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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

16. Ciudades en miniatura y supervillanos de colorines

Frunobulax y Glòria Langreo | 25 septiembre 2010



Desde el cielo, la ciudad parecía una maqueta de trenes, como la que hay en el escaparate del Bazar Miguelángel, una juguetería que hay cerca de mi casa. Tienen un escaparate precioso, con estantes llenos de coches de juguete alucinantes, muñecos articulados de superhéroes, peluches y jugadores de fútbol de plástico. Y en el centro del escaparate, una ciudad en miniatura. Con casas pequeñitas, personitas microscópicas, tiendas, vacas, perros y rebaños de ovejas. Las casas son blancas y tienen tejados azules puntiagudos. Una vía de tren da la vuelta a la pequeña ciudad, y un tren la recorre cada hora, a partir de las ocho de la tarde, cuando cierra la tienda, y durante toda la noche. Me encanta pasear por la noche por mi calle, y acercarme a mirar el escaparate del Bazar Miguelángel. Siempre se forma un pequeño corro de gente alrededor de la tienda, a partir de las ocho de la tarde, porque el espectáculo es muy hermoso: se encienden las luces de todas las casas, las pequeñas chimeneas escupen humo diminuto, los semáforos se iluminan, el puente sobre el río se eleva. El río tiene agua de verdad, que corre desde la montaña de plástico que hay en una esquina, cayendo en una cascada. La maqueta se llena de nieve falsa, de humo o de hojas secas, dependiendo de la estación del año. Y lo mejor de todo es el trenecito, que a las ocho en punto se pone en marcha y recorre la ciudad, desde la estación, pasando por el túnel a través de la montaña, y hasta la plaza del pueblo; y vuelta a empezar.

En este momento, yo estaba volando, a lomos de un dragón espantoso del tamaño de un pony. Abrazado a su cuello con todas mis fuerzas, cuando el dragón cobró vida y se alejó del Palacio de los Condes de Soria a través de la cristalera, yo tenía los ojos cerrados y gritaba pidiendo auxilio, llamando a mi mamá, dondequiera que estuviese. Pero unos instantes después, conseguí abrir los ojos y contemplé, maravillado, la ciudad bajo mis pies, y me acordé del escaparate del Bazar Miguelángel. Mi miedo a las alturas desapareció de golpe, porque la verdad es que el espectáculo era fascinante. Los cochecitos eran del tamaño exacto de la maqueta. Las pocas personas que había por la calle parecían Lacasitos, porque se las veía redondas y de colores, al estar cubiertas por minúsculos paraguas. Los edificios no tenían tejados de punta, sino que eran azoteas cuadradas, con antenas parabólicas, aunque sí se veían algunas tejas en las casas bajas, pero mucho más sucias que las de la maqueta. Y el parque de Justiniano también parecía de juguete, con sus montículos verdes con florecitas, y los columpios para hormigas. Me quedé maravillado contemplando la escena. Y no pude evitar hablar en voz alta, como si el dragón que me transportaba pudiese entenderme.

—¡Esto es increíble! —decía, señalando a dos rectángulos azules muy grandes sobre los que estábamos a punto de pasar—. ¡Mira, ahí están las piscinas!

Sorprendentemente, el dragón, que hace un rato sólo era una estatua de piedra, pareció entender lo que decía, y giró sin pensárselo dos veces hacia el lugar que yo señalaba, y empezó a descender a toda velocidad hacia el centro de la piscina, en picado, como una gaviota que se lanza al mar como una flecha para pescar.

—¿Pero qué haces? ¡Que nos chocamos! ¡Sube, sube! —grité, señalando hacia el cielo. Lentamente, el dragón redujo la velocidad de caída, y emitiendo un leve gruñido metálico, que parecía significar “a tus órdenes”, extendió de nuevo las alas, planeó brevemente y volvió a aletear para remontar el vuelo. No había duda de que este bicho tan feo estaba entrenado. De pronto, me sentí poderoso, cabalgando a lomos de mi propio y obediente dragón volador. Me dieron muchísimas ganas de ordenarle que me llevase volando a París a ver la Torre Eiffel, y luego a Japón, y a Mercurio… Pero entonces recordé que mi amigo Toilet, el robot cantarín, se había quedado encerrado en el Palacio. Y lo más importante, que mi novia Susana debía estar secuestrada en el mismo lugar (vale, ya sé que no es mi novia, pero cuando le enseñe mi dragón ya veréis…). ¿Y qué sería de Víctor, el abusón de la clase, que había salido huyendo?


***


Víctor, al que apodábamos Terminíctor (por ser tan bruto que parecía querer matarnos a toda la clase, y porque tenía la cabeza cuadrada), había salido huyendo como una gallina sin cabeza. Dijo que iría a buscar ayuda, pero hacía más de una hora que Susana y yo entramos en el Palacio, y nadie había venido a rescatarnos. Pero no puedo culparle, porque sí que es verdad que buscó ayuda. Lo primero que hizo fue correr a su casa, y le contó a su hermano mayor, Ricardo, todo lo que había pasado.

Ricardo trabajaba en el taller de reparaciones. Era todavía más bruto que Víctor, tenía los brazos hinchados y llenos de tatuajes y la cabeza rapada. Presumía de ser la última persona que hizo la Mili, y haber aprendido a disparar cañones. La conversación entre Víctor y Ricardo fue más o menos así:

Víctor: «¡¡Socorro Richi Palacio!!».

Ricardo: «Qué haces aquí, enano.».

Víctor: «Robots… tentáculos… naves espaciales… matar a los humanos… Carlos Arniches nos debe dinero… Palacio de los Condes de Soria… monstruos…».

Ricardo: «Hueles a tabaco, no habrás estado fumando cigarrillos a escondidas, ¿no?».

Vítor: «…niños desaparecidos… secuestrados… alcalde asesino… socorro, socorro… ayuda… Palacio… no fumo…».

Ricardo: «Como te pille cigarrillos te voy a dar, enano.».

Víctor: «Cigarrillos caca… palacio… llueve…».

Víctor temblaba como un pudín. Ricardo se rascaba la cabeza, y olisqueaba a su hermano pequeño, aguantándose las ganas de darle una colleja. Su conversación era como la de dos seres prehistóricos. Nada de lo que decían tenía sentido, y sin embargo parecieron entenderse perfectamente, como si hablasen en una frecuencia de onda que sólo ellos comprendían, como si utilizasen un lenguaje inventado. Era imposible que Ricardo hubiese entendido algo de lo que balbuceaba su hermano, y sin embargo, sin pensárselo dos veces, cogió las llaves del coche y arrastró a Víctor escaleras abajo, sin dejar de regañarle por lo del cigarrillo.

Ricardo tenía un coche deportivo amarillo y negro, lleno de pegatinas con llamas, marcas de ropa y nombres de discotecas. Parecía un coche de rally. Tenía además cuatro tubos de escape en la parte trasera, y por dentro estaba decorado como una peluquería, con asientos de cuero rojo, fotos de cantantes famosos, muchos espejos y adornos muy feos. Ricardo arrancó el coche, y sin decir una sola palabra más, se dirigió a toda velocidad hacia el parque de Justiniano, en cuyo borde está el Palacio de los Condes de Soria. Parecía haber conseguido traducir las palabras de su hermano, y su cara de concentración parecía estar preparando algún plan.


***


En ese momento, en lo alto del Palacio de los Condes de Soria, estaba teniendo lugar una misteriosa reunión. Había un salón muy grande, con una mesa de piedra estrecha y muy larga, como una pista de la bolera. A ambos lados de la mesa había sentadas un montón de personas. Señores muy serios y vestidos con trajes elegantes, con chaqueta y corbata de distintos colores. Eran unas diez personas, que llevaban gafas de sol y maletines oscuros. Casi todos chupaban largos puros y sostenían copas grandotas como trofeos de fútbol, llenas de vino. Parecían muy contentos. En un extremo de la mesa, estaba sentado un señor calvo con bigote, muy concentrado en mitad de un discurso.

—Señores, nuestros planes avanzan según lo convenido —decía—. Andrew Wolodarski y Amanda Wilson han sido eliminados, y nadie sospecha de nosotros. Eran dos elementos peligrosos, que estaban dispuestos a traicionarnos, y hablarle a todo el mundo acerca del Linimento. No podíamos permitirlo. Esta vez, hemos hecho que la población sospeche de dos niños entrometidos.

El resto de los presentes en la reunión, sonrieron satisfechos. Algunos brindaron con sus copas de vino.

—Pero tenemos un problema: los niños han desaparecido —prosiguió el tipo calvo con su discurso—. Nuestro ejército de androides lleva varios días buscándoles, sobrevolando el centro de la ciudad con sus naves. Y el riesgo que corremos es muy alto. Alguien podría descubrir que no es una campaña de publicidad, esa trampa no funcionará para siempre. Probablemente, alguien les está ayudando. Y creo saber quién es.

En ese momento, el misterioso señor sacó una carpeta, y repartió por la mesa una fotografía. Una foto grande y en color, que mostraba al señor Carlos Arniches, a Susana, a Víctor y a mí, charlando en la sala de espera de la comisaría, el domingo pasado.

—Ya conocéis todos a este señor, ¿verdad? El Agente Carmín fue uno de nuestros más valiosos aliados. Todos pensábamos que estaba viviendo en una isla del Caribe. Es el trato al que llegamos, para no tener que eliminarle, cuando decidió que no quería seguir formando parte del Linimento.

—Tuviste que haberle matado —gritó uno de los presentes, vestido de pies a cabeza con un traje morado—. No hay que fiarse de los que nos abandonan.

—Silencio, Agente Púrpura. Todos decidimos dejarle vivir. Arniches hizo mucho por el Linimento antes de salirse del grupo. Pero ahora nos ha desafiado. De alguna manera, ha conseguido ocultar a estos críos de nuestros detectores magnéticos, y sin duda les está protegiendo y pasando información, para que acaben con el Grupo.

—Es una locura —dijo otro de los presentes, un anciano canoso con traje dorado—. ¿Por qué elegiría a unos niños?

—Nadie sospecha de los niños, Agente Bronce —respondió el líder de la conversación, el calvo misterioso que estaba en el extremo—. Los niños siempre parecen inocentes, son ágiles, escurridizos y la gente siente lástima por ellos. Por eso mismo nosotros les elegimos para que fuesen culpados por la muerte de Andrew y Amanda.

—Esos niños saben demasiado —dijo otro anciano que, supongo, respondía al nombre en clave de Agente Caca—. Mis informadores me han dicho que atacaron a uno de nuestros humanoides clónicos. Incluso consiguieron arrancar su cabeza y la esconden en algún sitio.

—Lo sé, Agente Marrón —ah, por lo visto el jefe le llamaba Agente Marrón—. Son peligrosos, y además no tenemos datos sobre ellos. Alguien ha manipulado nuestros datos. Probablemente, el señor Arniches.

—¿Pero tú…? Perdón, quiero decir, ¿usted no tiene acceso a todos los datos de la ciudad? —preguntó otro viejo, vestido de azul marino—. Para algo es el alcalde.

—Silencio, Agente Azul Marino. No me llames de esa manera. En este lugar, no soy el alcalde de nada. Aquí sólo podéis llamarme Agente Blanco. No se te ocurra volver a utilizar mi título, ni el nombre verdadero de ninguno de nosotros.

—Lo siento… —dijo el Agente Azul Marino agachando la cabeza—. Pero, ¿no puedes confirmar los datos del domicilio de esos niños? Bastaría con localizarles y eliminarles.

—Eso ya se intentó —el Agente Blanco, que ahora no había duda de que era el alcalde de la ciudad—. Los datos que posee el Ayuntamiento son erróneos. Uno de los clones les siguió hasta una buhardilla, pero consiguieron esconderse. Estos malditos niños podrían estar en cualquier sitio. Sin duda, Arniches les ha colocado anuladores, por eso no aparecen en nuestros escáneres, que nos permiten tener localizada a toda la población. Hay que encontrar al señor Arniches, para destruir los anuladores, y a continuación destruir a esos horribles niños entrometidos. ¿Dónde demonios andarán esos mocosos…?

Pues mira por dónde, esos tres niños estaban muy cerca. Susana era la niña más lista que yo jamás había conocido, y en ese preciso instante estaba en esa misma habitación, escuchando todo lo que se decía en la misteriosa reunión. Estaba escondida detrás de una de las muchas armaduras que decoraban la sala. Y ahora empezaba a comprender: la culpa de todo la tenía el alcalde. Él era el líder del Linimento, la Sociedad Secreta que asesinaba a quien le daba la gana para hacerse cada vez más poderosa, que no le importaba asesinar a niños u organizar un ataque de robots para saquear a la población.

Otro de los niños a los que todo el Linimento buscaba, Víctor, en ese momento venía con la caballería, el salvaje de su hermano Ricardo, en dirección al Palacio.

Y el otro niño, éste que os habla, también estaba muy cerca de allí. Precisamente, en este momento, viajaba a lomos de un dragón de piedra que había cobrado vida. Un dragón que aleteaba dirigiéndose a toda velocidad hacia el Palacio del que hacía un rato que había salido. El vuelo del dragón seguía exactamente la dirección que le indicaba su piloto, con el dedo: la sala de reuniones de lo más alto del Palacio. El mismo lugar en el que el alcalde de la ciudad, Elías Alvaraz Ferrer, el Agente Blanco, líder de la malvada secta el Linimento, daba órdenes de liquidar a tres niños inocentes. La torre del Palacio, fuertemente iluminada, tal y como había visto Susana esa tarde desde el banco del parque, se hacía cada vez más grande, a medida que el dragón se acercaba a una velocidad increíble, siguiendo la dirección de mi dedo. De nuevo me acordé de la maqueta del Bazar Miguelángel, y de sus bonitas casas puntiagudas, con las luces encendidas. Era como si estuviese viendo la maqueta del escaparate, que poco a poco se fuese haciendo más grande a medida que me acercaba, directo hacia la torre. Estaba dispuesto a cualquier cosa. De pronto, no le tenía miedo a nada. Yo creía que Susana estaba secuestrada en aquel lugar, y si había que entrar a la fuerza volando por la ventana para salvarla, sin lugar a dudas lo haría. Lo que no sabía es que todo el Linimento me esperaba dentro; tampoco sabía que Susana no estaba secuestrada, sino escondida en un rincón; y que Víctor se acercaba a toda velocidad con ayuda; y Toilet… ¿dónde estaría el pobre Toilet?

Lo sabréis dentro de quince días. Esto se pone emocionante, ¿verdad?


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