Cocinar no es un juego. Lo que hagamos aquí vamos a comérnoslo; así que mucha atención, disciplina, buen gusto y ganas de trabajar. Cada quince días una historia y una receta que podéis preparar vosotros mismos. A cocinar.
El autor de esta sección participa en Libro de Notas con una sección de cocina y otra de lengua.
Debió ser hace miles de años, aún en la prehistoria, cuando se descubrió que los caldos hechos con los huesos y las partes de la carne no comestibles (piel, tendones, etcétera), al enfriarse cuajaban en forma de una substancia trémula y sorprendentemente translúcida.
A esta propiedad de transparencia le debe su nombre la gelatina, del latín “gelo”, hielo.
En un intento de darle a su invento una utilidad humanitaria, Papin sugirió al rey Carlos II de Inglaterra que se cocinaran en él los huesos que se desechaban en los mataderos para convertirlos en gelatina y dársela a los pobres para que mitigaran su hambre. Desgraciadamente la sugerencia solo obtuvo las burlas de los nobles e incluso un mentecato colgó un cartel en sus perros de caza donde se leía que los animales reclamaban su derecho a seguir disfrutando de los huesos.
Y eso que la idea no era mala del todo. La gelatina de origen animal contiene una concentración alta de una proteína llamada “colágeno” y se considera un buen suplemento alimenticio aunque no completo.
Sea como sea, la gelatina tiene algo mágico, esa transparencia como de precioso cristal, esa consistencia temblona; es fresca y divertida, dejando que se derrita en la boca mientras nuestra lengua juguetea con ella.
La gelatina “pura” no tiene color ni sabe a nada, pero se le puede añadir zumos de frutas o cualquier otra cosa que le de sabor y color. Aunque la mayoría de las veces se usan como postre puede también emplearse en platos salados, con caldos de carne o verduras, y para “pegar” o cubrir otros alimentos (embutidos, pescados, etc.) en un preparado llamado “áspic”.
El plato de hoy lleva gelatina, pero no es moderno sino muy tradicional. Es un postre típico de Italia llamado “Panna cotta”, que significa “nata cocida”.
Necesitaremos:
·300 cc de Nata (20%MG)
· ½ vaso de leche entera (aprox. 150 cc)
· 6 hojas de gelatina neutra
· 150 gr de azúcar
· 1 vaina de vainilla natural
Además:
· 1 caldero mediano.
· 1 recipiente ancho (para remojar la gelatina).
· Cuchara de madera o algo para remover.
· Colador de malla pequeño o mediano.
· Moldes (pueden ser de silicona o de otro material).
Ponemos las hojas de gelatina en agua fría para que se hidraten (absorben agua y se hinchan y reblandecen). Recuerda usar agua fría, y si es un día de calor es mejor dejarlas en la nevera; tardarán unos cinco minutos en estar listas. (Lee las instrucciones del sobre).
Mientras tanto calentamos suavemente la leche sola con la vainilla y el azúcar (rajamos primero la vainilla para que suelte más sabor y aroma), cuando empiece a hervir añadimos la nata y seguimos removiendo unos minutos más hasta que empiece a humear ligeramente.
Antes de que se enfríe del todo ya podemos rellenar los moldes (uno solo o individuales), con un colador pequeño para separar la vainilla y retener posibles grumos de gelatina y ponerlo en la nevera (nunca en congelador) y los dejamos tranquilos que se enfríen y solidifiquen.
Para desmoldar podemos templar el molde un minuto o menos en un recipiente con agua tibia. Tendrá la textura como de flan pero de color blanco inmaculado. Se suele comer añadiendo mermelada de fresa, arándanos o frambuesa, pero también con miel, sirope o chocolate líquido para postres.
(¡Ah, y feliz día a las mamás!)
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