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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento decimoquinto: "La doble muerte de Celis"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 22 mayo 2010



“El cielo está roto”. “Las cosas ya no están en su sitio”.

Celis ya había experimentado esa sensación. ¿Estaba recordando, entonces? Lo único que sabía es que el cielo había dejado de estar en su sitio. Supo que tenía que calmarse y centrarse lo antes posible.

Celis caminaba por el interior de la gran biblioteca de Ghizan. Agazapada entre las sombras, invisible. Invisible de verdad. Desde que Loona había asesinado a Xebra, Celis había sentido un poder en su interior. Un poder que, al concentrarse, la hacía desaparecer a los ojos de la gente que tenía cerca. Un poder que era más fuerte cuando estaba con los suyos. Un poder nacido del miedo.

Celis notó cómo la sangre empezaba a manarle de la nariz. La cabeza le daba vueltas. Necesitaba un nuevo punto de referencia. Algo que le diera estabilidad a su mente. Se suponía que eso debía hacer el cielo, pero no lo estaba haciendo. El sol no estaba en su sitio y las estrellas aún menos. Cogió el puñal que tenía en su mano izquierda y se cortó la palma de la mano. El dolor atravesó su cuerpo como una sacudida eléctrica, el dolor obligó a su mente a concentrarse.

La Biblioteca de Ghizan era inmensa. Celis no sabía exactamente qué estaba buscando, pero sabía que estaba allí. El poder identificaba algo y, de alguna manera intuitiva, la iba guiando en la dirección adecuada. No se atrevía a salir abiertamente a los pasillos de la biblioteca por si alguien la veía, pero a la vez estaba bastante segura de que eso era imposible. No podían verla. Nadie podía.

Llegó a una sección de la biblioteca con aspecto descuidado, sucio. Vio en el suelo una puerta de madera, pero estaba clavada y tenía un sello del Dios Barlhar… ¿Podría abrirlo?

Había perdido el manifiesto… O no. No lo había perdido. Lo había entregado. Lo había entregado a una chica. Volvió a cortarse en las manos. Era la única forma que tenía de pensar unos segundos y mantener la concentración, pero no podía seguir así mucho tiempo.

¿Por qué se sentía así? Del jubón que tenía en las manos sacó un reloj de arena, pero no tenía arena dentro… Sabía que era importante, pero no sabía por qué. ¿Qué quería decir aquello?

Confió en su instinto y saltó el cierre de la puerta de una patada. No notó nada especialmente bueno o malo al hacerlo. Quizás sólo era un sello. Quizás un sello con el signo de Barlhar era suficiente para que nadie entrara por allí. La trampilla la llevó a bajar por unas escaleras y entrar en un largo pasillo lleno de maderas. Por un momento, pensó que era absurdo lo que estaba haciendo: no podía existir un conocimiento prohibido. Si estaba prohibido, lo razonable sería destruirlo, no guardarlo en una biblioteca; y desde luego no iba a estar escondido en un agujero en el suelo. Las cosas no funcionaban así. Y sin embargo… había una luz que se iba filtrando entre los tablones.

Un reloj sin arena, un pequeño reloj sin arena. El problema, evidentemente no era dónde estaba, sino cuándo estaba. Intentó ordenar sus pensamientos, pero le venían flashes de momentos distantes. Vio un pasillo y una luz. Vio el cadáver de alguien querido, con el corazón arrancado. Vio a una mujer llorando por su hija perdida… Y luego vio a Nur.

Celis atravesó los últimos tablones, y llegó hasta una sala ovalada y llena de manuscritos, libros llenos de polvo, etc. Todo estaba bien ordenado, y detrás de una de las estanterías se podía ver otro pasillo. El lugar, aunque aparentemente estrecho, crecía y crecía formando un complejo laberinto. Celis salió de su invisibilidad y estuvo curioseando un rato. No estaba segura de poder volver sobre sus pasos. Tampoco sabía muy bien cómo debía continuar. La extraña intuición que la había ido guiando, la había llevado hasta ese lugar, pero ahora no sabía muy bien qué hacer. ¿Era ese el lugar dónde se albergaba el conocimiento secreto? Una voz detrás de ella hizo que la chica se volviera de pronto.

— ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?

El rostro de Nur se aparecío claramente ante ella. Y era un recuerdo, de eso estaba segura. Recordaba haber estado con Nur. Recordaba haber hablado con él. Recordaba su placidez, su pelo rubio y sus ojos de color gris. Recordaba un olor a humedad. Recordaba haber sacado la arena de un reloj y haber buscado una puerta. Recordaba un viaje de ida y vuelta… No, no era así. Era el revés. Recodaba un viaje de vuelta. Un viaje hacía atrás.

Era un hombre muy viejo y muy flaco, pálido como la cal, casi fantasmagórico. Tenía los ojos hundidos, y una barba alargada y de color blanco. Tenía en las manos una espada, que le temblaba un poco. Casi no tenía fuerza para sujetarla. Celis se dio cuenta enseguida de que aquel hombre no suponía un desafío en un cuerpo a cuerpo.

— ¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Cómo has entrado?

— ¿Eres una especie de guardián? —dijo Celis.

El hombre se río de forma seca y desgradable. Le faltaban varios dientes.

— Soy un cautivo. ¿Quién eres tú?

— Me llamo Celis. Celis de Gulf.

El hombre entornó los ojos un segundo y dio un paso al frente. Algo se movió detrás de Celis, y vio que una sombra le rozaba el hombro a toda velocidad. Dio un respingo justo antes de ver cómo un enorme buho, que estaba situado detrás de ella, se posaba sobre su hombro.

— ¿Quién te ha encerrado aquí? ¿Por qué no puedes salir? La puerta está abierta.

— No para mí —dijo el hombre—. ¿Eres de los nuestros? ¿Quién te envía?

— No sé quién son “los nuestros”, pero no me envía nadie. Estoy buscando información. Información secreta.

— ¿Sobre qué? —dijo el anciano. Celis no sabía si podía fiarse de el. Probablemente no.

— ¿Por qué estás encerrado? Si me lo cuentas, te diré lo que busco.

El Anciano escupió en el suelo.

— ¿Conoces a la diosa Fregha?.

Al escuchar ese nombre, Celis sintio cómo todos sus sentidos se activaban.

— Ella me encerró aquí para que ese inútil de su hijo ocupara mi lugar. Soy Nirghem, el Dios Padre del saber.

Había venido con Nur, pero algo había pasado durante el viaje y se habían perdido. Los dos sabían que el viaje era largo y complejo, arriesgado. Pero se dieron una fecha y un lugar para verse. Celis se esforzaba por organizar sus pensamientos. Sabía que le faltaba algo más… ¿De dónde venían? ¿Por qué habían decidido ir allí? ¿Qué era lo que tenía que hacer?

Se puso de pie y deambuló bajo las estrellas, mirando a su alrededor. ¿De dónde venía?

El gesto de Celis debía ser muy elocuente, porque Nirghem se dio cuenta inmediatamente de que la chica estaba en tensión.

— ¿No te gustan los dioses? —dijo.

— Por su culpa murieron muchos de los míos.

— Los hombres también matan.

— Los hombres matan en guerras que los dioses provocan, y rezan para conseguir cosas que en realidad son suyas. No te tengo miedo Nirghem. Si vas a atacarme, ataca ahora.

El viejo empezó a reírse y el buho se escapó volando. La risa se escuchaba rebotando por los pasillos y los estantes.

— Esa perra me encerró aquí, y no voy a poder salir nunca más. Créeme, no voy a matarte. Te voy a ayudar. Sígueme.

Celis y Nirghem se internaron por los pasadizos recónditos que constituían la trampa de Fregha para Nirghem.

— ¿Por qué no te mato en vez de encerrarte?

— Porque no se puede asesinar a un Dios —Nirghem hizo una pausa—. Aquí está.

Le entregó a Celis un manuscrito.

— Es el Manifiesto de Lorimar. Seguro que no has oído hablar de él. Nadie ha oído. Yo tengo una copia porque… bueno, supongo que porque lo firmé.

— No entiendo lo que pone… —dijo Celis.

— No. Sólo uno puede entenderlo. Su destinatario.

— ¿Y quién es ése? —dijo Celis.

Nirghem hizo una pausa y masculló algo. Volvió a escupir en el suelo.

— Nur. El Dios de las palabras. El caído.

— ¿Y dónde puedo encontrarle?

— No puedes —dijo Nirghem—, lo condenamos al olvido. Ya no existe.

De pronto, la mente de Celis se recompuso, como un enorme puzzle que, repentinamente, consigue enfocar la imagen que las piezas dispersas intentaban formar. La pregunta no era de dónde venía con Nur, sino de “cuándo” venía con Nur. Y si ese cuándo era, en realiad, un lugar. Celis lo recordó todo de golpe.

Habían viajado juntos desde el olvido.


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