecho aunque le llevara mil vidas.