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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento decimonoveno: "Palabra de Morg"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 19 junio 2010



Era invierno. La mayor parte de los negociadores conocían el lugar, ya que era la primera posada que uno encontraba al salir de Lorimar. Durante años había sido un lugar de paso y encuentro. Un sitio en el que los negociadores paraban y recibían sus primeros encargos. Generalmente estaba llena de gente, las cervezas corriendo de mesa en mesa, viajeros venidos de todos los puntos de Whomba cerrando sus tratos, jóvenes deseosos de convertirse en negociadores haciendo su última parada antes de entrar en Lorimar y enfrentarse al duro proceso de selección con la esperanza de, quizás, entrar a formar parte de los elegidos por Loona “La Grande”, “Pelo de plata”, maestra entre las maestras. Pero esa noche no había ruidio, no había jóvenes deseosos de encontrar su futuro. No había tratos, solo silencio.

No es que fuera algo raro. Cuando empezaba el invierno y la nieve cubría la zona, los negocios decrecían y la gente buscaba en otra parte. Además, el templo estaba cerrado esos meses. Nadie salía o entraba del lugar.

La puerta se abrió y dejó entrar un poco de frío del exterior. Fuera, la nieve caía en grandes copos, lenta y pesada. En el quicio estaba Koren, el rostro sonrojado, las manos casi sangrantes. Blasfemó un par de veces y se sacudió la nieve de la cabeza. No tenía buen aspecto.

Al otro lado de la posada estaba sentado un hombre. Era un tipo apuesto, de espaldas anchas, ropa bien ceñida que le quedaba como un guante y, para la época, muy poco abrigada. Tenía también un bigote prominente, de color negro y pelos duros y firmes. Encima de la mesa reposaba su ballesta, con una flecha cargada y dispuesta en todo momento, de un tamaño demasiado grande para que la manejara un humano adulto, incluso uno de los fuertes, todo madera y hierro perfectamente acabado y engrasado. Era, por supuesto, Parhem, el Dios del amor.

—Nholder, dale una pinta de tu cerveza más caliente al muchacho. Viene muerto de frío. Y otra para mi.

El posadero se preguntó cómo sabía aquel extraño su nombre e incluso cúando había llegado, ya que no lo había visto. Sin embargo, decidió hacerle caso, estaba demasiado acostumbrado a que pasaran cosas raras en su posada, era parte parte del negocio. Así que sirvió las cervezas.

—No me gusta este sitio- dijo Koren mientras se sentaba ante Parhem- Me parece… no sé. Está demasiado cerca.

—No te preocupes. Ella no te está siguiendo. Te ha creído.

Koren le miró un segundo. El dios le sostuvo la mirada y luego sonrío.

—Es muy lista, ¿sabes?

—No importa —insistió Parhem—. En mi terreno la inteligencia es una herramienta completamente inútil. Te ha creído porque eres tú, lo que sea que le hayas dicho.

—Le he dicho que… Bueno, como que yo era alguien importante…

Parhem se río para sus adentros.

—Y que había un plan, que yo era parte de algo, que debía confiar en mi- de pronto, Koren parecía avergonzado- Le he dicho que la quería.

—Es… parcialmente cierto —dijo Parhem—. Es imposible pasar tanto tiempo intentando que alguien se enamore de tí y no terminar por sentir algo tú también. Es una muestra de que lo has hecho bien.

—Podría haberla robado sin más. No… no hacía falta mentirle.

—El amor es mentir. No le des vueltas a eso ahora. No la vas a volver a ver.

Las cervezas llegaron a la mesa. Nholder cobró un dinero inesperadamente algo por su trabajo y confirmó que su vida era muchisimo mejor cuando no hacía preguntas. “Acepta las cosas tal cual vienen” Ese era su lema.

—Y entonces… —Koren no se sentía nada seguro cerca de Parhem—. ¿Qué pasa con Krishha?

—Volverás a Kraal y ella se fijará en ti. Al principio se negará que lo que siente es amor, pero cada día que pasé tendrá más y más deseos de verte, de hablar contigo… En seguida estará disponible para que la tomes.

—¿Lo prometes?

Parhem levantó las palmas de la mano en señal de paz.

—Un trato es un trato.

—Quiero que me desee —dijo Koren con un entusiasmo inesperado—. Quiero… No: necesito que me desee. Quiero que sienta lo que yo he sentido, quiero el miedo y, y… y quiero el ansia.

—Eso es el amor —insistió Parhem—. No te preocupes. Lo has hecho bien.

Koren y Parhem disfrutaron de sus cervezas en silencio. Al terminar, Parhem se levantó y le tendió una mano a Koren. Koren le entregó el manifiesto de Lorimar. Al cogerlo, Parhem sintió una leve sacudida, como un hormigueo a través del brazo.

—No nos hemos visto nunca. Sé feliz con es chica.

—No quiero ser feliz con ella, quiero que ella sienta por mi lo que yo he sentido por ella.

Parhem se encogió de hombros. La verdad es que le daba exactamente igual. Salió por la puerta y dejó a Koren solo.

Se suponía que Koren debía esperar al anochecer para salir de allí, pero estaba nervioso. No quería encontrarse de pronto con Brutha, así que al rato de irse Parhem, Koren salió de nuevo a la nieve.

La nevada había terminado y en los alrededores de la posada todo era una enorme sábana blanca. El cielo estaba tranquilo, pero las nubes se habían mezclado unas con otras y casi parecían el reflejo del suelo, un enorme lago de color blanco brillante. Había que protegerse los ojos por la intensidad de la luz.

Koren salió de la posada y agachó la cabeza, quizás si no lo hubiera hecho habría tenido tiempo para reaccionar a lo que se le venía encima… Pero quizás no. Sintió un golpe en el lateral derecho que le levantó varios metros por encima del suelo. Al caer notó un intenso dolor en la pierna. Se incorporó, completamente desorientado. Miró al frente, pero algo le impedía la visión. Se llevó la mano a la cara y descubrió que sangraba por alguna parte. La ceja, probablemente. ¿Por qué no le dolía?

Alcanzó a ver un borrón un y sintió como su cuerpo se impulsaba de nuevo hacia detrás. Golpeando con la espalda contra un árbol cercano. Koren se desmadejó y cayó de bruces contra la nieve. Notaba un zumbido intenso en los oídos y una presión tremenda en las sienes. Tenía que recomponerse y presentar batalla. El zumbido se concretó en algo más reconocible. Un gruñido gutural. «Mierda —pensó Koren—. Un maldito cabo suelto».

Frente a él estaba Morg, con las patas traseras flexionadas y preparadas para entrar en combate. Las garras abiertas como diez cuchillas.

Koren levantó las dos manos en un gesto extraño, pidiendo calma o clemencia.

—No… No es lo que estás pensado —dijo.

—¿Y qué estoy pensando? —preguntó Morg con violencia.

De pronto, Koren sintió un aliento animal a pocos centímetros de su cara. Era rápido.

—Estoy… Soy alguien importante. Trabajo para los negociadores. Soy… El acuerdo de Verbal.

Koren notaba frío. Alguien le había abierto un tajo en la tripa y estaba mandando sangre. Era como si lo estuviera viendo otra persona. Pensó que debía marcharse de allí.

—Es… Lo hice por amor. ¿Sabes lo que es el amor?

—Por supuesto que lo sé —dijo Morg.

—Comportémonos como… seres civilizados.

Lo último que Koren escuchó antes de caer sobre la nieve fue “Yo soy Morg, del Clan de los dientes afilados. Soy un licántropo. Sirvo a la luna y la sangre… No soy civilizado.

El charco de sangre se hizo cada vez más grande a los pies de Koren. El chico no se dio cuenta ya, pero Morg le había arrancado el corazón.


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