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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento trigésimo séptimo: "Morg y Brutha"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 11 diciembre 2010



I

La puerta se abrió al fondo del pasillo. Brutha, que estaba sentada en el suelo, con la cabeza enterrada entre las rodillas, vio salir a Celis. Tenía la ropa y los brazos manchados de sangre. Brutha se incorporó y caminó hacia ella. Andaba, si es que esto es posible, con una urgencia de lentitud. Ansiosa por saber y sin querer saber, llena de tensión. Celis, por el contrario, se movía muy despacio, silenciosa, como un fantasma.

Brutha llegó a su altura. Las dos se quedaron mirando un segundo. Brutha notó como los ojos volvían a llenársele de lágrimas y las mejillas le ardían. Tragó saliva para contenerse.

―Está sufriendo mucho ―dijo Celis.

La respuesta desconcertó a Brutha, la enfadó.

―Pero… ¿Vais a poder curarle o no?.

Celis bajó la cabeza en un gesto que denotaba tensión.

―No podemos utilizar más magia, Brutha.
―¿Cómo? No. No estáis usando la suficiente.
―Estamos usando toda la que podemos. La Magia mantiene visible la empalizada y la conexión con el resto de Whomba. Si la conexión desaparece… caerán sobre nosotros.
―¡Está sufri…¡ ―Brutha se gobernó de nuevo―. Tú misma has dicho que está sufriendo.

Celis guardó silencio, la miró a los ojos. Se quedaron las dos paradas, como dos sombras. El rostro de Brutha se contrajo. No quería llorar. Le dolía el pecho y el corazón. Le dolía físicamente.

―Sabes que no podemos dedicar más magia a esto. Él no lo permitiría.

Brutha sintió de pronto una sensación de asco y desprecio por Celis, por estar tan calmada. Como si no le importara lo que estaba sucediendo.

―Lo siento… Lo siento mucho, de verdad.

Brutha rebasó a Celis en el pasillo, sin decir nada y entró en la habitación.

Celis bajó al piso de abajo y salió a la calle. Quería respirar aire limpio. Le olía la ropa a vísceras y a quemado. Salió y encontró a cientos de personas, quizás miles, alrededor de la cabaña principal. Era de noche y muchos portaban antorchas o habían encendido pequeños fuegos. Estaban apiñadas, en silencio. Como si el destino de todo Gulf dependiera de lo que pasara en esas cuatro paredes. Miró sus rostros llenos de dolor y sintió un peso en la espalda. La desilusión abriéndose paso, la sensación de derrota en el cielo del paladar. Se obligó a desterrar esos pensamientos de su cabeza.


II.

La sala de reuniones principal estaba hecha un desastre. Trapos e instrumental médicos tirados por el suelo, manchas de sangre en el suelo y las paredes, charcos debajo de la mesa que había servido para ratificar tantos acuerdos al inicio de los días de Gulf.

Brutha entró y mandó a los demás médicos que salieran. El grupo de quince que acompañaba a Celis lo hizo de inmediato y la sala se quedó vacía, salvo por Brutha y Morg.

El hombre lobo está tendido sobre la mesa cual largo era, con el morro hacia el cielo en su forma “semi-hominida”. Brutha le escuchaba repirar de forma acelerada y agotarse. Con un sonido como el de un silbato imposible que marcara el tic-tac de una vida. La sala olía a quemado, a carne chamuscada.

Brutha se acercó a la mesa y tomó con sus manos la zarpa de su amigo. Al acercarse tanto a la mesa pudo ver el estado de la herida. Un agujero de unos diez centímetros rodeado de gasas llenas de sangre. El olor hizo que Brutha tuviera que sofocar una arcada. Pero lo peor es que es podía escuchar a la pefección como la bala seguí oradando y quemando la piel. Conocía perfectamente el efecto. Ella había disparado esas balas alguna vez. Balas de los dioses. Balas que no fallan, balas que siguen matando hasta agotar la vida. Apretó la mano de Morg. El hombre lobo se giró hacia dónde estaba Brutha, pero la chica notó en seguida que no podía verla.

―Eh… ―dijo―, ¿estoy guapo?

Tosió un par de veces.

―Estás echo una mierda ―dijo Brutha imprimiendo a la frase toda la alegría que pudo encontrar.
―Muy poco elegante para un corcel ―susurró Morg.
―Tú no eres mi corcel.

Brutha notó cómo las lágrimas le recorrían el rostro.

―Necesito que me hagas tres favores ―un espasmo recorrió el cuerpo de Morg.
―¿Tres? Es un poco mucho ―dijo Brutha con una sonrisa.
―Es lo que hay… Escucha.

Brutha se acercó al rostro de Morg y éste le susurró sus deseos al oído.

― ¿Lo harás? ―dijo Morg. Una burbuja de sangre se le formó en la garganta y le brotó entre los dientes.
―Claro ―dijo Brutha.
―Gracias ―dijo Morg.

Brutha se le quedó mirando.

―Vamos, no te entretengas.

Brutha no se movió.

―Brutha… Por favor.

El sonido de la bala seguía atravesando la piel. Morg gruño de dolor.

―Brutha…
―Dime.

Morg la miró y sonrió enseñando los colmillos.

―¿Ha merecido la pena.

Brutha sonrió con el rostro lleno de lágrimas. Se acercó a su amigo y le besó en la mejilla. Acto seguido cumplió con el primero de los deseos de Morg. Puso sus manos sobre el pecho del hombre lobo y empezó a concentrar todo la tristeza y la rabia que sentía en un punto. La magia empezó a fluir a través de sus dedos. Sus manos empezaron a brillar con un tono anaranjado, casi rojo, y sus ojos se tiñeron de dorado. Miró a Morg por última vez y después descargó toda la energia sobre ese punto seleccionado. El cuerpo de Morg estalló en llamas. Brutha sintió el calor en el rostro, como el último aliento de su amigo.


III.

Hacía frío. Brutha miraba por la ventana. Le gustaba sentir el frío en la cara. Le quitaba el recuerdo de la cabeza. Le hacía consciente de sí misma. Todo el dolor parecía haberse evaporado en un gran vacío. La puerta del despacho se abrió. Era Thoros.

―Brutha… ¿Querías verme?

Brutha le había mandado llamar, pero ahora, al verle, no sabía muy bien qué hacer. Se puso nerviosa. Quería tocarle, quería besarle y olvidarse del mundo y a la vez…

―Morg ha muerto ―dijo Brutha.

Thoros se acercó hacia ella. A los ojos de Brutha, el chico parecía triste, aunque de una forma algo más ritual, menos viva. Lo que realmente cruzaba su rostro era un deseo de abrazar a Brutha, de bloquear su sufrimiento.

―Lo sabemos. Lo hemos… visto.

Las llamas y el humo se veían desde las ventanas de la sala de reuniones. De pronto, Brutha se sintió sobre-expuesta.

―¿Cómo estás? ―dijo Thoros. Se dió cuenta enseguida de que se había apresurado demasiado. Brutha no le había llamado para eso.
―Morg me pidió tres favores antes de morir. Para cumplir dos de ellos te necesito.

Brutha se fué hacia el interior de la sala y se sentó junto a la mesa. Sobre la misma había una carta, estaba escrita a mano por la propia Brutha.

―Leela ―dijo la chica. Su tono de voz se había vuelto marcial, distante. El tono de la obligación.

Throros cogió la carta y la leyó… Hacia la mitad ya no podía creer lo que estaba leyendo.

―Pero… Brutha, esto es… ¿Qué sentido tiene ésto?
―Lee hasta el final.

Thoros leyó el documento. Cuando llegó al final se quedó mirando la última linea. No es que tuviera nada de especial, pero no quería mirar a Brutha a los ojos. La responsabilidad que depositaba en él era enorme. Sabía que Brutha no estaba pensando con claridad absoluta, que ahora podría pensar una cosa y luego cambiar de opinión y, sin embargo, él tendría que defender lo que ponía en el papel pasara lo que pasara y cayera quien cayera.

―De acuerdo ―dijo―. Pero lo hago porque estoy de acuerdo con Morg. Porque lo aceptaría aunque estuviera vivo. Tienes que entender eso, porque si no lo entiendes no servirá de nada en el futuro.
―Lo entiendo ―dijo Brutha. Y lo dijo mirándole directamente a los ojos.

Se volvieron a quedar callados. Thoros no soportaba el silencio, quería llenarlo con palabras, decirle que todo iba a ir bien. Pero sabía también que no tenía derecho a meterse en su dolor, que Brutha no era así, que hacerlo sería un error.

―El otro favor… ―comenzó a decir Brutha―. Para el otro favor… Dios.

Brutha bajó el rostro y empezó a sollozar. Un llanto casi apagado. En la penumbra, Thoros pudo ver como le temblaban los hombros. Se puso en pie y se acercó hasta Brutha. Se arrodilló a su lado y la tomó las manos. Ella le miró abrasada en lágrimas. Le besó por primera vez. Primero apretando los labios muy fuerte contra ella y después abriendo la boca y dejando que la lengua se hiciera paso entre ellos. Las manos de Thoros cubrieron su cara de caricias. Brutha se apartó.

―No te puedo pedir esto ―dijo.
―Puedes pedirme lo que quieras.

Dejaron de besarse. Brutha le miró e intentó recomponerse.

―Morg quiere que sus cenizas descansen… fuera de Whomba.

Thoros no esperaba que esa fuera la petición.

―Dice que los miembros de su clan irán a recogerlas al sur de Whomba. En las playas. Yo no puedo llevarlas, tengo cosas que hacer aquí, pero tú podrías…
―Atravesar las filas de Loona. Si, podría hacerlo.

Brutha le miró a los ojos de nuevo.

―El sacrificio será enorme.
―La magia nació en mi, estoy seguro de Celis podrá quitármela, así podre atravesar el cerco, no te preocupes.
―¿Será permanente?
―No lo sé. No sabemos tanto de esa energía, ni de su origen ni de cómo controlarla. Pero lo haremos.

Brutha volvió a besarle.

―Es muy peligroso. Deberás partir con el alba.

Thogos sonrió.

―Deberíamos compartir cama a mi vuelta… Si salimos de ésta.

Brutha sonrió y volvió a besarle.

―Estoy harta de postergarlo todo.
―Es el tiempo que hemos elegido vivir. Yo llevaré las cenizas de Morg, es un honor para mi. Y tú… ¿Que vas a hacer tú?

El rostro de Brutha se ensombreció.

―Es mejor que no lo sepas, por tu propia seguridad.


IV

Amanecía. El sol despuntaba sobre las colinas de Gulf. Bello e ignorante del dolor que acompañaba a la noche. Brutha estaba abrigada, mirando por la ventana. Celis entró detrás de ella.

―Ya ha partido ―dijo Celis.
―¿Y la magia? ―Brutha no la miraba.
―Se ha podido hacer. No te preocupes. ¿Has dormido?

Brutha seguía sin mirar, con los ojos fríos.

―En unas horas reuniré a la Guardia. Atacaremos el campamento de Loona al anochecer.

Celis creyó no haberla entendido.

―No sé que es mejor, si cerrar la conexión durante la batalla o mantenerla abierta. Decídelo tú misma.

Celis llevaba esperando algo similar durante toda la noche. Una reacción de ese tipo, fruto del odio y el cansancio. Pero no esa, no así.

―Es un suicidio ―dijo.
―Es lo que hay que hacer―contesto Brutha con una frialdad que parecía sacada de otro cuerpo.
―No es así como hacemos las cosas.

Brutha se dió la vuelta y desafió a Celis con la mirada.

―¿Y cómo las hacemos? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Esperar a que vuelvan a atacarnos? ¿A que caiga otro de los nuestros? ¿A perder otro amigo?
―Para empezar ―insistió Celis―, no eres tú quién debe tomar la decisión, sino el Consejo.
―¿Crees que habrá alguien en el Consejo que vaya a contradecirme?
―Tenemos que mantener la calma ―dijo Celis intentando imprimir a su propia voz cierta autoridad.

Brutha golpeó la mesa con la mano y lanzó una silla contra la pared.

―A mi no me queda calma. A ninguno debería. Si a ti no te importa…
―¡Claro que me importa, maldita sea! ―Celis sintió una furía desconocida. Una fuerza guardada durante años―. ¿Crees que no querría ir a sus templos e incendiarlos? ¿Crees que no querría hacerles sangrar, verles morir? Loona mató a mi amigo Xebra cúando era una niña. ¡No te atrevas a darme lecciones!

Brutha atravesó la puerta sin mirar a Celis.

―Si tú no fuiste capaz de ganar esa guerra, no es problema mío. Si quieres seguir aquí escondida como una rata, mendigando por lo que es nuestro por derecho, tampoco. La guardia está conmigo. Si el consejo también, lo haremos así. Si no… No voy a pedir permiso.

Brutha abandonó la sala. Celis se quedó mirando el vacío. No iba a permitir que Gulf cayera por los deseos de venganza que ella misma había enterrado para que Gulf existiera. Eso no iba a suceder, costara lo que costara.

FIN DE LA TERCERA PARTE


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