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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento trigésimo: "Whomba en peligro"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 16 octubre 2010



A sus agujeros, nidos y madrigueras se dirigían todos los animales del bosque de Malparte. Era medianoche y en las copas de los viejísimos y gigantescos árboles rugía un viento tempestuoso. Los troncos, gruesos como torres, rechinaban y gemían. Todo Whomba parecía anunciar tormenta. Toda la tierra parecía contener la respiración esa noche.

En medio de un claro, rodeados de cedros oscuros, abetos que se curvaban sobre el cielo, haciendo del bosque casi una caverna, estaban ellos: cuatro dioses menores venidos de los cuatro puntos cardinales de Whomba.

Desde el norte, tan grande como dos humanos, los cuernos retorcidos sobre la cabeza, aparentemente tranquilo. Una protección de cuero sobre el pecho, las pezuñas grandes como piedras. Le llamaban “el carnero”, era Mur, uno de los dioses de la abundancia.

Desde el este, una niña de cabellos dorados recogidos en una coleta. Ojos color avellana, piel blanca como la harina. Sin embargo, cuando pasaba cerca de un humano mortal, éste olía a vejez y desinfectante. La llamaban “la dama”, era Alyax, diosa de la salud.

Desde el oeste, con su sombrero tradicional de paja, vestido como un campesino, desapercibido y discreto, casi silencioso, los ojos vendados con una tela blanca y un miserable bastón. Yheon, dios de la cosecha. Conocido como “el ciego”.

Desde el sur, sentado en posición de reposo, con la barba hirsuta y el pelo negro, los ojos oscuros, el rostro pintado de color azul en contraste con la piel oscura. Un anciano flaco, pero lleno de vigor y sabiduría. Los pies descalzos, un librito de hojas de papel de seda en las manos. Era Lengren, dios de los números. Le llamaban “el astrólogo”.

Cubiertos con mantas, protegidos del frío. Al abrigo de una fogata que se apagaría con la primera lluvia. Asustados.

—Son malos tiempos —murmuró Alyax soplándose la manos.
—Serán peores —murmuró Yheon mirando al infinito— lo noto en los huesos.
—No tiene porqué, no tiene porqué —Mur era el que más asustado estaba de todos—, puede que las cosas se solucionen.

El silencio que siguió a sus palabras se fue haciendo espeso. Las cosas no iban a mejor.

—Dicen que los malditos han vuelto, que quienes atacaron el templo de Acros y Efna se alzan de nuevo. Que han recuperado la magia y que quieren venganza por lo que les hicimos —dijo Alyax.
—Nosotros no… no les hicimos nada, ni siquiera nos preguntaron. No… No es justo —Mur tartamudeaba por el frío y miraba al fuego, como si estuviera hablando solo.
—Mienten —dijo Lengren—. Mienten como hicieron entonces. Esos humanos no saben nada del templo de Nasder, nadie lo recuerda ya. No quieren venganza, quieren vivir.
—¿Y la magia? —dijo Alyax—. ¿Nos la han quitado?
—La magia —insistió Lengren—, como el tiempo, la lluvia, la cosecha o el alimento, no tiene dueño, pero al contrario que éstos, tampoco se agota, ni se pierde cuando se usa, ni se muere si otro la tiene, crece como crece el fuego mientras tenga oxígeno… y esos humanos son su oxígeno ahora. La magia no es nuestra, quizás eres demasiado pequeña para saberlo.
—No son los malditos de quien yo estaba hablando —dijo Yheon.

El silencio volvió al grupo. Hablaban de los malditos para ahuyentar sus pensamientos más oscuros. Un trueno se escuchó a cierta distancia. La tormenta se acercaba. El bosque gimió con sus árboles, sus hojas secas y sus animales.

—Todos lo hemos sentido —dijo Yheon—, y las noticias que se escuchan no dan esperanza. Alguien… o algo, ha matado a Rhom.
—Quizás —Insistió Mur—, quizás haya sido algo de… ellos. Quiero decir, que siempre andan con sus peleas y sus puñaladas por la espalda.
—No se matan —dijo Lengren—, no se pueden matar. Nosotros tampoco podemos.
—Ni morir —dijo Alyax.

De pronto, Alyax sintió una sensación de pánico, un bloqueo mental. Se sacudió el cuerpo con un escalofrío.

—Algo va muy mal. Si no… ¿a qué esta reunión?, ¿en este lugar?— Yheon miró hacia atrás, inquieto.
—¿Y quién nos convoca?— Alyax se puso en pie y caminó alrededor del fuego.
—No… ¿No creeréis que se trata de una trampa? ¿No? Oh, Dios. Soy demasiado joven para morir —dijo Mur.

Todos los demás se miraron y rompieron a reír. La risa rebajó su tensión.

—Si, bueno, lleváis razón, soy bastante viejo. Es verdad, pero… ya me entendéis.
—No parece una trampa —dijo Alyax mirando hacia el interior del bosque—. ¿Quién querría tendernos una trampa a nosotros cuatro? ¿Y para qué?

De entre las sombras apareció una figura. Ninguno de los cuatro había reparado en ella hasta ese momento, llevaba una capa de color verde oscuro, que se confundía con los colores del bosque, más aún por la noche. Quién sabe cuanto tiempo llevaría ahí.

—Para sobrevivir —dijo la figura.

Mur dio un respingo que a punto estuvo de apagar el fuego, Alyax se mantuvo en su posición original, pero tanto Lengren como Yheon se colocaron en posición de combate. Lengren materializó de la nada una espada curva y Alyax sacudió su bastón en el aire y, con el sonido del metal cortando el viento, este se convirtió en una espada.

El recién llegado extendió sus brazos en señal de paz.

—Habíamos dicho sin armas —dijo—. No voy a haceros daño. Esto no es una trampa.
—Descúbrete, entonces —dijo Lengren.

La figura se despojó de la capucha. Los cuatro reconocieron inmediatamente a Mighos, el Dios del tiempo, uno de los dioses mayores, con voz y voto en el consejo. Al verle, lejos de tranquilizarse, se echaron a temblar. Mur reclinó la cabeza en señal de respeto. Lengren y Yheon guardaron de inmediato sus armas. Fue Alyax, nerviosa e infantil, la primera en hablar.

—Dios Mighos, ¿has convocado tú esta reunión? ¿Por qué el secreto? ¿Por qué aquí?
—Porque es necesario, Alyax. Tanto como vuestra promesa de que mantendréis el secreto. Se acercan tiempos muy duros.

Mighos se sentó en el círculo, en su presencia, el fuego parecía crecer y calentar más.

—¿Qué es lo que está pasando? —dijo Mur.
—Dioses menores, el consejo va a traicionaros. No solo a vosotros cuatro, a todos los menores.

Los cuatro dioses se miraron en silencio. Mighos prosiguió.

—Sois la carnaza de una bestia llena de hambre.
—¿Hambre? —dijo Lengren.
—Hambre de poder. Una criatura creada para preservar los antiguos pactos y que hoy… amenaza todo Whomba. El consejo planea entregaros a ella.
—¿Por qué nos cuentas esto? —dijo Mur—. ¿Cómo… cómo sabemos que no es una nueva trampa?
—No lo sabéis.
—¿Y por qué debemos confiar en ti? —dijo Yheon.

Mighos puso su mirada en el fuego y, de entre las llamas, se materializó una imagen: una playa llena de barcos, hombres y mujeres de Whomba mirando a la orilla.

—Porque soy el Dios del tiempo. Yo ya sé lo que va a pasar.

Un trueno quebró el silencio. La lluvia irrumpió en tromba en el bosque de Malparte. El fuego se apagó. La tormenta había llegado.


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