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El Intercambio Celestial de Whomba, por Guillermo Zapata y Mario Trigo

En el País de Whomba los dioses sirven a los hombres, a cambio de que estos crean en ellos. Cada semana conoceremos un poco más de este mundo y aquellos que se encargan de mediar entre los habitantes de Whomba y los dioses, los encargados de llevar a cabo el “Intercambio Celestial de Whomba”. El autor edita la bitácora Casiopea. Las ilustraciones son de Mario Trigo.

Cuento decimocuarto: "La caída del templo de Nasder"

Guillermo Zapata y Mario Trigo | 15 mayo 2010



La noche cayó sobre Nasder. Los guardias se protegieron del frío en sus torres con mantas improvisadas, estaba siendo un invierno muy duro. La nieve crujía al paso de algún comerciante que volvía a su casa para resguardarse junto a los suyos. En lo alto de la colina, el templo de Acros y Efna, consagrado a la defensa del hogar y las familias. Un templo enorme que albergaba los objetos que los habitantes de Nasder les iban proporcionando en forma de regalos sagrados: personificaciones del matrimonio hechas de tela, cajas de madera tallada con su nombre, anillos forjados con sus lemas, todo para mantener el pueblo unido.

La primera señal de que algo no iba bien había sido el frío. La segunda señal fue el fuego.

Las primeras treinta flechas cruzaron el aire con un zumbido e iluminaron el rostro de los guardias. Un segundo de calma y después gritos de dolor y miedo. Relincho de animales. Agua acarreada a trompicones.

La segunda salva de flechas incendió las murallas. La guardia disparó contra el bosque cercano, sin éxito alguno. Aparecieron de entre las sombras, cayendo como copos de nieve asesina, embozados. Eran muchos más de los que habían esperado, un par de cientos. Los rumores no hablaban de más de cincuenta, pero sí había algo de cierto en lo que se comentaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, su líder iba en la vanguardia del ataque, nunca atrás, siempre expuesto.

Treparon por la empalizada en pocos minutos, mataron a quien se interpuso en su camino.

El Mariscal de la ciudad subió al templo y se encomendó a Acros y Efna, pero no hubo respuesta. El negociador que habían solicitado hacía dos lunas no había llegado, quizás fuera eso. Los acólitos del templo se prepararon para la defensa. El Mariscal juró lealtad a la ciudad para darse ánimos, cogió a sus mejores hombres y bajó hacia la empalizada. Vestía su traje de gala y caminaba con paso digno. Los vio subir por la calle apiñados como jabalíes furiosos y lanzó a sus hombres. Gritos de rabia, espadas en ristre. Un golpe, dos. Un racimo de muertos, miembros amputados y sangre en el suelo.

— ¿Qué es lo que queréis de nosotros? —dijo el mariscal con un hilo de voz. Casi rogando clemencia.

“Lo queremos todo”, dijeron.

El líder del grupo detuvo el combate con un grito. Los suyos se detuvieron de inmediato. El líder se acercó al mariscal, que temblaba como una hoja.

— No sé lo que te han contado de nosotros, pero no tienes porque morir hoy. Mi nombre es Gonz y tiene mi palabra de que no mataremos a nadie si nos dejáis avanzar. No queremos más sangre.

El mariscal se había meado encima. Comenzó a llorar…

— Estáis malditos…

Cayó de rodillas. Gonz sobrepasó al mariscal, que lloraba desconsolado y siguió la ascensión en dirección al templo. Sus compañeros iban a su lado, pero además se había reunido una parte importante de la gente del pueblo, mientras que otros permanecían asustados en su casa, rezando a Acros y Efna.

En la ascensión al templo vieron como los acólitos habían fortificado el edificio, pero eso no los detuvo. Subieron con decisión hasta la llanura y se quedaron allí, quietos, en silencio. Al poco tiempo, Gonz habló.

— Acolitos del dios Acros y la diosa Efna. Hemos venido a este templo hombres y mujeres de Garm, de los bosques de Malparte, campesinos de Bhunda, hijos e hijas del mar de Kraal, gentes de todo Whomba. Nos llaman malditos porque tienen miedo de lo que sabemos, tienen miedo de lo que hemos visto y lo que podemos contar. No queremos que siga el derramamiento de sangre, no queremos más muerte. Solo queremos hablar con vuestros dioses. Solo queremos que Acros y Efna salgan aquí y nos den respuestas.

El silencio cortó la noche, empezaba a nevar. La gente empezó a impacientarse, los nervios a florecer. Alguien lanzó una piedra, otros empuñaron armas. El clamor se fue articulando “Queremos respuestas”

Un joven de unos quince años, tan solo un poco más pequeño que Gonz se acercó corriendo hacia las puertas del templo y fue a lanzar una roca. Un disparo atravesó la noche e impactó sobre el chico, que cayó como un pelele contra la nieve.

Fuera, el clamor dio paso a una rabia incontrolable. En pocos segundos, las puertas del templo estaban rotas y los acólitos corrían por su vida. El templo era invadido, los rezagados ajusticiados, la nieve teñida con sangre. No duró mucho.

Habían reunido a los acólitos supervivientes en la sala principal. El ruido y el caos lo llenaban todo. En los pisos inferiores, la gente del pueblo se había lanzado a recuperar los regalos entregados a lo largo de los años. Gonz se acercó a uno de los monjes acólitos, que le miraba sin perder la entereza, con la cabeza alta.

— ¿Habéis rezado? —dijo Gonz.

El monje le escupió en la cara… Otro de sus compañeros se apresuró a hablar.

— Si, hemos rezado.

Gonz se quitó la saliva del rostro y sonrió al primer monje.

— ¿Cómo te llamas?- le dijo.

El monje no respondió. Gonz seguía mirándole, sin perder la compostura, tranquilo.

— Has rezado a tus dioses y no han venido…

— Yo soy un mortal y un servidor, no tengo porque entender los motivos de mis dioses- dijo el monje mirándole con furia- No soy orgulloso, ni envidio un poder que no puedo comprender, ni poseer.

Gonz le miró un segundo y después volvió a sonreír.

— En eso te equivocas.

Gonz hizo una señal imperceptible, pero el resto de la gente que le acompañaba se puso inmediatamente en movimiento, recorrieron el templo buscando a los habitantes de Nasder. Los fueron reuniendo a todos en la sala principal. Era una sala enorme y en su interior habría ahora unas quinientas personas. Gonz se sitúo en el centro y miró a su alrededor.

— No tengo porque hacerlo yo —dijo.

Una mujer de unos treinta años se acercó. Iba embozada y completamente vestida de negro, tenía manchas de sangre en la ropa y portaba una espada larga. Se quitó la capucha. Era castaña, con el pelo rizado en una larga melena algo desordenada.

— ¿Yo podría hacerlo? —preguntó.

— Claro que sí… ¿cómo te llamas? —dijo Gonz.

— Me llamo Brutha —dijo la mujer—. Soy de las llanuras de Garm. Me uní a vosotros hace dos lunas. Alyax hizo que mi madre enfermara, pedimos ayuda a un negociador y nos dijo que Alyax exigía una sacrificio que mi padre no estaba dispuesto a pagar, quería la salud de su primer nieto. Alyax dejó que mi madre muriera.

— Muy bien, Brutha, adelante.

La chica sonrío con una cierta timidez y se puso en el centro de la sala. Cerró los ojos y se concentró. A los pocos segundos una luz azulada se empezó a formar alrededor de sus manos, la luz empezó a chispear con un tintineo dorado. La mezcla de azul y dorado se convirtió en una especie de esfera circular. De pronto, las manos de Gonz empezaron a brillar con el mismo tono. En seguida, las esferas se fueron juntando. Al principio se trataba solo de los embozados que venían con Gonz, pero pasado un rato, la luz azul se extendió también a los habitantes de Nasder.

La luz se extendió por toda la sala, incluso alguno de los acólitos de Acros y Efna empezaron a brillar también. Gonz se acercó al monje que le había hablado.

— ¿Ves? —dijo—. Nosotros somos simples humanos, pero también tenemos poder.

El chico temblaba de pánico. Gonz se le acercó a pocos centímetros de la cara.

— Y ahora vas a ver como nuestro poder reduce a cenizas tu templo. Y tus dioses no van a venir a ayudarte.

El foco de luz azul y dorada se concentró en una bola de energia de color blanco que llenó toda la estancia, en pocos segundos el templo estaba ardiendo.


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