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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

1. Ángel se hace detective sin darse cuenta

Frunobulax y Glòria Langreo | 13 febrero 2010



— Agencia de detectives Arizona, buenas tardes —dije muy serio y engolando un poco la voz. Un número desconocido con prefijo de Madrid se mostraba al otro lado de mi teléfono móvil—.

— ¿Es la agencia de detectives Anzona? —al otro lado de la línea hablaba un hombre, nervioso y con voz grave, castigada y chirriante—.

— “A, ri, zo, na” —aclaré yo—. Esta agencia se llama Arizona. Lo de “Anzona” es una errata que habrá leído en algún periodicucho.

— Lo que sea. Pero ustedes son detectives, ¿verdad?

— ¡Toma, claro! —me di cuenta enseguida de que mi respuesta, apresurada y un poco asustada, podía ponerme en evidencia. Y además, al decirla, había olvidado forzar la voz como antes, para parecer un adulto: porque Arizona no somos exactamente una agencia de detectives.

Verás. En realidad, el texto AGENCIA ARIZONA. Detectives privados. 14 años de experiencia al servicio de la comunidad. Infidelidades, acoso, accidentes de tráfico, sospechas criminales. Los mejores y los más baratos” era sólo eso, un anuncio insertado en la prensa, en la sección local de un periódico importante durante tres días seguidos, que se llevó los últimos ahorros que me quedaban. No existe tal agencia; tan solo el anuncio, un número de teléfono, y yo. Me llamo Ángel, por cierto. Ángel Fernández, aunque prefiero que me llamen “Michigan”. Encantado de saludarle, lector. Tengo 14 años y soy gran aficionado a la literatura policíaca y la criminología, y un famoso director de cine en ciernes.

— Somos los mejores de la ciudad, y los más baratos —añadí, asegurándome esta vez de poner voz ronca, como la de un señor adulto y serio—.

— Verá usted, caballero. Tengo un pequeño problema, un “lío de faldas” como suele decirse, y me gustaría contratar los servicios de un detective. No tengo problemas con el estipendio. Vi su anuncio esta mañana y quería saber si están interesados en un caso como el mío. La primera semana lo que hay que hacer es muy sencillo, sólo necesito a alguien que observe a una persona a todas horas del día. Preferiría no decirle mi nombre por teléfono, ¿tienen ustedes alguna oficina a la que pueda acudir a darles los detalles? —“¡bravo!”, pensé, una vez que asimilé, tras arduas cavilaciones mentales, el significado de “estipendio“—.

— Disculpe, señor, ¿me puede repetir su nombre? —la verdad es que había dejado de escuchar desde el momento en que mencionó la palabra “estipendio”, que me tuvo cavilando arduamente el resto de su interlocución—.

— No le he dicho ningún nombre —dijo, algo molesto, y bajando el volumen de voz—, necesito discreción absoluta. Quisiera saber si puedo verles esta misma mañana en algún sitio —ahora el señor sin nombre susurraba—. Dígame su dirección.

— Pues verá usted, el caso es que tampoco suelo dar la dirección de mi oficina por teléfono. Somos una agencia muy exclusiva —volví a mentir—. No sería la primera vez que alguien de la competencia contrata a uno de nuestros agentes para, a su vez, contratar a otro agente para espiar los complejos procedimientos de nuestro agente… El caso es… quiero decir… El caso es que solemos quedar con nuestros clientes por primera vez en un bar para… ¿sigue usted ahí?

— Caballero, tengo que dejarle —el señor de voz grave y malas pulgas emitía ahora apenas un hilito de voz. Parecía hablar desde el fondo del mar—.

— ¡Un segundo, no me cuelgue! —no podía permitirme perder al primer incauto que tecleaba mi teléfono, y mucho menos sabiendo que le era indiferente el estipendio requerido—. ¡Estoy por el centro, en la plaza de Quevedo!

— Dentro de una hora en la cafetería Rodas —fue lo último que susurró el misterioso señor afónico, antes de colgar—. Envíe a su agente mejor preparado.

Mi corazón hizo una pirueta dentro de mi pecho. La cosa parecía ir en serio. Cuando puse el anuncio no pensé que llamase nadie, si acaso algún chaval que hubiese perdido a su perro… No medí las consecuencias de mis actos. Éste era un señor, ¡una persona mayor!, con voz ronca y con muchos estipendios, y acababa de citarme para ofrecerme un caso, ¡a mí! Durante la conversación me había levantado y vuelto a sentar varias veces, de tan nervioso que estaba. Volví a acomodarme delante del ordenador, cerré las ventanas del Tetris, el Twitter y el Spillane (sin grabar la partida, pese a que acababa de solucionar un puzzle con el que llevaba dos semanas absorto), y busqué rápidamente en Google la localización exacta de la cafetería Rodas. Durante el proceso, en cuestión de segundos, valoré la situación. Tenía a un cliente desesperado que requería a una persona para espiar a otra durante toda una semana. Parecía sencillo. Y también urgente. Supuse que mi trabajo empezaría al día siguiente, lunes 23 de octubre, y duraría hasta el domingo; o quizá sólo contaría conmigo hasta el viernes, pronto lo sabría. El martes tenía el examen de recuperación de Historia, y los miércoles me toca encargarme de la abuela y llevarla al Retiro a desengrasar la silla de ruedas. Y encima el viernes había fiestón en casa de Julio, con chicas y no tenía pensado perdérmela. El resto de mis compromisos podían ser eludidos fácilmente.

Y ahora disponía de una hora para darme una ducha, disfrazarme de detective adulto y acudir a la Cafetería Playa de Rodas (el negocio más parecido al que el señor sin nombre me había mencionado; calle de Augusto Figueroa número catorce). Debajo de la ducha, temblando, decidí cogerle a mi padre un puñado de cigarrillos, la gabardina marrón que me puse en Nochevieja, y los zapatos de ante. Llevaría también el sombrero del abuelo y un bigote postizo que tenía en un cajón.

De esa guisa, me metí en el metro de Cuatro Caminos, y me bajé en Tribunal, tiritando, literalmente. Paré en una tienda de chinos con la que me crucé, para comprar un bolígrafo Pilot negro, y un cuaderno. El único que encontré sin un payasito o un personaje de Disney o los Simpson en la portada, era uno en el que se mostraba un paisaje playero y un rótulo bien grande en el que se leía “California”. Estuve rebuscando en el montón, muy emocionado, por si encontraba uno que dijera “Arizona”, pero sólo tenían “California”, “Florida” y “Hollywood”. Los zapatos de mi padre me hacían un daño espantoso en el talón izquierdo, y bajé por Fuencarral cojeando. Disimuladamente, a la altura de Hernán Cortés intenté ponerme el bigote, y entonces descubrí que era para un disfraz de broma, y llevaba una goma elástica. Localicé otros chinos enfrente, compré tijeras, pegamento y me acoplé el bigote como pude, debajo de la nariz, mirándome en un espejo retrovisor. En esta última tienda vi también una caja llena de pistolas de juguete, y decidí que llevar encima una pistola, aunque fuese de mentira, me ayudaría a serenarme y templar los nervios. La más “profesional” que logré encontrar fue un revólver de plástico que lanzaba flechas diminutas, metido en un blíster. Me enfundé el revólver escondido en la parte delantera del pantalón, y una vez resuelto el disfraz completo me deshice de todo lo demás: flechas, blíster, tijeras y pegamento. Llegué a la Cafetería Playa de Rodas con media hora de retraso. No tardé mucho en localizar a la persona con la que supuse que había hablado: sólo había un señor sentado en una mesa, y otros tres o cuatro de pie alrededor de la barra, concentrados en la tertulia sobre malos tratos que emitía la televisión.


Comentarios

  1. Manu [feb 14, 16:53]

    Oye, que buen comienzo, muy intrigante, seguirá el sabado que viene, no?

  2. Frunobulax [feb 16, 04:41]

    Sí, cada semana habrá un nuevo capítulo. Me alegro de que te haya gustado.

  3. SadlyMistaken [feb 16, 23:00]

    ¡¡¡Enhorabuena!!!! Me has dejado con ganas de más, a mí, y a mi sobrinito… (lo malo… alguna palabra que no entiende… quizás, esta parte del periódico, es juvenil, no infantil, peeeeeeeeeeeero, gusta igualmente.. jeje) Gracias.

  4. Frunobulax [feb 17, 03:59]

    Creo que tienes toda la razón, intentaré evitar las palabras que puedan ser desconocidas para los más jóvenes. ¡Un saludo!

  5. Marcos [feb 17, 20:38]

    Pues a mí no me parece un problema que no se entiendan algunas palabras: así aprenden vocabulario; sería un problema si fuesen la mayoría de las palabras las no comprendidas, pero no es el caso.

    Prometedor comienzo, y las ilustraciones me parecen preciosas.

    Saludos

  6. Ana [feb 20, 17:22]

    Lo he utilizado en la clase de español y les gustado mucho a mis estudiantes (en India), aunque han tenido problemas con algunas palabras, como dice Marcos es una forma de ampliar su vocabulario. Muchísimas gracias y ¡a seguir!

  7. Frunobulax [feb 20, 17:27]

    ¡Qué ilusión me hace saberlo, Ana! ¡Mi cuento leído en una clase!

    Sí que es verdad que la historia de Michigan está concebida más bien para lectores de 14 a 18 años, más o menos. Es difícil llegar a los pequeños. Intentaré irlo adaptando. Desde luego van a pasar muchas cosas fantásticas e imaginativas.

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