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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento trigésimo primero: "Empalizadas"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 23 octubre 2010



Las últimas horas de oscuridad se iluminan con las brasas de las antorchas. El silencio no es tal, pues se completa con la respiración acompasada de los guardias. Los estandartes de Gulf caen largos como pancartas del pasado sobre la empalizada. Improvisados, sin un dibujo claro ni una sola mano. Banderas sin un color uniforme, mensajes como gritos a la nada.

Brutha observa la oscuridad, repasa cada risco al fondo del valle, cada piedra. Se da cuenta de que le sudan las manos de apretar su arma, un reflejo inconsciente. Le duele la espalda. No ha dormido. ¿Cuántos días hace que no duerme? No puede despistarse, ninguno de ellos puede. Su cielo está vacío, no hay nadie a quien encomendarse. Solo están ellos.

Un ruido a su espalda la libera de su concentración. Es Thogos. Viene con una taza de café caliente cuyo aroma percibe cada guardia de la empalizada y la propia Brutha.

—Celis me ha dicho que te suba esto —dice Thogos.

Se lo entrega y él mismo se queda mirando al otro lado de la empalizada. Un escalofrío de miedo le recorre la espalda.

—¿Has dormido? —le pregunta a Brutha.
—Ya dormiré —dice ella. Luego le mira y él está mirando al otro lado. Brutha vuelve la cabeza hacia el valle más allá de la empalizada y solo entonces Thogos la vuelve a mirar. Brutha, aunque está cansada, sonríe y, aunque aún es de noche, sabe que Thogos tiene las mejillas rojas de vergüenza.

Es agradable dispersar la mente unos segundos, aunque solo sea un momento, pero en seguida se da cuenta de que si se relaja, el cansancio aflora. Thogos lo nota también.

—¿Crees que funcionará? ¿Crees que lo conseguiremos? —dice el muchacho.
—Es lo que ha decidido el consejo.

Brutha no quiere juzgar la decisión. Ha decidido no hacerlo para protegerse. El plan inicial fue suyo, pero no se trata de eso. Se repite mil veces que si todo sale mal, al menos lo habrán decidido entre todos. Si hay que morir, si van a morir, que por lo menos sea por algo que sea enteramente suyo.

—¿Vosotros qué tal vais? —le pregunta Brutha a Thogos.
—Vamos —dice éste—. Celis dice que solo necesitamos tres ciclos de Luna más.

Los dos sonríen, les entra la risa. Saben que es imposible.

El sol sale a su espalda, lentamente, llenando el valle de luz, haciendo inútiles las antorchas que van apagando una a una. Brutha se sube a una de las almenas de la empalizada principal y sacude un pañuelo de color rojo. Desde el otro lado de la empalizada otro pañuelo del mismo color devuelve la señal. Es Morg. Allí tampoco han visto nada.

Brutha repasa de nuevo las fuerzas con las que cuentan. Es un ejercicio que hace varias veces al día, intenta imaginar posibilidades alternas, errores que se le hayan pasado. Se siente atrapada y sabe que el resto se siente también así. Con la magia todo es posible, hasta entonces siempre ha sido posible. Imaginaban algo, que movían un río o que curaban a alguien e iban probando hasta conseguir, si no el resultado completo, al menos un acercamiento. Celis aparecía cada día con ideas nuevas, todo el mundo aportaba propuestas, mejoraba las anteriores, parecían beber de una fuente infinita. Pero ahora sabían que su problema era concreto, material. La milicia que iba hacia allí iba a destruirles, ese era el objetivo. El enfrentamiento solo era evitable si se iban de allí, pero ¿irse a dónde? Los seguirían persiguiendo, se dispersarían, la magia desaparecería. Y luego estaba el argumento de Morg. Para Morg, como para Celis, Gulf era un lugar que ahora tenía una vida. Esa vida había que defenderla, no podían abandonar el lugar a su suerte, dejarlo morir. Brutha estaba de acuerdo, pero miraba a su alrededor y no veía guerreros.

De ahí el plan. De ahí el riesgo.

—Deberíamos hacer una fiesta —dijo Brutha.

Thogos la miró con absoluta incredulidad, casi nervioso.

—¿Qué celebraríamos? —dijo—. Quiero decir… ¿Te parece el mejor momento?
—La gente está nerviosa, sienten que van a morir —Brutha tenía que decir esas palabras en voz alta—. Se merecen que esa tensión se convierta en alegría.
—Tendría cierta gracia que llegaran y nos encontraran en medio de una fiesta salvaje, borrachos, bailando… Contentos —dijo Thogos, que por otro lado sentía un pudor infinito ante semejante posibilidad.
—Confirmaría todas sus sospechas: “Demonios fornicadores”. “Los encontramos vejando a una cabra”.

Los dos rompen a reír de nuevo, esta vez más fuerte. Thogos liberando la timidez, Brutha la tensión. Rieron y rieron, la risa hizo eco en las paredes de la empalizada. Los habitantes de Gulf que estaban en el interior escucharon la risa y, sin hacerse demasiadas preguntas, se alegraron también. Hacía demasiado tiempo que no se escuchaba reír.

Brutha y Thogos fueron calmándose y recuperaron la compostura. Brutha volvió a mirar al valle, guardó silencio. Se llevó el café a los labios y pegó un buen trago. Celis lo había hechizado, era más reconstituyente que el café.

—Si sobrevivimos a esto, creo que deberíamos acostarnos juntos —dijo Brutha—. Me gustaría compartir mi cama contigo.

A Thogos se le cayeron las gafas al suelo. Imaginó que no había oído lo que había oído.

—Que… ¿por qué?

Brutha seguía sin mirarle.

—Porque te gusto y tú me gustas a mí, ¿no te parece un motivo lo suficientemente importante? —la chica, esta vez sí, apartó la mirada de la empalizada y le miró a los ojos.
—Eh… Bueno, como… como científico que soy es, es un experimento que estaría dispuesto a… a realizar. Si salimos de ésta.

Brutha le sonrió. Llevaba semanas deseando decirle algo así. Sabía que aquello no era el amor, pero lo que en su día habían llamado amor resultó ser la trampa de un dios. Una cárcel. Quizás se estaba vengando del Dios Parhem, quizás era una forma de desafío minúscula, personal, que nadie más sabría. Pero para Brutha significaba que se podía sentir de otra manera. A la suya.

—Por otro lado —dijo Thogos—, la condición me parece injusta. Es evidente que no vamos a sobrevivir.
—En eso llevas razón —contestó Brutha. No hizo falta que esa vez se miraran. Los dos miraban al valle con gesto desafiante. Si había que vivir por algo, maldita sea, aquel era un gran motivo.

Estuvieron en silencio unos minutos, hasta que lo escucharon. El sonido que ponía punto final a la tensión y que cerraba la calma. El sonido de la guerra y la batalla. El sonido de pies marchando, de caballos trotando. El sonido de la guerra. Brutha miró a Thogos, que salió corriendo empalizada abajo, hacia los puestos de guardia inferiores, a dar la alarma. En el lado de la empalizada vigilado por Morg sonó una campana.

«Yo también lo he visto», pensó Brutha.

Los guardias empezaron a correr y a ponerse en formación. Bruthá ascendió hasta el campanario de su flanco y golpeó con fuerza la campana. El sonido atravesó Gulf. Supo que abajo la gente empezaba a prepararse. Salió corriendo y volvió a su puesto. Aún no se les veía desde su posición, pero el sonido se iba haciendo más intenso. Miró a su espalda, a su hogar, verde, resplandeciente. Vio a la gente correr a sus posiciones, vio a Celis y su brigada ascender por la colina sur tal y como lo tenían ensayado… Y gritó. Gritó como había escuchado a Morg gritar en alguna ocasión, desde la tripa. Con rabia y emoción. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¡Por la magia! —dijo.

La empalizada vibró cuando las gargantas de todos los guardias respondieron a su grito.

—¡Por la magia! —dijeron.

Al otro lado, Morg gruñó con toda la fuerza de sus poderosos pulmones.

—¡Por Gulf!

Y en ese momento, Brutha vio la primera fila de la milicia. A pie, con armadura de color blanco nácar, casco de guerra con el símbolo de Whomba, Capitana de las fuerzas de los dioses, estaba Loona, su maestra. Había venido a destruirles.


Comentarios

  1. Santi [oct 23, 22:25]

    Primero quiero decir que soy un auténtico fan de “El intercambio…”
    Lo leo cada sábado con fruición.

    Creo que hay una errata en esta frase:

    —Si sobrevivimos a ésto, creo que deberíamos acostarnos juntos —dijo Celis—. Me gustaría compartir mi cama contigo.

    ¿No debería decir “dijo Brutha”?

  2. Ana Lorenzo [oct 24, 15:19]

    Estoy con Santi. Gracias por el aviso, lo corregiremos :-)

  3. Fruno [oct 24, 17:26]

    Ya está corregido, gracias. ¡Así da gusto!

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