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A las doce en punto, la bruja ya estaba en el cementerio. Había pasado una hora desde que había hablado con el chantajista. Se había puesto una capa por encima de su ropa, la cual no abrigaba mucho, pero ahora mismo eso no le importaba.
Una silueta salió de la oscuridad a lo lejos.
¡Bruja! ¿Ya has pensado que me vas a dar?
En realidad, no he venido a eso – respondió, mirándolo fríamente –, vengo a que reconsideres tu chantaje.
El hombre no pareció sorprenderse
Me temo que eso no será posible.
Entonces… me veré obligada a hacer algo que no quería.
Dicho esto, levantó una mano que lanzó un rayo verduzco hacia él, que, por arte de magia se envolvió en un bloque de hielo. De un tirón, cogió de las manos del hombre el extraño colgante de jade.

El colgante se iluminó cuando se lo puso en el cuello, y de repente, desapareció.
Con energía renovada, la bruja corrió hacia la casa:
“No tengo tiempo que perder”, musitó.
Tropezando, llegó corriendo a un cuartito al fondo del pasillo. Por las pintas, no habían entrado en él desde hacía años.
La bruja sacó una pesada llave de metal de la capa. Con aparente esfuerzo, la alzó para encajarla en la cerradura vieja y oxidada. A pesar de los años que debía tener, seguía siendo fuerte.
Con un empujón se abrieron las puertas. El interior estaba sumido en penumbra, aunque sí se alcanzaba a distinguir siluetas. La bruja agarró una antorcha. Figuras con formas de animales adornaban la estancia.
Pero… no, no eran figuras. ¡Dios mío! ¡Eran animales disecados! Cientos o miles, como trofeos de un cazador.