Pequeño LdN


Con las cosas de comer, por Miguel A. Román

Cocinar no es un juego. Lo que hagamos aquí vamos a comérnoslo; así que mucha atención, disciplina, buen gusto y ganas de trabajar. Cada quince días una historia y una receta que podéis preparar vosotros mismos. A cocinar.
El autor de esta sección participa en Libro de Notas con una sección de cocina y otra de lengua.

Pesadilla la noche antes de Navidad

Miguel A. Román | 25 diciembre 2010

PRÓLOGO

Ni sé por qué os voy a contar lo que sigue. Al fin y al cabo dudo de que me creáis… o en el mejor de los casos creeréis hasta donde probablemente debería de creer yo mismo bajo una lógica racional: que la historia que viene a continuación no es más que una vulgar pesadilla, un mal sueño motivado con toda probabilidad por la mezcla perversa de mi cena –una excepcional lasaña de pisto de calabacines con anchoas- y un dedo de más en mi habitual copa nocturna de buen brandy de Jerez.

Pero si he de atenerme a esta interpretación de los hechos, mejor será que comience por advertir que hay causas más acordes con las teorías freudianas del onirismo, y en concreto habré de hacer referencia a una conversación que aquella tarde mantenía con una amiga que llenaba su casa de motivos navideños, tal y como hace todos los años, pero ése con la especial concurrencia de tocarle ser la anfitriona de la comida tradicional junto a sus seres más queridos.

La miraba mientras evolucionaba por el salón y el comedor, repartiendo aquí y allá detalles de oropel, lazos blancos, rojos o azules, velas, bolas, luces, guirnaldas, ramones verdes y otros ornamentos de inspiración natal que nos han inoculado las culturas atlánticas, pero sin renunciar a las hispana presencia de las figuras de la Sagrada Familia en torno del pesebre donde el Misterio anual se reencarna.

– Y tú –me interroga en un descanso cafetero- ¿qué vas a hacer en Nochebuena?
– No sé, supongo que lo que el ratoncito del cuento: dormir y callar. Puede que vea algo de tele primero y cocinaré algo de pasta, que no deja mucho para fregar.

Si le hubiera dicho que me baño cada tarde en la sangre de cincuenta inocentes no me hubiera dirigido una expresión de mayor horror.

– ¿Y ese plan tan impresentable?
– No tengo otro. A mi hija le toca este año pasarla con su madre y sus abuelos de la misma raíz, y mis padres se van de crucero hasta Año Nuevo.
– Pues llama a tus otros familiares, haz algo, algún amigo… pero no puedes pasar la Nochebuena tú solo.
– ¿Y por qué no? No quiero “colgarme” de nadie. A mi primo –único familiar a tiro- no le veo ni he llamado desde hace meses, y no voy ahora a reclamar un supuesto derecho a inmiscuirme en “su” Nochebuena. Y total, si no tienes un calendario a mano es una noche como otra cualquiera, y sólo la “celebra” una minoría de la humanidad, bien es cierto que la más derrochadora y ostentosa y por eso da la impresión de que abarca al mundo mundial, pero es sólo un truco publicitario y consumista, una forma de redondear la cuenta de resultados de los grandes: grandes marcas, grandes superficies y grandes almacenes.
– No crees en lo que estás diciendo.
– Creo porque me conviene: no hay plan de Nochebuena, pues no hay Nochebuena este año. Vosotros seréis muy felices montando el sarao y yo seré muy feliz ahorrándome un pastón en vanos excesos ilusorios. Ni siquiera he puesto el árbol, lo dejo para cuando venga Patricia la semana siguiente, que sí le toca en mi casa.

Y con expresión en su rostro entre la resignación y la abominación, me da por imposible y reanuda su proceso decorativo hasta casi dejar su morada a medio camino entre la fachada del Corte Inglés y el escaparate de Ikea.

Pues, como os decía, así estaban las cosas hasta el 23 por la noche cuando, tras apurar el trasnochador copón de cobrizo brandy de reserva me retiré a mis aposentos, clavé la sien en la almohada y me dispuse a atemorizar al vecindario a ronquido limpio.

Igual acababa de coger el sueño como pudiera ser que ya llevara varias horas vagando por los laberintos de Hipnos, cuando el chuchi-puchi polifónico de mi móvil empezó a repiquetear en el silencio de la noche iluminando débilmente la estancia. En la estupefacción del duermevela logré asirlo casi a ciegas y atiné de puro instinto en el botón de aceptar la llamada entrante.
– Sí… ¿dígame? – respondí mecánicamente mientras la neurona de guardia intentaba avisarme de que no era normal una llamada a tales horas y que debía prepararme para recibir alguna noticia espeluznante.
– Miguel A……
– Sí, soy yo –mi madre es la única persona sobre la tierra que me llama por mi nombre completo, pero aquella era una voz de hombre- ¿quién es usted, por favor?
– Soy tu abuelo Paco.

Forcé a mis ojos a un parpadeo fuerte y continuo, intentando que el resto de mi masa encefálica recuperara parte de sus funciones vitales. Cuando ya contaba con la suficiente lucidez, creí entender lo que estaba sucediendo.
– No, lo siento, se ha equivocado.
– No me he equivocado, tú eres mi nieto y yo soy tu abuelo; porque tú tienes un abuelo Paco ¿verdad?
– Oiga, o está equivocado o es una broma de muy mal gusto, porque mi abuelo murió de apoplejía una mañana de Navidad hace 35 años.
– Exactamente. Y precisamente por eso me he tomado un interés especial por este asunto. Me he enterado por casualidad (digámoslo así) de tus planes navideños y he creído necesario enviarte unas amistades mías para que te enseñen un par de cosas interesantes.
– Perdóneme, sea quien sea usted, le repito que ha debido equivocarse y no tengo ni idea de qué me está hablando.
– Ya te enterarás… a su debido tiempo…

Y colgó. Tal como estaban yendo las cosas daréis por hecho que consulté en los registros del teléfono celular quién me habría hecho tan extraña comunicación, y acertaréis si suponéis que la línea mostraba la irritante leyenda de “Número oculto”.

EPISODIO 1

Aún sin encender la luz de la habitación ni tampoco la del interior de mi cabeza me giré para volver a enfundarme las sábanas y entonces lo vi, aunque tal vez sería más correcto decir que lo “percibí”: había algo con aspecto de “alguien” sentado en mi cama.

Dí un repullo y golpeé a manotazos la pared hasta acertar con el interruptor. Los 60 watios de la luminaria me soltaron un latigazo en la vista y tardé un millón de millonésimas de segundo en poder volver a mirarla… y comprobar que la imagen adivinada en la oscuridad era ahora aun menos nítida, pues su contorno era evanescente y ahora al recordarlo podría jurar que se veían los objetos y la pared a través de ella.

Cuando a uno le sucede algo absurdo la mente se rebela contra ello e intenta restablecer las reglas del universo a golpe de razón… pero cuando los absurdos se suceden en tropel la lógica se rinde con asombrosa facilidad y se acepta sin mejor juicio lo que los sentidos te ofrecen. Es como cuando pierdes el control de un vehículo a gran velocidad, que no sabes qué está sucediendo, pero entiendes que sin ninguna duda está sucediendo.

Y es ésta la única excusa de que dispongo para que entendáis por qué no eché a correr dando alaridos de espanto y demanda de auxilio ante la visión de aquel espectro. En lugar de eso le pregunté quién era, cómo había entrado en mi casa, qué leches buscaba allí…
– Haces demasiadas preguntas a los demás y demasiadas pocas a ti mismo. Pero aún así te puedo decir que soy… digamos… el recuerdo de tus navidades pasadas, y he venido a llevarte hasta ellas.
– ¿Llevarme? ¿Cómo? ¿Cuándo?
– Más preguntas. Vale: “Ya” estás aquí… fíjate bien.

E hizo un gesto en abanico con los brazos como si abarcara toda la estancia. Aquél ya no era mi dormitorio, aunque no sabía cuándo ni cómo se había transmutado. La cama era pequeña y estaba impecablemente hecha y cubierta por una colcha de raso enguatada. Sobre ella en una estantería se alineaban un oso de trapo, un conejo de goma, cochecitos a escala, libros de cuentos y una lamparita de papel trenzado.

Con un pálpito repicando en mi pecho salí al pasillo y observé que era de día. Al fondo, sentado sobre la alfombra del salón un niño en pijama rojo destrozaba a pellizcos unos aromáticos mantecados de canela, dejando un importante porcentaje de migas entre la alfombra, su pijama y las comisuras de sus labios. Tenía la vista clavada en un vetusto televisor Vanguard en blanco y negro del que provenía una cantinela fácilmente reconocible: “treinta y cinco mil cuatrocientos veiiintiséiiis… veinticincomiiil pesetaaas… siete mil doscientos seseeeenta y cuaaatro… veinticincomiiil pesetaaas…”
– ¿25.000 pesetas?¿En qué año estamos?
– ¿Sabes construir alguna frase no interrogativa?
– Miguel A…….– la voz inconfundible de mi madre, tan joven, fue un impacto que me devolvió a la realidad de aquella irrealidad-, vístete, por favor. En cuanto llegue papá nos vamos.
– ¿A dónde vamos, mamá? – preguntó el chaval
– Al campo, a casa de abuelita Patricia, que vienen también tus tíos y tus primos.

Me quedé mirando atentamente al chicuelo intentando reconocer en él al personaje que he visto mil veces en fotografía, pero debo admitir que sus rasgos me eran difícilmente asociables a patrón alguno en mi memoria.
– Perdona que pregunte otra vez, pero ¿ese chico soy yo?
– Sí, eres tú.
– Y ahora me vas a llevar hasta la casa de la abuela ¿cierto?
– Falso: Ya estás en la casa de tu abuela – y el espíritu sonrió con suficiencia extendiendo la mano e invitándome a que comprobara que el escenario había cambiado de nuevo sin yo sentirlo.

Ahora, en el pasillo ante mí se desarrollaba un duelo al mejor estilo del western clásico. En el suelo yacía mi primo Pedro fingidamente herido de muerte, mientras que José Enrique, parapetado tras la puerta de su cuarto, intentaba abatirme con repetidos disparos de su dedo índice: “¡pam-pam-pam!” (es curioso, hubiera jurado que decíamos “bang”… cosas del cómic sin duda).

En la cocina gobierna mi abuela Patricia. Oronda de formas, pelo blanco como la alpaca y ojos en ese punto de color donde uno puede decidir a su gusto si verde o celeste. Tiene que apoyar su cuerpo con ayuda de una muleta, pero eso no reduce su actividad, y desde luego no minora su mente organizadora a los fogones, y Trini (la criada) y mi tía Julia siguen estrictamente sus instrucciones: Remozad el pavo con su salsa, esas gambas hay que cocerlas ya, bajad el fuego del caldo, ponedle más sal a las manitas de cerdo,…

Ni un solo detalle escapa. Los puntos más críticos son de su exclusiva competencia, como la farsa plural que anida en las entrañas del pavo (pasas, piñones, jamón, huevo duro, tocino, pan remojado en vino, … ), las especias a adicionar (clavo, canela, pimentón, laurel ….) o determinar si el plato ha alcanzado el punto impecable para ser servido a su familia.

– ¡¡¡Hombreeee…. los mantecados… han llegado los mantecados!!! –anuncia mi padre entre bromas y veras ante la aparición de las bandejas con las golosinas que serán los postres para los comensales… y menú preferente para mí: me encantaban los mantecados, aromáticos, intensos, dejar la canela escapar por mi nariz y buscar entre mis dientes las pepitas de sésamo para masticarlas y sentir su crujir.

Se come, se bebe, se bromea, se juega, aparecen una zambomba y una pandereta, los críos destrozamos algún villancico, los mayores cuentan chistes picantes en un aparte, los cuñados se lanzan puyazos soterrados, los abuelos ríen y celebran la algarabía toda rodeados de hijos y nietos. Solo ahora, bajo la tutela del fantasma que allí me ha llevado, entiendo la labor ingente de mi abuela Patricia, su dedicación y sacrificio en organizar –y costear- todo aquel festín con un único fin: acaparar el cariño de su familia bajo el soborno consentido de su sabiduría culinaria.
– Debemos irnos –me anuncia el ánima- Aún te queda mucho por ver esta noche.
– Espera un momento… – pero cuando me vuelvo a la sombra ya no está, ni ella ni nadie más: estoy sólo en mi habitación, silenciosa en mitad de la noche, y el único sentimiento que albergo es la angustia por no haber apurado aquellos días mientras los tuve, niño como era incapaz de prever lo efímero de mi inocencia.

EPISODIO 2

– ¿Nos vamos ya? –dijo alguien a mi lado.

Volví a sobresaltarme, en una noche donde el sobresalto empezaba a ser previsible rutina. Por un momento pensé que era la misma aparición que me había devuelto unos instantes a tiempos dormidos de mi memoria. Pero al mirar hacía el punto de donde provenía la voz, comprobé que era otra figura, de más joven aspecto que la que le precedió.
– ¿Volvemos al pasado?
– No, ésa no es mi misión. Yo soy el alma de la Navidad actual, ésta a la que renuncias conformista.
– No lo entiendo… ¿Qué hay de esta Navidad que yo ignore?
– Todo cuanto quieres ignorar. Pero inútil es que yo te lo cuente… si no lo ves con tus ojos.- y señaló a un rincón…

De nuevo el viaje astral –o lo que quiera que fuese aquella traslación insensible- se había producido. En el rincón estaba Patricia, esta vez no mi abuela sino la que por ella recibió nombre: mi hija.

La niña está arrodillada en el salón; sobre una caja forrada de papel de aluminIo y decorada con cartulinas coloca las figuras de miga de pan policromada: el soldado impasible junto a un Herodes gordinflón que se agita en su trono a la vista de los pergaminos que sus astrólogos le muestran… pero la niña cambia el argumento y el rey es ahora un invitado al jolgorio donde se asa un carnero, mientras que los pastores no se asustan ante el Ángel anunciador sino ante la señora que lamenta la caída de uno de los huevos de la cesta que porta en su cabeza…
– Patricia, vístete, por favor, que nos vamos ya.- Es su madre, entrando y saliendo de la estancia preparando avíos diversos.
– ¿A dónde nos vamos ya, mami?
– A casa de los abuelos, a la cena de Nochebuena.
– Oh… todos los años lo mismo… – responde la niña con fingido fastidio.- Igual que el año pasado en casa de abuelita Fela ¿Vamos a cenar “cocretas”?
– No, Patricia, la abuela no prepara croquetas, habrá sopa, atún o algo más.
– A mí la sopa no me gusta.

– Pues no sabes lo que te pierdes – tercio yo, aun a sabiendas de que no puede oírme- La sopa de pollo de la abuela es casi lo único que echo de menos de las Nochebuenas en su casa.

El delicioso y sustancioso caldo aúna la magia de las fiestas con la sabiduría de la tradición. Mi suegra, que no es una grandiosa cocinera, se apunta año tras año a la receta simple e infalible: caldo extraído de un cuasi cocido de pollo, garbanzos y hortalizas. Luego de colado vuelve a recocinarlo con la sustancia del fideo y el aroma hogareño del “yerbahuerto” (nombre canario de la hierbabuena), con añadido de tropezones originales: fibras cárnicas del ave y un puñado de garbanzos, mientras que el resto de la materia sólida dormirá para despertar al almuerzo de Navidad como una excelente “ropavieja” aderezada de cebolla, ajo y papas fritas. Un truco sencillo pero eficiente para reunir ambas fechas a la familia ante la mesa.

El fantasma se acerca un momento a la olla, mira en el interior… y sopla.
– ¿Para qué has hecho eso?
– Es parte de mi trabajo, debo poner un poco de Navidad en cada plato. Eso hace que sepa mucho mejor.

Patricia miente. Le encanta la sopa, rebusca en el plato los garbanzos para degustarlos “a secas”. Su abuelo hace un intento de “refatiñarle” uno y la niña amenaza con un berrinche.
– Deja mis garbanzos –le amenaza la mocosa-. No haberte comido los tuyos tan rápido.
– Pues si no me das un garbanzo no te doy jamón.

Y Patricia enmudece ante la amenaza, buscando en la mirada de su madre la corroboración de que, en efecto, “hay jamón”. Y lo hay para regocijo de la chiquilla que salta a los brazos de su abuelo para disputarle cada loncha.
Luego vienen los turrones y la caja de “surtido navideños” de deslumbrantes y coloristas envoltorios.
– Mamá ¿cuál es el de pipitas chicas? –y mi consorte le acerca un paquetito azul conteniendo el mantecado de canela, mientras que rezonga por lo bajini un “igualita que su padre”.

Los estampidos atruenan y la noche mágica se llena de luces.
– Fuegos artificiales, ”volaores”, abuela, viva!!!
– ¡¡¡Viva!!! – secunda la mujer y ambas corren a la terraza a ver lo que el urbanismo permita de las flores pirotécnicas mientras a lo lejos, desde la plaza de Santa Ana, el rebato de la Catedral llama a misa del gallo.
El espíritu de la Navidad me tomó entonces de la mano.
– Ven, hay mucho más que ver esta noche.

Y en un abanico de vértigo vagué de casa en casa, de fiesta en fiesta, algunos conocidos y otros no, comidas opulentas unos, remedos de parca cena otros, pero siempre el aparecido añadía su particular ingrediente .. y al parecer lograba su objetivo, pues luego, en todas partes, los niños jugaban y corrían mientras los mayores reían y bromeaban.

Tras el agotador periplo, mi cicerone estaba visiblemente avejentado, como si en sólo unas horas hubiera transcurrido una vida completa.
– Mi Navidad se acaba –me aclaró-. Pronto desapareceré y el próximo año otra Navidad del presente ocupará mi lugar.
– ¿Solo vives una noche? -pregunté asombrado.
– Sí, amigo… pero qué noche, no cambiaría esta jornada por diez mil veladas de soledad, aburrimiento y frustración como…
– … sí, ya sé lo que vas a decir, como la que yo pensaba pasar.
– ¿Has usado el verbo en pasado? -Y sonrió mientras se disolvía en el aire pesado de mi dormitorio.

Por un momento me quedé pensando si aquella cosa que supuestamente agregaba a los guisos en cada hogar que visitábamos podría ser usado en otro momento del año… pero recordé que me dijo que esa misma noche sería su nacimiento y muerte y hasta el año que viene no habría otra Navidad en la que degustar el mágico sabor que repartía su aliento.

EPISODIO 3

Esta vez la aparición que ya esperaba tenía la silueta de una joven, aunque el tono de su voz era tan impersonal y aséptico como el de los dos enviados anteriores.
– Tú eres el espíritu de la Navidad del futuro, ¿Verdad?
– Desde luego no soy un inspector de trabajo. Venga, tenemos cosas que hacer. Fíjate en esa mujer.

Miré en la dirección que me indicaba y vi a una dama entrada en años y carnes, con el pelo completamente cano, pelado y peinado a lo “garçon” y una indumentaria colorista y desenfadada que me pareció poco apropiada a su supuesta edad. A su lado una chiquilla de lacia melena rubia adornada de bisutería no cesaba de preguntarle detalles sobre lo que estaba haciendo.

La habitación en la que estábamos bien pudiera ser una cocina, pero los materiales y artilugios recordaban más a una estación de seguimiento de satélites, con pantallas gráficas empotradas y luces parpadeantes, una extraña sinfonía tecnoculinaria que la mujer parecía dirigir diestramente con una especie de mando a distancia.

El horno hablaba: “la temperatura actual es de 213 grados, la cocción finaliza en 32 minutos”, mientras que en el otro extremo de la estancia, brazos mecánicos seleccionaban ingredientes de un estante y lo añadían a una máquina mezcladora.

Sin embargo había un elemento claramente reconocible para mí: la pata trasera de un cerdo de negra uña del que un hombre joven extraía delgadas y jugosas lonchas y las depositaba en una bandeja de material plástico. La mujer mayor se le acercó por detrás, como quien va a cometer una travesura, tomó con fingido disimulo una lasca del manjar y se la comió con exagerada expresión de goce.
– Mmm…. este año el jamón está buenísimo.
– Abuela: es igual todos los años –sermoneó la rubita- Los cerdos son clónicos idénticos y el programa que controla la cámara de secado es siempre el mismo.
– ¿Ah, sí? Y dime, sabihonda: ¿las bellotas son las mismas todos los años? –Y ante el mudo argumento de la chica, continuó la señora con el suyo- Pues este año las bellotas han sido buenísimas. Escucha Thetis: Mi padre, tu bisabuelo, me enseñó que el sabor está un tercio en la química del alimento y dos tercios en la química del que lo come, así que una misma comida no sabe igual dos veces, ni siquiera el mismo plato cuando lo empiezas y cuando lo estás acabando provoca las mismas sensaciones.

Escuchar los detalles de esa teoría –que tantas veces enuncié a quien quiso escucharme- me estremeció. En busca de confirmar lo que mi corazón me decía estudié atentamente los ojos divertidos de la anciana… y los hubiera reconocido entre un millón: eran las esmeraldas jaspeadas de mi hija Patricia. Aquella Nochebuena futurista era la de mis descendientes.

– Pan, deja el “telechatter” –reclamó la que supongo sería la madre de un niño de diez o doce años que parloteaba en un rincón a una especie de videojuego portátil- Siéntate a la mesa que vamos a cenar.

El muchacho ni levantó la vista de la pequeña pantalla que sostenía entre sus manos.
– Estoy hablando con unos amigos de Chile, mamá.
– En Chile es aún media tarde y tienen tiempo de sobra, pero aquí es ya hora de cenar.

– ¿Mis biznietos se llaman Thetis y Pan? – Interrogué a mi guía que se encogió de hombros.
– Se pusieron de moda los nombres mitológicos… peor hubiera sido llamarles Clítoris y Sátiro –bromeó.

En la mesa, frente a media docena de hombres, mujeres y niños, se alineaban una pequeña multitud de platos ovalados con entrantes de inspiración orientalista y arábiga, algunos eran una especie de maki-sushi con la capa de arroz teñida de cien colores, otro era una tagine de pato con higos y sésamo, había triángulos de pasta briouat rellenos de una ensalada de marisco… y –sonreí- atezadas croquetas aún humeantes y de las que Thetis había hecho acaparadora provisión.

Pero lo que más me llamó la atención fue la profusión de boles conteniendo geles de todas las tonalidades, salsas de consistencia de la mermelada: verdes, rojas, anaranjadas, amarillas o azabache donde los comensales mojaban sus bocados antes de llevárselos a la boca. Entendí que las costumbres alimenticias habían cambiado… como siempre.

La silla de la anfitriona permanecía desierta cuando el sujeto que lonchaba jamón (¿mi nieto?) comenzó a aplaudir y todos se le unieron volviéndose hacía la figura que acababa de aparecer: Frente a la mesa una Patricia de radiante sonrisa sostenía en sus brazos una fuente sobre la que cabalgaba un enorme pavo de dorada piel y guarnicionado de artística juliana salteada.
– De acuerdo, dile a quien te haya enviado que lo entiendo –indiqué a la fantasma de la Navidad del Porvenir mientras mis descendientes daban buena cuenta del ágape-. Mi hija hace ahora lo mismo que hacía su bisabuela y sus abuelas: Reunir a quienes quieren al menos una vez al año, y el motivo primario de esa alegría no es comer (y ni tan siquiera festejar el origen religioso de la fecha) sino verse rodeados de afecto. ¿Nos vamos ya?
– Todavía queda algo que debes ver y entender: No están en esta Fiesta únicamente los presentes, sino también los ausentes…

Al concluir la pitanza dispuesta, la gente se entregó al surtido de mantecados, mazapanes y turrones (indiferenciables de los actuales) y en un momento mi hija se levantó con un mantecado de canela en sus manos y se acercó a una estantería en el otro extremo de la estancia. Allí, y asegurándose de que nadie le prestaba atención, destapó una pequeña ánfora de barro vidriado ¡con mi nombre grabado en ella!. Entonces tomó un ligero pellizco de mantecado y, deshaciéndolo entre los dedos, lo espolvoreó dentro de la vasija, al tiempo que musitaba con esa luz perpetua en sus ojillos:
– Feliz Navidad, papi.

EPÍLOGO

El chuchi-puchi polifónico me sobresaltó y de un brinco salí de la cama y me abalancé sobre el escandaloso artefacto. Era de día, de hecho el sol estaba ya alto esa mañana del 24 de diciembre, víspera de Navidad.
– Sí.. dígame..
– Oye, qué es eso de que vas a pasar sólo en casa la Nochebuena.
– ¿…Abuelo?
– ¿Abuelo? ¿Yo? No, todavía no. Soy tu primo José Enrique. ¿Estás dormido?
– Sí.. medio dormido, me has despertado y estaba soñando que… –renuncié a explicárselo- nada, una pesadilla… creo.
– Pues despierta: Le comunico que está usted invitado formalmente a pasar por mi casa la noche señalada a las nueve, de momento para cenar con nosotros: Karen, tus sobrinos, mi madre y yo mismo; y después lo que el cuerpo pida mientras lo aguante. ¿Te vienes?

Ni aun en mi estado todavía post-catatónico dudé la respuesta.
– Por supuesto que sí. ¿Qué llevo para colaborar? ¿Cigalas flambeadas con coñac? ¿Chuletitas de ternasco en salsa de Px? ¿Cocochas de merluza al mojo de cilantro?…
– Para, para… Con el pavo “de la abuela” que prepara tu tía y un buen jamón, hay de sobra y para repetir. El resto lo improvisaremos. Lo que sí te aseguro es que buena gente y buen rollito habrá. Ah, y mantecados, que sé que te gustan. Te esperamos. Hasta luego.

Pero no había dejado todavía el móvil sobre la mesa cuando de nuevo empezó a vibrar y chunchunear en mi mano. Ahora era mi madre.
– Hola, mamá ¿Dónde estáis?
– En Palermo. Vamos a pasar la Nochebuena en alta mar y no quería dejar de felicitarte. ¿Estás bien?
– Sí mamá, perfectamente. Voy a cenar con José Enrique y tía Julia.
– Ay, qué alegría me das. Esto del crucero navideño es un rollo. Ya le he dicho a tu padre que no volvemos: La Nochebuena hay que pasarla en familia. Os voy a echar de menos.
– Pues anímate, mamá, que las Navidades pasadas no vuelven nunca, y a las que han de venir igual no llegamos.
– Sí que es verdad, Miguel A…., sí que es verdad…

FIN


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