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Los casos de Ángel Michigan, por Frunobulax y Glòria Langreo

Ángel Fernández es un adolescente madrileño, amante de todo tipo de historias de detectives y misterios, que un día, aburrido de tanto estudiar, decide disfrazarse de señor mayor y jugar a ser investigador privado. Pero en el mundo de los adultos, pocas cosas son un juego. El autor de estas aventuras escribe un blog sobre los Simpson y los tebeos. Las ilustraciones son de Glòria Langreo.

9. Clones, rayos hipnóticos y ciervos invisibles

Frunobulax y Glòria Langreo | 8 mayo 2010



El señor Arniches (o cualquiera que fuese su nombre real) nos estaba esperando en el bar de abajo. Pero Susana sospechaba que estaba en el ajo, e incluso podría ser el responsable del doble asesinato de los Wolodarski. Decidimos acercarnos al bar y espiar desde la calle, antes de tomar alguna decisión. Si notábamos que el misterioso señor bajito tramaba algo, correríamos hasta la comisaría de policía de al lado.

No tuvimos que tomar ninguna decisión. Cuando doblamos la esquina hacia el café donde habíamos quedado con Arniches, Susana se dio cuenta de que había una agitación inusual alrededor de éste, y descubrió a varios tipos misteriosos que, aunque lo intentaban, no conseguían hacerse pasar por peatones corrientes: había un puesto de chicles en la puerta de la cafetería, que nunca antes había estado allí, regentado por un musculoso tipo mal disfrazado de vendedor ambulante; y a su alrededor, hasta tres señores, con traje, gafas de sol y sombrero, apoyados en la pared leyendo un periódico. Es verdad que era muy extraño. Susana era muy observadora. Era imposible no darse cuenta de que alguien más nos esperaba. Nos dimos la vuelta, y tomamos la decisión de acudir a la policía.

Y no habíamos caminado más de dos metros, cuando alguien a nuestras espaldas nos agarró con fuerza del hombro.

— ¡Aaaaaaah! —Susana y yo gritamos de manera armónica, melodiosa.

— ¿Dónde se supone que vas? Llevo media hora esperándote —el supuesto Arniches parecía muy preocupado, y también llevaba gafas y sombrero, como ocultándose de alguien—.

— ¡Por favor, no me mates! —grité, asegurándome de que los viandantes cercanos pudieran oírme.

— ¡Ssshhhh! No grites, niño. Todo el mundo nos está buscando.

— Señor, no disimule, hemos visto a sus matones escondidos, vigilando —dijo Susana—. Ahora mismo vamos a ir a la policía.

— Si vais a la policía, os meterán en un reformatorio para siempre —el señor Arniches parecía aterrorizado, ahora que me fijaba—. Abel, eres el principal sospechoso del asesinato.

— ¡¡Pero que me llamo Ángeeeeel!!

— ¿Qué está diciendo, señor? Esto es una locura, Ángel no ha matado a nadie —era enternecedor ver a Susana defendiéndome. Incluso me pasó un brazo por el hombro—. Anoche estaba con él.

— ¡Y además, si alguien sospecha de mí, es por su culpa! ¡Usted me metió en este lío! —estaba verdaderamente enfadado, y asustado.

— Ya lo sé, chicos. Y os pido disculpas. Yo también soy sospechoso. Tengo que enseñaros una cosa. Por favor, tenéis que fiaros de mí, no voy a haceros ningún daño.

Al final llegamos a un acuerdo con el supuesto señor Arniches. Nos convenció de que no conocía de nada a los matones disfrazados que vigilaban la cafetería. Que habían escuchado con escáneres la conversación telefónica, y se habían apostado frente a la cafetería para detenernos a todos, o quizá matarnos. Por eso le encontramos en la calle. Podía ser. Decidimos seguirle el juego y escuchar la historia, pero sólo si nos la contaba en la sala de espera de la comisaría. Allí nos sentiríamos a gusto, y nadie sospecharía nada.

Sentados en la sala de espera, junto a mucha otra gente que aguardaba su turno para renovar el carné de identidad, el señor Arniches nos contó un montón de cosas sorprendentes. Lo más sorprendente de todo, era que de verdad se llamaba Carlos Arniches. Nos enseñó un montón de tarjetas y documentos que lo demostraban.

— Vaya casualidad, señor. Pensé que me había tomado el pelo cuando leí en internet que era usted un dramaturgo nacido en 1866 —esto lo dije para presumir de inteligencia; me lo había aprendido de memoria leyendo la Wikipedia el otro día.

— Veréis, chicos. En realidad no soy el ex-marido de Amanda. En eso sí que te mentí, pero sólo cuando descubrí que eras un niño disfrazado. Todo esto es una locura, yo quería contratar a un detective privado de verdad, porque sospechaba que intentaban atentar contra mi cliente. Soy detective privado.

Esto sí que era una sorpresa. Arniches contratando a otro detective para hacer su trabajo.

— Llevo muchos años al servicio de la señora Amanda Wilson, y desde que se casó con el señor Wolodarski hay una sociedad secreta llamada El Linimento, que está detrás de ambos, para hacerse con su fortuna, y sobre todo para evitar que cuenten toda la verdad en televisión acerca de los planes de esta sociedad.

— ¿Qué es eso del “linimiento”? —pregunté.

— El Linimento. Es una secta milenaria que está detrás de algunos de los acontecimientos más importantes de la historia —explicó Arniches en voz baja. A nuestro alrededor, en la comisaría, había mucha gente. Pero nadie parecía prestarnos atención—. Terremotos, supuestos accidentes gordos, asesinatos de jefes de Estado… Muchos de estos sucesos están organizados cuidadosamente por los miembros de esta secta, para preservar su negocio.

— ¿Y por qué hacen cosas tan horribles? —ahora preguntaba Susana.

— Por dinero y poder, claro.

— ¿Y por qué han matado a Amanda y Andrew? —yo.

— Eran miembros de la secta, cansados de tantas mentiras y tanta sangría, que decidieron contarle al mundo este secreto.

— ¿Y por qué han elegido a Ángel para cargarle el muerto? —Susana.

— Eso fue culpa mía. Hace tiempo que me siguen, ya que soy su detective privado personal. Y descubrieron que te había contratado, y supongo que te vieron como una presa fácil. Hay muchos chicos jóvenes aficionados a los programas de televisión, que odian a Andrew por haberse casado con Amanda. Supongo que debieron pensar que culpar a Alberto…

— ¡Ángel! —yo.

— …Que culpar a Ángel del asesinato sería más fácil que a un adulto.

— ¡Pero no tienen ninguna prueba de nada! —Susana.

— No les hace falta. Llevan miles de años inventándose pruebas. Sólo necesitan un cabeza de turco.

— Pero si yo no soy turco —yo.

— Eh… Bueno, quiero decir, que al ser un chico tan joven, debieron pensar que sería más fácil convertirte en el asesino. Y es una historia muy atractiva para la prensa.

— No entiendo. No hay ningún testigo, nadie sabe nada, nadie sospecha de Ángel. Es ridículo —Susana.

— Al contrario. Hay muchos testigos. Todo el barrio te vio salir de casa de los Wolodarski con un arma.

— ¡¿Qué?! Eso es una locura, ¡yo no he hecho nada!

— El Linimento tiene sus herramientas. Anoche algunos de sus Clones estuvieron “peinando” la plaza, armados con sus máquinas de convencimiento hipnótico.

— ¿La nave que vimos ayer sobre la plaza? —dijo Susana.

— Eso es. Era una intervención del equipo. Ahora, casi toda la gente de la zona ha sido inoculada con recuerdos falsos, y cualquiera de ellos podría testificar contra Ángel, convencido de que es un asesino.

— Vale, creo que ya voy entendiendo qué es lo que pasa aquí —no mentía. Por fin empezaba a comprender lo que estaba pasando. Los dos populares personajes televisivos, poderosos, famosos, millonarios y decididos a contarle al mundo todo acerca de El Linimento. Son eliminados. Eligen a un asesino al azar, inocente e inofensivo, simplemente por estar investigando sobre ellos. Dejan pruebas falsas, y tienen armas para cambiar los recuerdos de la población, y que nadie sospeche nada. Ahora soy oficialmente un asesino. Esto es una pesadilla—. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿por qué hay un ciervo ahí en la calle?

— ¿De qué estás hablando? —dijeron Arniches y Susana mirando hacia la puerta de la comisaría.

— Ahí, ¿no lo veis? ¿Por qué hay un ciervo en plena calle, y nadie se para a mirarlo?

— ¿Un qué? Estás loco, ahí no hay nada —Susana me pasó una mano delante de los ojos, pensando que veía visiones. Pero no, yo lo veía claramente. Un ciervo adulto, de un pelaje marrón muy oscuro, se había detenido en la puerta de la comisaría, y miraba fijamente hacia nosotros. Por un momento me asusté bastante, pero enseguida decidí levantarme y acercarme hacia la puerta. Carlos y Susana estaban perplejos, mirándome. Parecía que sólo yo veía a ese ciervo.

Cuando me aproximaba hacia la calle, el ciervo se dio la vuelta y comenzó a caminar despacito, dobló la esquina y desapareció entre la multitud.


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