En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.
Acros y Efna estaban en el suelo, les habían negado hasta una silla. Nunca habían imaginado que alguna vez iban a participar en uno de los consejos de los dioses mayores. En realidad, no creían que fuera a haber un segundo congreso, después de la fundación y del primero, pero así había sido.
Pero no eran invitados, ni mucho menos.
El ruido de la sala era tremendo: gritos, acusaciones, insultos. Todos los dioses mayores, incluído Merher, que había sido arrastrado hasta allí por su hermana Marh, estaban en pleo frenesí. Fue Fregha, la diosa de los secretos, la que impuso silencio. Se acercó a Acros y Efna con su rostro apenas intuído detrás de la gasa que protegía al mundo de su belleza, y les dijo.
—¿No tenéis nada que decir?
Acros temblaba.
— Unos diablos queman vuestro templo, atacan a vuestros acólitos, levantan a vuestra gente en armas y cuando demandan vuestra presencia no aparecéis… ¿Sabéis lo que habéis provocado?
— La noticia ha corrido como la polvora- dijo Frenh- lo noto por todo mis ser.
Frenh era el Dios del cambio y era quién había dado la voz de alerta.
— Teníamos miedo —dijo Efna—. Tenían magia.
Fregha abofeteó la cara de Efna; Acros ni siquiera se movió.
— Y ahora tienen más. Si la gente deja de creer en nosotros… ¿No lo entendéis? ¿Es que no lo entendéis?
Se hizo el silencio en la sala. Lo entendían perfectamente. El siguiente en hablar fue Rhom, el dios de la guerra. Llevaba su armadura pulida y se le veía pletórico.
— Yo digo que no podemos quedarnos quietos. Cuando los cuatro escaparon de la mirada de Marh le encargamos el trabajo a Loona, ¿y qué sucedió? Que mató a uno de ellos y los otros desaparecieron. Entonces ya habían atacado el templo de Barlhar y aún así no actúamos. Nuestros informadores dicen que una de ellos puede haber entrado en la biblioteca de Ghizan…
— No han entrado en Ghizan —dijo Fregha.
— ¿Cómo lo sabes?
Fregha posó una mirada severa sobre su hijo Barlhar, que bajó la cabeza.
— Lo sé. En Ghizan no ha entrado ni va a entrar nadie.
— No importa —prosiguió Rho—. Ahora ese Gonz, que no es más que un muchacho, ha tomado Nasder y sus partidarios crecen cada día. No podemos seguir neutrales.
— Una acción violenta nos separaría de la gente, Rhom —quien hablaba era Ghish, el payaso—. Debemos recuperar su confianza.
La voz de Rhom tronó por la sala.
— ¿Crees que una palabra de alivio es lo que necesitan? Unos demonios entran en sus casas y destruyen, hasta los cimientos, aquello en lo que creen, y sus dioses no están allí para protegerles. Están aquí llorando de miedo. ¡Maldita sea! Esa gente nos necesita. Necesitan sentir nuestro poder de nuevo, y saber que aquellos a los que rezan no les han abandonado. Si no estáis conmigo lo haré yo solo. Cabalgaré sobre Nasder y traeré la cabeza de ese niño en una pica, mi armadura brillará en el corazón de los hombres y los niños de Whomba.
Rhom estaba sofocado. Se dio la vuelta con intención de salir de la sala, pero una voz lo detuvo.
— Rhom, espera —quien hablaba era Zenihd, el dios de las mentiras, ataviado con su careta y su lengua bífida—. Tienes razón. Tienes toda la razón, pero espera un momento.
— No pienso creer ninguno de tus embustes, serpiente —Rhom seguía alterado.
— No voy a impedirte que hagas lo que quieres hacer. Llevas toda la razón. No podemos quedarnos aquí viendo cómo las alimañas detruyen nuestras bellas ciudades.
Zenihd paseó un segundo por la sala y miró a todos sus compañeros.
— No podemos ser ilusos sobre lo que está pasando, porque es muy grave. Quizás el momento más grave de la historia de Whomba y de nuestra propia historia. Whomba nos necesita tanto como nosotros a ella. No podemos permitir que una fuerza ofensiva que no respeta los templos, los sueños, las creencias más firmes de nuestros habitantes, se haga con el control. No podemos dejar solos a los habitantes de Whomba, debemos dejar que la furía de Rhom camine sobre Nasder. Esa… magia, como la llamáis, debe ser extinguida de la tierra de Whomba hasta sus mismas raíces. Y para eso, el plan de Rhom no es suficiente. Sí, es cierto, debemos vengar la afrenta, pero también debemos preocuparnos de que el mal no vuelva a nacer.
Los demás dioses escucharon a Zenidh con atención. Por primera vez parecía que estaban llegando a algo tras horas de discusión.
— Y la mejor forma de que el mal no vuelva a nacer… es que no haya nacido nunca.
Murmullos, una idea que se abre camino ante los dioses.
— No —dijo Mighos poniéndose de pie—, sé lo que estáis pensando, y no pienso hacerlo. Hay una cadena y la conocéis tan bien como yo. Los habitantes de Whomba creen en nosotros y nosotros creemos en aquello que nos representa. Rhom es el dios de la guerra, pero no es la guerra. Merher es el dios de la muerte, pero no la muerte misma y yo soy el dios del tiempo, pero creo en el tiempo. Y no pienso tocarlo. Hay leyes que están por encima de nosotros.
Zenihd se acercó hasta Mighos y le sonrió.
— Viejo Mighos, soy el primero que no se atrevería a tocar el material con el que se teje el universo. Hasta yo sé que hay poderes que no podemos controlar… Pero no hace falta que le hagamos nada al tiempo, con tal de que se lo hagamos…A la gente.
— Borrados— dijo Marh entusiasmada— extinguidos de la existencia.
— Ellos y todos los suyos. Ellos y toda su magia —dijo Fregha con contundencia.
— Esperad un momento —continuó Mighos—. Si no vamos a cambiar el tiempo, ¿cómo vamos a convencer a todas las gentes de Whomba de que no existieron?
Frehn se movió por la sala como un vendaval.
— No hace falta convencerles. Todos sabemos de un sitio al que podemos llevar a esos malditos y nadie volverá a pensar en ellos… jamás.
Miradas complices, sonrisas.
— Lo primero es lo primero —dijo Zenidh—. Ejecuta tu venganza y recupera la confianza del pueblo de Whomba en sus dioses. Después extirparemos a los malditos de la cabeza de aquellos a quienes servimos. Mighos, Frehm, tenéis que prepararlo todo, no puede haber ningún fallo.
Mighos los miró a todos con inquietud.
— ¿Y después? ¿Qué va a pasar después?
Fregha se acercó a Mighos. Miró al dios del tiempo y se retiró la gasa de la cara. Dejó que el anciano dios admirara su belleza, y le dijo:
— Si tú no lo sabes es que todo ha salido bien.
Mighos se dio cuenta de que era cierto.
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