“Pasaba por aquí” es una sección en la que os iremos trayendo, cada quince días y en exclusiva, colaboraciones puntuales de artistas que no publican habitualmente con nosotros. Es probable que conozcáis a algunos de ellos, y otros se harán famosos cualquier día de estos. ¡Tú mismo/a puedes enviarnos lo que quieras, y formar parte de la Leyenda del Pequeño LdN!
(Esta fábula navideña la ha escrito Abi Wall, amiga del Pequeño LdN, y ha querido compartirla con todos vosotros en este último número. Los dibujos fueron hechos para la ocasión por nuestros fieles colaboradores Luis Olmedo y Mario Domínguez Soler)
n una ciudad llena de brillantes rascacielos y rodeada por un río caudaloso vivía una niña de siete años llamada Clara. Para su edad era pequeña de estatura, pero muy atrevida y curiosa por lo que hacen los demás, sobre todo los mayores. Clara tenía la tez blanca, con cabellos rizados castaños y unos ojos chispeantes de sabiduría. Su sonrisa se parecía a la de Hansel y Gretel cuando encontraron la Casita de Chocolate, y era capaz de iluminar cualquier habitación.
Vivía en la última planta de uno de esos rascacielos, y por las tar-des en verano, a última hora, se sentaba frente a la ventana a ver caer el sol rosado hasta que se hacía de noche. Se preguntaba si el sol vivía dentro de aquél río, y que menuda suerte la suya por po-der verlo acostarse cada tarde.
Todas las mañanas, su madre entraba en su habitación, descorría las cortinas y le despertaba con un beso en la mejilla. Una blanquecina mañana de invierno, su madre, como de costumbre, entró en la habitación de Clara.
–¡Buenos días mi amor! ¿Qué tal has dormido hoy? –dijo su mamá, mientras apoyaba sus labios en la frente de Clara–. Creo que te ha subido la fiebre. ¡Hoy te quedarás en casa! –añadió.
Clara cerró los ojos mientras esbozaba una pequeña sonrisa. No cabía en sí de asombro, pues no había faltado al colegio en toda su corta vida, salvo por una vez en la que el transporte público no funcionó correctamente. Se alegró de poder disfrutar en casa todo un día. Clara no tenía hermanos, era hija única, así que se entre-tenía mucho leyendo historias. Ahí encontraba toda clase de her-manos, hermanas, extraordinarios compañeros de aventura y via-jes.
–Te quedarás unas horas sola –dijo su madre–. He de salir al traba-jo, pero vuelvo antes de comer. Si necesitas algo, me llamas al móvil. Le diré a Rosa si puede venir a hacerte compañía. ¿Vale?
–No, mami ¡no! ¡No me quiero quedar en casa! Por favor, ¡llévame contigo! –protestó Clara, quejándose–. ¡Me aburriré aquí sola! –continuó.
–No insistas, querida –dijo su madre con voz seria a la par que consternada–. Volveré pronto, te lo prometo –Le dio un beso en la mejilla y se despidió.
Se levantó de la cama y con los brazos cruzados y las coletas des-peinadas, se dirigió al salón y se sentó en el sofá frente a la gran librería de su padre. Su padre era un importante hombre de nego-cios, pero le encantaba la literatura, sobre todo los clásicos y las aventuras de todo tipo. En esa librería había libros de todos colores y tamaños, nuevos, viejos, usados e incluso manuscritos antiguos que sólo los grandes coleccionistas logran atesorar en sus estanterías.
Buscando algo nuevo e interesante que leer, revolviendo en la li-brería de papá, Clara encontró por casualidad un fino cuaderno con tapas de terciopelo rojo y ribetes dorados. No aparecía ningún título en la cubierta ni tampoco ningún resumen por detrás. Su in-terior olía a algodón de azúcar y, nada más abrirlo, una frase decía lo siguiente: “El contenido de este cuaderno pertenece a S.C.”.
A Clara le invadía una tremenda curiosidad por saborear lo que aquellas páginas amarillentas, con tan rico olor, contenían. Cogió el cuaderno debajo del brazo, se dirigió a la cocina, preparó una taza de cacao caliente y unas galletas y, mientras desayunaba sen-tada en la mesa de la cocina, se puso a leer:
«Korvatunturi, 12/12/1912.
Estoy preparando el lote final de juguetes para esta Navidad, aún me queda bastante pero con la ayuda de mis duendes y las ninfas del bosque habremos terminado por este año. Me alegra saber y me anima a seguir que todos los niños y niñas sonreirán ¡al mismo tiempo».
Al leer estas palabras, Clara se dio cuenta de que estaba leyendo, nada más y nada menos que a ¡¡¡Papá Noel!!! Cerró el cuaderno inmediatamente y cogió el teléfono para decírselo a su madre. Mientras esperaba en la línea…
–¿Diga? –respondió la mamá de Clara–. ¿Clara, eres tú? –prosiguió.
Clara colgó el teléfono sin responder. Pensó que sería mejor no de-cir nada y guardar el secreto hasta que su madre regresara. Había encontrado un gran tesoro y merecía la pena guardar el secreto, sobre todo tratándose de “El Diario Secreto de Santa Claus”. Ter-minó sus galletas y se escondió debajo de la mesa de la cocina con una linterna y siguió leyendo:
«El valle de las Risas, 25 Diciembre de 1999.
–¡¡¡Carámbanos, truenos, rayos y centellas!!! ¡¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer!! ¡¡Me ha faltado un niño en todo el planeta, no he conseguido entregarle su regalo!! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡¡Por todas las montañas de las nieves!! ¿Cómo ha podido pasarme esto a mí?
En ese mismo segundo llamaron a la puerta de mi despacho en la Casa de Los Dulces.
–Adelante! –dije.
Y entró en el despacho mi mano derecha, el Duende Peter.
–Nos acabamos de enterar de que un niño se ha quedado sin jugue-te este año –dijo el duende.
–Lo sé, lo sé, lo sé –le contesté.
Y se me ocurrió una idea para saber si el niño estaba triste. Envié a Peter, disfrazado de niño, para que jugara con él.
En otros países tengo un nombre diferente, como San Nicolás, Sin-terklaas, Papa Nöel… En definitiva “Padre Navidad”; pero sigo siendo el mismo.
Yo puedo ver lo que pasa en cualquier parte del mundo a través de mis espejos mágicos. Sólo tengo que pensar en esa persona en con-creto o en ese país o en ese bosque y puedo conectarme vía satélite-espejo y ver y escuchar lo que ocurre en ese momento. La historia comenzó en un Parque del pequeño pueblo de Rasnov en Rumanía, vi a Ioan (que significa Juan) de unos 8 años y a mi ayudante Peter, disfrazado de niño, con él. Peter le preguntó:
–¡Hola! Puedo jugar contigo?
–Claro, ¿Por qué no? –respondió Ioan.
–¡Qué pelota tan fantástica! –dijo Peter–. ¿Te la ha traído Papa Noel?
–No, esta pelota es mía, la tengo desde hace años. Papá Noel no me ha traído nada.
–Ho, ho, ho –sonrió Ioan imitando mi voz.
–¿Y no estás enfadado con él? –replicó Peter.
Ioan puso cara de enfado, frunció el ceño todo lo que pudo y arrugó el morro.
–Ja, ja, ja, ja –se reía Ioan a carcajadas.
–¿De qué te ríes? –preguntó Peter.
–Ja, ja, ja, no lo sé –respondió Ioan–. Sólo sé que es imposible enfa-darse y reírse al mismo tiempo. Supongo, que es por eso que Papá Noel nunca se enfada, ho, ho, ho.
–Ja, ja, ja, ¡Tienes toda la razón Ioan! –exclamó Peter–. ¡Venga, vamos a jugar!
Esa fue la primera vez, que vi con mis propios ojos que aquél niño tan pobre es feliz sin mis regalos. Desde entonces, procuro que siempre que haya algo más que regalos en el día de Navidad. Se me ocurrió, dejar chistes en las almohadas, comida para el perro en-vuelta en bonito paquete, y algo que cambió las navidades de mu-chos, porque no necesitaban un regalo. Necesitaban que alguien especial para ellos les dijera lo mucho que se les quiere. Así, de vez en cuando, también empecé a escribir cartas a algún miembro de la familia resaltando sus virtudes y agradeciendo cada sonrisa de-vuelta en esa lectura.».
Clara, entusiasmada por la historia, quería leerse todas las demás, pero sabía que no le iba a dar tiempo antes de que llegara su ma-dre, así que se saltaba algunas y así obtenía también una visión ge-neral del libro.
«Rjukan, Noruega, 25/12/2003.
La ciudad sin sol de invierno. Una Navidad vi cómo una abuelita muy enferma recuperó sus ganas de salir y reír. La noche antes, en Nochebuena, se había quedado en su casa sin salir de la cama. Su familia vivía a unos 80 Km y en el pasado siempre había celebrado la Navidad con ellos. Hasta que un buen día dijo que no saldría más, que no se encontraba bien y, total, para no poder ver el sol… Porque en esta pequeña aldea del sur de Noruega no se puede ver el sol de Septiembre a Marzo. Su familia se empeñaba en ir a pasar a su casa las navidades, pero ella prefería estar sola. La carta creo recordar que decía algo así:
“Querida Abuelita Astrid,
todos te extrañamos otra vez, la pasada noche,
aún recuerdo cada detalle de tus cenas con la familia,
la mesa bien adornada, las velas, el olor a canela
y sobre todo ¡¡tus magníficos postres!!
La tarta de manzana con chocolate caliente es mi favorito.
Si pudieras ver la energía que desprenden todos los niños
al abrir sus regalos de Navidad volverías a celebrarla.
Sólo quería escribirte estas líneas
y decirte lo mucho que te queremos todos aquí.
Atentamente, S.C.”.
Inmediatamente, Astrid salió de la cama de un salto, se lavó la cara y se puso su mejor vestido y zapatos nuevos para salir a la calle. Pensó que podía hacer un viaje en tren y una visita inesperada. Cuando llegó a su destino, a la casa de su hijo, llamó a la puerta. Al abrirse, apareció su nieta.
–¡¡¡¡Abueeeeeelaaaaaaaaa!!!!! –gritó Sunniva de 6 años, mientras se abrazaba a ella–. ¡¡¡Me alegro tanto!!!
–¡Gracias, mi niña, gracias! –contestó la abuela Astrid mientras le daba besos.
–¿Gracias por qué, abuela? –preguntó su nieta.
–Por la maravillosa carta –dijo ella.
–¿Carta?, ¿qué carta? –preguntó de nuevo Sunniva.
La abuela se quedó pensativa. Si no había sido su pequeña Sunniva Christensen quien había escrito la carta, ¿a quién pertenecían las siglas S.C?
–No importa, no me hagas caso, lo importante es que quería verte.
Pasaron juntas lo que quedaba del día, en compañía de la familia. Sunniva estaba tan contenta de ver allí a su abuela que su juguete favorito, el que le había traído esa mañana, permaneció amonto-nado con los demás toda la tarde.».
«Laponia, 26/12/2012.
Ayer, como se suele decir, se me echó el tiempo encima. Quería lle-gar al poblado de los Buzdar en las montañas de Suleiman y dos de mis renos estaban ya agotados. Cada año hay más niños y niñas en el planeta Tierra, y eso me llena de alegría pero al mismo tiempo me es más difícil complacerlos a todos. No puedo evitar entriste-cerme por pensar que no tuvieron un pequeño detalle navideño, no tuvieron dónde celebrarlo, no tuvieron cena y no pudieron dormir. El año pasado conté cuatro familias, y en cada una de ellas al menos 3 niños. Puede que a día de hoy diez o doce niños no tuvieron su va-lioso regalo.
–¡Mami! Sólo queda un poco de leche para la cena, ¿quieres que la caliente? –dijo Nima, de 9 años.
–No pasa nada hijo, hoy nos reunimos todas las familias. Comparti-remos entre todos lo que haya, ¡lo pasaremos bien, ya verás! –contestó su madre, mientras terminaba de coser una lona de la tienda de campaña.
Y esto, solo si cuento a los niños de esa aldea que yo conozco. Me pregunto cuántos, de los que no conozco, pasarán por la misma si-tuación. Ojalá mi magia inmortal hiciera que esa noche me duplica-ra, me triplicara, me cuadruplicara para que, de verdad, todos y cada uno de los niños y niñas de este planeta tuvieran su regalo navideño…».
Clara no salía de su asombro. No podía imaginar que otros niños y niñas como ella en otros países no tuvieran sus regalos el día 25. Cerró el cuaderno, preocupada. Dio vueltas alrededor de la casa y se metió en su habitación. Al poco llegó su madre.
–¡Clara!, ¿Clara? Ya he llegado –dijo su madre.
Clara no respondía. La madre de Clara se dirigió a su habitación y abrió la puerta
–¡Sorpresaaaa! –gritó Clara.
–¿Pero qué haces vestida de Santa Claus? –preguntó su madre–, y ¿qué has hecho con todos tus juguetes?
–¡Mamá! ¡Quiero ser como Santa Claus! –dijo Clara, saltando de Alegría–. He estado leyendo su diario. Ahí hay más de 100 historias de todo tipo, de todo lo que le ha pasado a Santa Claus. Y ¿sabes? Creo que necesita ayuda. ¡Mamá! ¡Vamos a las Montañas de Su-leiman! He empaquetado todos mis juguetes para ellos.
–¿Para quién Clara? ¿A las montañas de dónde?
La madre de Clara, alucinada, la cogió en brazos y le puso la mano en la frente.
–Has debido tener mucha fiebre Clara, ¡Estás como una cabra! –exclamó su madre–. Vámonos al médico.
–Que no, mamá, que no es eso. ¡Mira! –respondió Clara, en-tregándole el cuaderno rojo–. Su madre, que nunca antes había visto ese cuaderno, soltó a Clara y se puso a leer.
Mientras leía se le abrían los ojos como a los peces, fruncía el ceño, sonreía, lloraba, se volvía a reír. Entonces comprendió lo que Clara quería hacer, pero era demasiado trabajo para una niña de tan sólo 7 años. Miró a Clara y le dijo:
–Está bien, te ayudaré a ser como Santa Claus. Pero, ¿no crees que esos niños y niña tienen derecho a disfrutar de un juguete nuevo?
–¡Es verdad! –dijo Clara.
–Pues verás, esto es lo que haremos… –respondió su madre–. Tú elige bien lo que vayas a pedirle a Santa Claus. De todo lo que trai-ga, elige uno para un niño o niña de otro país que no haya podido tener regalo. Después, se lo entregaremos a una ONG que recoja juguetes para esos niños y ellos se lo enviarán. Así podrán sonreír también ese día, aunque sea el año que viene. ¿Qué te parece la idea?
–¡Me encanta! –dijo Clara.
Al día siguiente, Clara fue al colegio y les contó sus amigos la idea de regalar uno de sus regalos de Navidad para los niños que Santa Claus no pudo regalar.
Y, así, ocurrió que, cada vez, se hicieron más y más grupos de niños y niñas que querían ser como Santa Claus, y cumplieron su deseo de duplicarse… triplicarse… cuadruplicarse, llegando sus regalos a todos los rincones del mundo y haciendo felices, por un día al me-nos, a muchos niños y niñas del planeta.
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