Pequeño LdN


Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón

Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.

Los misterios del mar

John Tones y Guillermo Mogorrón | 17 julio 2010



I

Da igual la edad que tengas, el lugar donde vivas o dónde hayas nacido: hay algo que da más miedo a la gente que cualquier otra cosa, y es el mar. El mar y ese brillo amenazador que tiene la superficie y que nos transmite, por encima de todo, que no tenemos ni idea de qué hay en sus profundidades.

Esto lo sabréis, especialmente, los que vivís en el norte de España. Al contrario, quienes viváis en Levante estáis acostumbrados a un mar, el Mediterráneo, que casi podríamos decir que tiene una personalidad amable, con su agua cálida, que te acoge en verano cuando acudes a bañarte. Un mar del que puedes contemplar el horizonte y ves sólo agua. Más tranquila o más revuelta, pero sólo agua.

Los negros abismos líquidos de los mares cantábricos y atlánticos, al norte de España, no son tan fáciles de mirar. No sólo hay terroríficos acantilados desde los que se puede contemplar toda la malvada grandeza del mar, sino que éste rompe contra las costas con furia, como aullando con esa voz de sal y espuma que te pone a temblar en cuanto le prestas algo de atención. Esos mares oscuros, en los que sólo los más insensatos o los más valientes se atreven a meter un pie son los que posiblemente acogen en su interior monstruosidades que no podemos imaginar.

Todos hemos visto documentales o fotos en las que se nos muestra qué se esconde en los fondos marítimos a los que no llega la luz. Criaturas monstruosas que han encontrado su propia forma de abrirse camino por esas zonas de barro y aguas viscosas: esos graciosos e inquietantes peces-linterna, esas anguilas gigantes sin ojos, esos pequeños monstruitos que parecen gremlins acuáticos. Pero hay mucho más que descubrir: seres submarinos tan horribles que no podemos ni concebirlos. O no debemos intentarlo, si no queremos correr el riesgo de volvernos locos haciéndolo.


II

Esto lo descubrí cuando fui a pasar unos días de vacaciones con mi tío el del faro. Fue aquella época que mis padres pasaron en el hospital, después del accidente de tráfico que los tuvo un mes en la cama. Tenía que quedarme con alguien mientras, y él era mi familiar más cercano, por no decir el único. Como era verano y no tenía que ir al colegio, me propuso ir a su faro, escondido en un islote cercano a San Sebastián, y que él no podía descuidar.

Los días pasaban lentos y aburridos. Nada sucedía, y me pasaba las mañanas y las tardes leyendo comics o jugando con la PSP. Las noches eran distintas. Apagábamos las luces y observábamos el mar. A veces oíamos ruidos que yo interpretaba como el crujir de un barco enorme y antiguo, desplazándose a toda velocidad por el mar. Pero no había barcos, casi ninguno pasaba por la zona. A veces, los ruidos parecían sirenas de grandes cargueros, pero nada veíamos. Yo le preguntaba a mi tío, una mole de más de cien kilos con ojos tristes, y él solo se encogía de hombros y mordisqueaba su pipa.

Una vez, me desperté en mitad de la noche. El ruido era terrible. Un ruido inhumano, como miles de gritos entonando una misma nota impronunciable, una nota musical que la garganta del ser humano no está preparada para emitir. Los oídos me dolían y todo parecía temblar. Subí al faro y vi a mi tío. Al verme me lanzó al suelo de un empujón y, con ojos de loco, me gritó:

—¡Sug’ghothmot! ¡Sug’ghothmot ha vuelto!

Me asusté y miré a las cristaleras por las que salía la luz del faro. A una altura imposible, entre oleadas de sal, espuma y arena, una altura inimaginable para una criatura que estuviera emergiendo del agua (esa criatura tendría que tener varios cientos de metros de altura), vi pasar un viscoso tentáculo de derecha a izquierda. En él se alineaban millones de ventosas que vibraban. ¿Eran esas ventosas las que emitían ese horrible sonido?

—¿Tío? —llamé tímidamente pero con firmeza.

Mi tío seguía de pie y se giró hacia mí. Nunca había visto un gesto así: tenía el miedo puro tatuado en los ojos y la boca. Temblaba como una hoja y solo pudo balbucear:

—Sal… de aquí…

No esperé a que lo repitiera: bajé a un pequeño sótano que había en el faro y estuve escondido hasta que el ruido cesó, a la mañana siguiente. Poco más puedo contar de aquella noche: mi tío desapareció y nunca volvimos a saber de él. Mis padres pronto fueron dados de alta en el hospital, recuperé mi vida normal relativamente rápido y no me acerqué a la costa en varios años.


IV

Aquella noche vi algo que nunca conté a nadie. Cuando me incorporaba del suelo para bajar por las escaleras, miré rápidamente por el cristal. La luz del faro estaba apuntando, casualmente a un ojo de aquella criatura gigante que había salido de las profundidades del Cantábrico. Era un ojo que tenía millones de años. Un ojo que me vio a mí, pero que parecía haber visto todo lo que había sucedido en el mar desde que el mar existía. Incluso puede que desde antes. Aquel ojo inhumano, húmedo, gigantesco, encharcado de furia, existía en las profundidades marinas desde mucho antes de que el primer ser humano o cualquiera de sus antepasados hubieran pisado la Tierra.

No supe qué le pasó a mi tío. Durante un tiempo pensé que aquella criatura se lo había tragado, pero pensando en aquel ojo, acabé pensando que no. Ese ser no estaba como para detenerse a “comer” algo que no era más que un insecto. Nunca he vuelto a saber de ninguna criatura parecida, pero aquel ojo me recordó algo, me proporcionó un conocimiento inesperado…
Ahora, cada vez que miro al mar, pienso en qué puede habitar en las zonas más profundas, aquellas que nunca terminaremos de conocer. Y lo que más miedo me da no es pensar en monstruos marinos, sino que de algún modo, me veo reflejado en ese mar, y pienso que hay un parentesco remoto e inexplicable entre nosotros y esos monstruos. Que están aquí antes que el ser humano y de algún modo tienen que ver con que nosotros vivamos aquí, no sé muy bien cómo. El mar, con su negra sombra líquida, forma parte de nosotros, como descubrió mi tío. Y eso sí que es aterrador. Porque eso quiere decir que algún día, de algún modo, tendremos que volver a él.


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