El Diario de Puchi Smeath cuenta las aventuras de un loco explorador felino, que quiere que todo el mundo conozca sus hazañas. Es obra de Marta Bao, una niña de 9 años que gracias a las enseñanzas del Profesor Burro, ha conseguido tener a su gatita Puchi, en la que se está inspirando.
En la casa de la bruja todo estaba patas arriba. Ella tenía una expresión de desconcierto y preocupación, con la mandíbula desencajada. Se acercó a trompicones hasta una butaca, que parecía muy antigua por el modo en el que rechinó cuando se sentó. Se pasó un paño sobre la frente húmeda y se encogió, seguramente decidiendo qué hacer a continuación.
Un ruido la sacó de sus pensamientos. “Parece un teléfono”, pensó. Sacudió la cabeza y aguzó el oído: sí, era el teléfono. Con algo de esfuerzo se levantó y fue derecha hacia un pesado trasto escondido junto a la puerta del salón, del tamaño de un microondas.
—¿Quién es?
—Tengo lo que busca. Pero para conseguirlo tendrá que darme algo a cambio —a través de aparato se escuchó una voz lúgubre—. Nos encontraremos en una hora en el cementerio abandonado.
—Allí estaré.
Con un rápido movimiento toqueteó unos botones del aparato.
Sus ojos rojos lanzaban chispas. Estaba furiosa. Aquel hombre la había chantajeado
—Pagará muy caro el haber chantajeado a una bruja —prometió para sí—. Muy caro.
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—¡Puchi! ¡Puchi!
Abrí los ojos despacio. Allí estaba mi mejor amigo tocándome el costado con la pata. ¿Cuánto tiempo llevaría intentando despertarme? Ni idea.
A su lado encontré a mi padre, lo que me sorprendió mucho dado que estábamos a miércoles y él no se quedaba en casa por las mañanas.
—Puchi, ¿estás bien? ¿Te encuentras mal?
—Sí…, me encuentro perfectamente —conseguí balbucear, aunque lo cierto era que me encontraba mareado y muy revuelto.
—¡Pero si estás verde! —exclamó Tom con tono de preocupación.
No creí lo que me dijo hasta que me pasó un espejito. ¡Dios mío! Estaba verde. A continuación mi padre me dijo que no podía salir de casa hasta que me recuperara.
Yo me preguntaba qué me podría pasar. No sabía mucho de medicina, pero sabía lo suficiente para poder afirmar que un gato verde no era normal.
Mi padre debía de estar pensando lo mismo, porque me preguntó si había ingerido algo… extraño.
—Ayer sólo tomé un refresco, no entiendo qué daño me pudo hacer —respondí, cada vez más confundido—. ¿Qué… qué quieres decir?
Aunque daba igual que me contestara. Los dos sabíamos a qué se refería: me habían envenenado.
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