Cocinar no es un juego. Lo que hagamos aquí vamos a comérnoslo; así que mucha atención, disciplina, buen gusto y ganas de trabajar. Cada quince días una historia y una receta que podéis preparar vosotros mismos. A cocinar.
El autor de esta sección participa en Libro de Notas con una sección de cocina y otra de lengua.
La catedral de Milán es el monumento más importante de esa ciudad italiana, y es la iglesia más grande de Italia (si consideramos que la Basílica de San Pedro está en Vaticano, que es un país independiente).
El Duomo, como allí la llaman, tardó más de dos siglos en construirse. Hacia 1570, cuando estaban casi terminadas las obras, se encargó a Valerio Perfundavalle, un artista de Lovaina, en Flandes (Bélgica), la elaboración de dos enormes vidrieras. Perfundavalle viajó a Milán y allí presentó sus bocetos. El artista quería dar a las naves de la iglesia una luz dorada, así que las vidrieras propuestas, que narraban la historia de algunos santos, rebosaban de amarillos y dorados.
Los afamados vidrieros de Murano (Venecia), querían rechazar el proyecto. Ellos sabían hacer preciosos cristales azules, verdes y rojos, pero el amarillo que obtenían quedaba demasiado claro para las pretensiones de Valerio. Al fin, sin embargo, un joven vidriero milanés presentó al maestro unas muestras de cristal de vivos tonos dorados y se le adjudicó el trabajo (no sabemos el nombre de este joven, protagonista de nuestra historia; los documentos de la época solo hablan de un “locale”, un vecino de Milán).
El caso es que, según se iba montando la vidriera, los milaneses quedaron maravillados por aquella luz dorada como el mismo sol. La gente preguntó varias veces al vidriero qué utilizaba para obtener aquel color, pero el artesano mantenía en secreto la fórmula de sus tintes y se empezó a especular que los cristales de la vidriera contenían oro auténtico.Entre las personas que alababan su trabajo se encontraba una bella muchacha: la hija de Valerio, de la cual el vidriero se enamoró perdidamente. Cuando fueron a pedirle a su padre el consentimiento para el matrimonio, el artista se los dio, pero poniendo como condición que le revelara el secreto del cristal teñido. El joven accedió y le prometió que el mismo día de la boda sabría qué materia confería aquellos tonos dorados a su vidriera.
Personal:
– 1 ó 2 Infantiles (más de 10 años)
– 1 adulto
Ingredientes:
– 1 vaso de arroz redondo (o “bomba”, aunque realmente habría que usar la variedad italiana “carnaroli”)
– 4 vasos (1 litro) de caldo de pollo (podéis usar un “tetrabrik”, aunque queda mejor si está hecho en casa).
– 1 cebolla mediana picada
– 75 grs. de mantequilla (sin sal)
– Tres pellizcos de hebras de azafrán (más o menos 20 o 25 hebras)
– 1 tacita (100 cc) de jerez o vino blanco seco
– 2 o 3 cucharadas de queso parmesano rallado
Materiales:
– Cazo mediano
– Cacerola ancha
– Cuchara de madera
En un cazo mediano calentamos el caldo con casi todo el azafrán (pero reservamos unas cuantas hebras aparte). Hay que mantenerlo caliente pero sin dejar que hierva mucho.
En una cacerola ancha a fuego bajo derretid la mitad de la mantequilla y cuando esté derretida poned la cebolla picada y, removiendo con una cuchara de madera, freidla un par de minutos. Luego añadid el arroz y removed hasta que blanquee.
Echad entonces el vino y subid el fuego, dejando un minuto para que se evapore. Añadid entonces la mitad del caldo (que estará tibio) con el azafrán, dejando hacer hasta que se haya consumido casi todo el líquido (un poco menos de diez minutos) antes de añadir la otra mitad del caldo (que seguirá estando tibio).
Mantenemos a fuego medio, removiendo de vez en cuando. Cuando el arroz esté hecho y casi sin líquido (unos 15 minutos desde que empezó a cocer), poned el resto de la mantequilla y el queso rallado; apagad el fuego y revolvedlo todo con la cuchara de madera, que quede cremoso.
Al servir, poned en cada plato un poco más de queso rallado y adornad con dos o tres hebras de azafrán en el centro.
Y si sobra arroz, ¡no lo tiréis! Los milaneses, al día siguiente, cogen porciones y, aplastándolas, hacen unas tortitas que tuestan en la sartén untada de mantequilla. Las llaman “rissoto al salto” y están DELICIOSAS.
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