Pequeño LdN


Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón

Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.

La mano que desdibujaba

John Tones y Guillermo Mogorrón | 5 marzo 2011



Lo peor, para Esteban, de los cuarenta días con la escayola inmovilizándole la mano derecha, era que había tenido que dejar el dibujo por completo. Con la izquierda era totalmente inútil, ni siquiera era capaz de coger bien el lápiz, y el hierro que le inmovilizaba el pulgar derecho le impedía pensar ni siquiera en la posibilidad de sostener con torpeza cualquier herramienta de dibujo. Habían sido cuarenta días muy largos en los que, a la vuelta del colegio, no había podido continuar la historia de Relámpago, el corredor supersónico de traje morado que combatía a los criminales de Ciudad Motor.

Por eso, cuando el doctor le quitó la escayola, lo primero que hizo fue encerrarse en su habitación y sacar el estuche con sus lápices, escondidos durante cuarenta días. Cogió de su enorme carpeta negra la página que se le había quedado a medias, volvió a poner en el corcho que tenía ante sí los bocetos de Relámpago en acción y se dispuso a terminar la viñeta del héroe desafiando a su eterna némesis, Rayo Muerto. Con un poco de suerte, en un par de días podría llevarle a sus amigos la conclusión de la historia.

Al acercar el lápiz al papel, Esteban experimentó un pequeño cosquilleo en la muñeca. La falta de costumbre. Comenzó a dibujar como siempre, primero abocetando las formas de la cara, luego los ojos, la nariz, la boca. Media hora después, se detuvo, dejó el lápiz y levantó la hoja. Algo fallaba.

¿Cómo era posible? ¿Se le había olvidado cómo dibujar en solo cuarenta días? Vale que estuviera oxidado, pero aquella cara era un desastre. El gesto tranquilo pero firme y heroico de Relámpago no estaba ahí. Le había quedado casi como un villano: las cejas juntas, la boca abierta con ira, los músculos de la cara completamente tensos. Esteban apartó la página y cogió una nueva lámina en blanco.

Las siguientes tres horas las pasó dibujando. Primero a Relámpago. Luego al resto de los personajes de la historia. Al final, a todo lo que se le pasaba por la cabeza. Niños, ancianos, héroes, policías, ladrones, gente normal y gente extraña: todos compartían ese mismo gesto iracundo y furioso. Los ojos entrecerrados mirándole fijamente, los labios fruncidos o mordidos por la mandíbula superior, los músculos faciales rígidos, los agujeros de la nariz abiertos de par en par, como el morro de un toro preparándose para el ataque.

“Vamos a ver”, pensó. “No puede ser que no sepas dibujar nada más allá de esta mueca tan desagradable”. Intentó algo completamente opuesto: una niña jugando, saltando a la comba. El resultado fue horrible: un cuerpo infantil feliz, relajado, pero arruinado de nuevo por esa cara amenazante y desesperadamente furiosa. Dejó el lápiz ahogando un grito de rabia y se fue a dormir.

Al día siguiente, durante la aburrida clase de matemáticas, después de copiar las tareas de su compañero porque la tarde anterior la había perdido redibujando una y otra vez las caras que no querían salir, intentó recuperar al Relámpago de siempre. Fue en vano: su héroe seguía mostrándole un gesto de ira y odio que no comprendía de dónde había salido. Se saltó el partido de baloncesto de después de clase para volver a casa rápidamente. De nuevo pasó la tarde sin poder evitar plasmar sobre el papel cientos de caras iracundas, salvajes, insubordinadas, furiosas. Solo unos días después, llegaron las vacaciones de verano.

En septiembre, los amigos de Esteban se reunieron bajo las canastas del patio, como hacían cada año al empezar el curso. Los más íntimos: Sánchez el Gordinflas, el Cigala, Víctor, Fermín el Orejas y Ester. Solo faltaba Esteban. Mientras esperaban a que llegara su amigo, fueron comentando sus vacaciones: playa, viajes al extranjero, al pueblo con los abuelos… Todos se habían visto en algún que otro momento del verano, pero según iban hablando se daban cuenta de un detalle: Esteban no había quedado con ninguno de ellos en los últimos dos meses. Cuando estaban pensando en llamar a casa de su amigo por si había pasado algo durante el verano y no se habían enterado, le vieron aparecer por la entrada del colegio y corrieron a saludarle.

Al verle de cerca, se quedaron petrificados: el gesto que Esteban traía en la cara era aterrador. Las cejas juntas y en ángulo, los labios apretados, los ojos entornados, los músculos de las mejillas en tensión, la frente arrugada. Esteban estaba furioso, su gesto era amenazante. Y lo más inquietante de aquella mueca que ya no desapareció de la cara de Esteban es que nunca nadie supo, en los años venideros, qué es lo que la había provocado.


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