Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.
7. Carrera final
Frunobulax y Glòria Langreo
| 10 abril 2010
Aquel domingo corrí más que en toda mi vida junta. Apenas habíamos parado unos minutos a coger aliento en la buhardilla, y empezábamos a pensar que por fin estábamos a salvo, cuando unos pasos potentes y metálicos se escuchaban justo encima de donde nos encontrábamos. Sin duda, uno de los gigantones trajeados, o quién sabe si una alimaña venida del espacio exterior, nos había olido, o de alguna manera detectó nuestra presencia, y estaba ahora mismo bajando.
Yo empecé a temblar. Incluso mojé un poco los pantalones (espero que Susana nunca lea esto…). Pronto pudimos ver una mano del tiarrón, que había conseguido deslizarse desde el techo hasta el alféizar de la ventana, justo frente a nosotros, y golpeó el cristal de la ventana cerrada, varias veces. Pero antes de que pudiera romper nada, Susana, que desde entonces se convirtió en mi héroe, corrió a cerrar las gruesas puertas de madera y apretar el candado. Hizo lo mismo con la siguiente ventana que había un poco más a la derecha. Mientras tanto, yo salí disparado hacia la puerta de salida, y moví rápidamente los muebles con que la habíamos obstaculizado.
Y estaba a punto de salir corriendo (¡otra vez a correr!), pensando que Susana me seguía. Sin embargo, ella había corrido hacia la otra punta de la buhardilla, donde había un pequeño cuarto de baño con otra ventana más. En unos pocos segundos, entró en la pequeña estancia, corrió hacia la tercera ventana… ¡y la abrió de par en par!
Enseguida comprendí su plan: en menos de veinte segundos, cerró con todas sus fuerzas la puerta del retrete, y corrió hacia la ventana número dos, que acababa de cerrar. Y mientras el terrible clon con malas pulgas daba golpes en la puerta del baño con todas sus fuerzas, Susana abrió la segunda ventana, se escabulló por ella como una gacela, y alargando el brazo cerró la tercera ventana, la que daba al cuarto de baño, dejando ahí encerrado a nuestro malvado y misterioso enemigo.
Qué valentía. Qué lista y ágil era Susana. Me quedé mirando con la boca abierta cómo entraba de nuevo en la estancia, se frotaba las manos y cerraba de nuevo la ventana con candado.
— Ayúdame —me dijo—, no te quedes ahí que pareces un búho de escayola.
Justo detrás de mí, sobre un pequeño estante, había un búho de escayola pintado de marrón, que efectivamente tenía exactamente la misma mirada de asombro que yo, y la boca abierta.
— ¿Te has hecho daño? —pregunté, mientras imitaba a Susana, que estaba apelotonando pesados muebles contra la puerta del cuarto de baño. Al otro lado de ésta, escuchábamos los gritos del salvaje gigantón:
— ¡Sacadme de aquí, malditos feos! —bueno, en realidad no dijo “feos”, sino algo mucho peor.
— ¿Quién eres, y por qué nos persigues? —preguntó Susana, muy segura, mientras seguía amontonando objetos y muebles. Con un gesto me pidió que le ayudara a mover la mesa de billar contra la puerta.
— No os diré nada. Esta vez habéis escapado —el tipo tenía una voz muy profunda, como un coro de osos afónicos de la sección de barítonos de un orfeón cantaran un réquiem acompañados de tubas y trombones. Y no parecía demasiado preocupado por su encierro—, pero de todas formas, estáis condenados. Tenemos órdenes de deteneros y llevaros a la nave.
— ¿Quiénes sois vosotros? ¿Venís del futuro? —dije, muy serio, cruzándome de brazos y frunciendo el ceño, sin darme cuenta de que el tío no veía mi pose.
— ¡¿Pero qué dices, niño?! —me contestó, con esa misma voz terrible, pero gritando mucho. Me dio un susto enorme. Por un momento la puerta tembló—. ¿Cómo vamos a venir del futuro?
— ¿Venís de algún planeta lejano? —dijo Susana. Tal y como ella lo preguntó, no parecía una tontería tan grande como lo que yo decía…
— No voy a deciros nada. Sólo os aconsejo que os olvidéis de la investigación —bramaron los osos del retrete—. Y decidle a vuestro líder que todo está acabado. El fin del triunvirato está cerca.
¿Pero de qué estaba hablando?
— ¿Nuestro líder? —pregunté yo—. ¿Te refieres a Don Tomás? —Don Tomás era el tutor de nuestra clase, 3º B.
— No sé cómo le llamáis. El señor ése calvo —supuse que se refería al Señor Arniches—. Su juego ha terminado. Ha llegado el momento de la redención.
No entendía ni una palabra de lo que decía. Me recordó a un señor chiflado que grita cosas a la salida del metro de Quevedo, y reparte panfletos sobre el fin del mundo.
— Vamos a avisar a la policía ahora mismo —Susana parecía ahora tener también un poquito de miedo—. No se puede ir persiguiendo y amenazando a la gente por ahí. ¡Estás como una regadera!
— No sabéis dónde os habéis metido, niños. Las guerras son para los mayores. Adiós.
De repente, vimos un estallido de cegadora luz azulada detrás de la puerta, y a continuación, el tintineo de algunos trastos en el cuarto de baño, seguido de silencio absoluto.
— ¿Señor? ¿Sigue usted ahí? —dije yo—. No gaste tanta luz, que lo pagan los padres de Susana.
— Creo que ha desaparecido, Ángel —me dijo ella—. Esto empieza a ponerse raro.
— Sí, claro. Ha hecho magia, ¿no te joroba?
Estuvimos esperando unos diez minutos en silencio. Incluso hicimos como que salíamos de la buhardilla, dando un fuerte portazo desde dentro, pensando que el tipo del cuarto de baño estaba disimulando. Pero no se escuchaba nada. Efectivamente, al cabo de un rato comprobamos que en el cuarto de baño no había nada. En el suelo habían quedado sus ropas, humeantes sobre una quemadura. Nos asustamos muchísimo, y nos fuimos de allí como una escopeta, pero decidimos no decirle nada a nadie. Nos despedimos en el portal, después de comprobar que no había nadie misterioso por la calle. Mi casa estaba sólo a unos pasos, al otro lado de la plaza. Corrí hasta allí como una locomotora, sin mirar atrás, temblando de miedo. Perdí una zapatilla por el camino. Me fui directo a la cama, y tuve un sueño rarísimo aquella noche.
El lunes por la mañana, lo primero que hice fue coger el periódico, que papá solía dejar en la cocina al irse al trabajo, una hora antes que yo fuese al colegio.
En un rincón de la portada, había una noticia que me heló la sangre:
MISTERIOSO SUCESO
Fallecen Andrew Wolodarski y Amanda Wilson.
Sus cuerpos sin vida fueron hallados en su mansión de la Moraleja por su ama de llaves, M. P. Junto a los cadáveres, se encontraron varias quemaduras y restos de ropa de etiqueta, que en estos momentos está siendo analizada.
Andrew y Amanda habían contraído matrimonio en secreto hace unos días, y eran uno de los objetivos principales de los paparazzi, que bla bla bla…