Pequeño LdN


Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón

Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.

Maullidos

John Tones y Guillermo Mogorrón | 27 febrero 2010



I

Nunca se había planteado de dónde venía exactamente su interés, pero a Quique siempre le habían gustado los gatos. Ni había tenido familiares con gatos ni un amigo suyo le había dejado de pequeño jugar con un cachorro. Simplemente, siempre le habían gustado los andares silenciosos, el gesto digno y los siseantes movimientos del rabo de los felinos. Pero a pesar de su insistencia, los padres de Quique nunca le habían permitido tener uno en casa: una amiga de su madre, cuyo hijo era dueño de un precioso y arisco gato atigrado, se quejaba continuamente del penoso estado de los muebles de la casa y de las bolas de pelo que se encontraba por cada rincón, sin importar cuánto limpiara. Ni los llantos ni las súplicas de Quique durante años habían ablandado a sus padres.

Ya con trece años, el capricho gatuno de Quique había remitido en parte. Quique había llegado a asumir que no tendría un gato hasta que viviera solo y pudiera decidir cuántos arañazos quería en los muebles o cómo de molestas le resultaban las bolas de pelo. Pero una tarde de marzo, su relación con los gatos cambió definitivamente. Cuando volvió del colegio, su madre le esperaba en la cocina con una enorme caja de cartón.

— Anda, mira, que es para ti… —le dijo, señalando con una taza de café humeante a la caja.

Quique la abrió apresuradamente y tuvo que sentarse en la incómoda silla de plástico blanco de la cocina para recuperarse de la impresión. ¡Era un cachorro de gato, blanco con manchas negras, que le miraba expectante sentado en un montón de virutas de madera!

— ¿No vas a decir nada?

Quique sólo podía titubear.

— ¿Pe… pe… pero de dónde lo has sacado?

— Mi compañera del trabajo, Lucía, la que vive al otro lado del río, que como sabes la han trasladado por sorpresa a Francia. Va a vivir en un piso muy pequeño durante unos meses y no quiere llevarse a Dante. Le he dicho que te encantaría quedártelo.

— ¡Guay, gracias! Mira qué cariñoso es…

Dante embestía amistosamente con los ojos cerrados contra la nariz de Quique.

— Sí, la verdad es que es un amor. Pero prométeme que le enseñarás a no estropear los muebles. ¡Y tú te encargas de cambiarle la arena, de la comida y demás!

— ¡Sí, mamá, prometido! ¡Voy a enseñárselo a Marta!

II

Quique se sentó en el respaldo del banco que había enfrente de la casa de la Vieja Rosales, el sitio donde solía quedar con su mejor amiga, su compañera de clase Marta, y apoyó la caja sobre las rodillas. A Marta y a él les gustaba sentarse allí cuando empezaba a anochecer y la casa dibujaba en el suelo una imponente sombra que parecía un monstruo de tebeo. No había ninguna casa como esa en la pequeña ciudad donde vivían: debía tener al menos cien años, se decía que tantos como su dueña, que vivía allí sola. Repleta de pequeños ventanucos de cristales ahumados por el paso del tiempo, con un porche y una puerta de entrada enormes, un descuidado e inmenso jardín que nadie cuidaba lleno de matojos secos y una alta verja llena de herrumbre que delimitaba el terreno, la casa de la Vieja Rosales tenía toda la pinta de ser una casa encantada… si no fuera porque, aunque se dejaba ver poco, su única habitante estaba muy viva.

Bueno, única habitante no. La Vieja Rosales vivía con varias docenas de gatos que entraban y salían con tranquilidad de la casa, como si fueran los dueños. Gatos de todos los tamaños, colores y razas, a los que los niños veían descansar en las ventanas cuando volvían del colegio. Quique se dio cuenta de la coincidencia justo cuando empezaba a pensar que Dante llevaba un tiempo sin hacer el menor ruido.

Desde la casa, los ojos de los gatos de la Vieja Rosales brillaban al otro lado de los ventanales, contemplando a Quique.

— ¿Cómo está la criatura? –preguntó Marta al llegar, mientras apoyaba su bici en el banco.

— ¡Bien! Se debe haber quedado dormido, hace un rato que no se mueve.

— A ver…

En cuanto tocaron los bordes de la caja, un rayo blanco y peludo salió de la caja sin darles tiempo a reaccionar. Dante salió disparado de la caja, cruzó la solitaria carretera, se escurrió entre la verja y desapareció en el jardín de la Vieja Rosales.

— ¡Dante! —gritó Quique, incorporándose.

— ¿No decías que era tranquilo?

— ¡Lo era hasta ahora! ¿Qué hacemos? ¡No podemos entrar ahí!

— Tranquilo. Entraré yo y hablaré con la Vieja Rosales. Seguro que le asusto menos que tú y no tiene problemas en que registremos el jardín. Con la de gatos que tiene.

Quique vio cruzar la calle a Marta. Observó cómo abría la verja, entraba en el jardín y seguía el estropeado sendero de piedra hasta llegar a la puerta de la mansión y llamar al timbre. La puerta se abrió y la vio hablar con alguien a quien no podía ver. Al cabo de un instante, Marta entró en la casa. Todo parecía ir bien. La puerta se cerró.

Cincuenta minutos después, se había hecho de noche por completo y de la casa no salía el menor ruido.

III

Quique miraba la enorme puerta ante sí. Desde luego, algún problema tenía que haber con Marta: el silencio era total, y ni luces ni movimientos tras las ventanas delataban algo de vida dentro del monstruo de cemento. Tímidamente, empujó la puerta, aún entreabierta, e introdujo la cabeza en el recibidor.

— ¿Hola?

Unas resquebrajadas escaleras cubiertas por una alfombra de color mermelada subían hasta el piso de arriba. Una mesa antigua sostenía un solitario teléfono de rueda a su izquierda, y una enorme puerta de dos hojas cerrada a su derecha le apartaba del interior de la casa. Con el rabillo del ojo, vio a uno de los gatos observarle desde el hueco de la escalera.

— ¿Hola? —repitió, algo más decidido y terminando de entrar en el vestíbulo—. ¿Señora Rosales? Una amiga ha entrado y ha hablado con usted, estamos buscando un gato que…

Quique tuvo que detener su llamada cuando sintió que un millón de alfileres se le clavaban en la piel. No había ni un milímetro de su cuerpo en el que no estuviera sufriendo el dolor más penetrante y agudo que había sentido nunca. Quiso gritar, pero solo pudo observar, aterrorizado, como miles de pelos largos y gruesos, de animal, brotaban de sus brazos, sus piernas y su pecho.

No pudo detenerse a pensar qué estaba pasando porque un dolor horrible le retorció los pies, como si sus huesos se estuvieran quebrando y estuvieran arrastrando consigo unos cuantos músculos. Se lanzó al suelo y se quitó los zapatos como pudo, solo para ver el motivo del dolor: los pies le estaban creciendo, los dedos cada vez estaban más lejos de los tobillos y los talones desaparecían en el interior del pie. Pronto no pudo mantener el equilibrio y se apoyó con las manos en el suelo, a tiempo para ver cómo los dedos desaparecían y una sustancia rosada y viscosa recubría los huecos entre los dedos y le cubría la palma. El dolor le impedía pensar, y por eso no le prestó demasiada atención a cómo su columna vertebral se desencajaba y se estiraba como una quinta extremidad, serpenteando en una prolongación de su espalda.

Los olores y los sonidos asaltaban a Quique, que notaba la cara tan llena de pelo como el resto del cuerpo, y distintas protuberancias por toda la cabeza. En la coronilla sentía un par de protuberancias blandas, la piel sobre las mejillas se había inflamado y no podía cerrar bien la boca. Su nueva posición natural era cercana al suelo, con las manos, ahora convertidas en patas, cerca de la cabeza.

Cuando el dolor dejó de hacerle palpitar las sienes, intentó incorporarse y pedir ayuda, obteniendo como única llamada de auxilio un débil y agudo gritito. Unos cuantos gatos se acercaron para saludar con cabeceos y lametones a su nuevo compañero.

A su derecha se abrió la puerta del salón, y lentamente entró en el vestíbulo la anciana dueña de la casa: una mujer alta, delgada, vestida completamente de negro, que parecía tener doscientos años y que caminaba apoyándose en un bastón.

— No te preocupes por el dolor de cabeza, Quique, se te pasará en un rato. ¿Sabes que hay gente que cree que todas las personas tienen un animal interior que puede salir a la luz en cualquier momento?

La Vieja Rosales cogió al gato blanco y negro en el que se había convertido Quique en brazos, y le acarició la cabeza.

— Bueno… —le susurró sonriendo—. Pues es mentira.

Cuando la Vieja le dejó en el suelo, Quique solo pudo emitir un levísimo maullido de interrogación.

— ¿Dante? —respondió la anciana—. No te preocupes, estará bien. Ah, y Marta… descuida. Podrás verla cada día.

La Vieja Rosales señaló con una sonrisa a una vitrina del salón. En ella había expuestas una docena de muñecas de porcelana. Mientras sus recuerdos como humano se iban desvaneciendo por completo, Quique vio cómo una de ellas pestañeaba sin parar, intentando moverse, intentando comprender qué iba a pasar a partir de ahora.


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