Pequeño LdN


Yuyu, por John Tones y Guillermo Mogorrón

Las historias de yuyu son las historias que se cuentan, en penumbra y en voz baja. Son historias que no tienen explicación, que no quieren tener explicación o que nunca antes han sido explicadas. Y ahora, en el Pequeño LdN, cada quince días, tendrás fantasmas, invasiones, sucesos extraños y maldiciones sin explicación. Prepárate para tu ración de Yuyu.
El autor de estos cuentos es escritor y músico de rock, y entre otras cosas hace la página FocoBlog. Guillermo, el encargado de ilustrarlas, tiene un blog de dibujos.

Ultracuerpo

John Tones y Guillermo Mogorrón | 25 diciembre 2010



Síndrome de Capgras es el extraño nombre que recibe una también extraña enfermedad mental cuyo principal síntoma es que quienes la padecen tienen la impresión de que la gente que les rodea han sido sustituidos por copias idénticas, por impostores que hablan y actúan como sus modelos originales, pero que fallan en algo. El enfermo, asustado porque sus padres, amigos y familiares no son quienes dicen ser, detecta pequeños detalles en su comportamiento, lo que él cree que son leves contradicciones que delatan a los alienígenas, conspiradores, mutantes o espías y que a menudo solo son, en realidad, gente preocupada por los extraños ataques de ira y pánico que sufre el enfermo.

Cuando Diana descubrió el Sídrome de Capgras en un artículo de una revista, con quince años, experimentó un curioso alivio: desde que era pequeña había tenido la impresión de que sus padres no eran quienes decían ser. Y no es que tuviera problemas con ellos. Todo lo contrario: era hija única y nunca le había faltado de nada. Sus padres eran encantadores y comprensivos, pero… pequeños detalles le hacían pensar que no eran realmente sus padres. Algún momento de inesperado nerviosismo cuando hacía una pregunta incómoda, comportamientos contradictorios, olvidaban datos y vivencias de hacía tan solo unos meses…

Por eso, cuando oyó hablar del Síndrome de Capgras, aunque no le agradaba la idea de tener una enfermedad mental, le alivió pensar que quizás sus padres no estaban mintiendo. Que quizás todo se trataba de una alucinación que podía curarse. Decidió contarles sus preocupaciones en una cena. Sus padres reaccionaron al principio con humor y quitándole hierro al tema, pero cuando se percataron de que la preocupación de Diana era grande y que realmente desconfiaba de que fueran quienes decían ser, le prometieron que al día siguiente llamarían al doctor y concertarían una cita para descartar un problema de alucinaciones, el dichoso Síndrome de Capgras que ellos también desconocían, pero que ahora se había convertido en una inquietante posibilidad.

Esa noche, Diana se fue contenta a la cama. Quizás no había sido lo más prudente desvelar su miedo a unos posibles impostores, pero se sentía mejor. Dentro de poco, un médico la diagnosticaría y aconsejaría, y podría comenzar a olvidarse de todo aquello.

A media noche, a eso de las tres de la mañana, una luz blanca muy intensa la despertó. Venía de la calle, pero su habitación estaba en un segundo piso. ¿Qué podía haber en la carretera que emitiera semejante destello? Salió de la cama y se acercó a la ventana. Lo que allí vio casi le hizo gritar: era una cabeza verde y escamosa, del tamaño de un enorme balón de playa, que flotaba a la altura de su ventana. La cabeza no poseía nariz ni pelo, y la boca estaba oculta por unos pequeños tentáculos que salían de debajo de unos enormes ojos acuosos. Una voz agradable, suave y que gorgojeaba resonó dentro de su cerebro: la cabeza no estaba hablando, pero ella, de algún modo, podía oír lo que ésta le decía.

—Hola, Diana. Tranquilízate, no quiero hacerte daño.

—¿Q… quién eres?

—Mi nombre es impronunciable por tu garganta, de momento. Me puedes llamar Z, ya que procedo de un planeta que los científicos terrestres creen que es una pequeña luna al final del Sistema Solar. En su cara oculta vive mi civilización.

Diana pensó que estaba soñando. Aquello no era posible.

—No estás soñando continuó la cabeza. Y sí, puedo saber lo que piensas. Por eso sabemos de tus dudas y he venido a explicarte por qué las tienes.

—¡Sabía que no me estaba volviendo loca! ¿Mis padres son de vuestro planeta? ¿Qué queréis de nosotros?

Z sonrió, aunque Diana no podía verle la boca.

—Dentro de cincuenta años terrestres llegaremos a la Tierra. No sabemos si seremos bien recibidos o no, pero no tenemos más alternativa: la vida de nuestro planeta está condenada por culpa de un asteroide que impactará con nosotros. Nuestra ciencia es más avanzada que la terrestre, para nosotros los viajes espaciales son habituales, pero a los terrestres les queda mucho camino que recorrer. Por eso nos hemos mantenido al margen de las investigaciones y descubrimientos de tu planeta. Pero nuestro viaje es inevitable: nos instalaremos en la Tierra dentro de cincuenta años, tanto si la intención de los terrestres es compartirlo como si no.

—¿Y por eso habéis introducido espías entre los terrestres, como mis padres?

Z volvió a sonreir.

—Diana, tus sospechas eran ciertas: no eres igual que tus padres. Tu intuición de que no sois del mismo planeta son ciertas, pero te equivocabas en algo. Los extraterrestres no son ellos, eres tú. Tú naciste en nuestro planeta y te cambiamos por su hija cuando tú también eras un bebé. Tu aspecto es humano gracias a una compleja combinación de hipnosis planetaria, que también te afecta a ti, y pequeñas operaciones de cirugía que te hicimos cuando eras un bebé. Tu responsabilidad está con los intereses de tu planeta, y por ello, te llegarán instrucciones en breve sobre cómo actuar en el futuro.

—Soy… ¿soy extraterrestre?

—Eres de los nuestros, Diana. Tienes una familia aquí. Seguiremos en contacto.

La cabeza se esfumó en una espesa nube de humo azul que se introdujo en un extraño agujero salido de la nada. Diana permaneció de pie, mirando a la calle oscura y sin vida durante un buen rato, donde antes había estado flotando la cabeza.

Cuando volvió a la cama, no podía evitar cierta alegría. Ni estaba loca, ni sus padres le habían mentido. Tenía una familia, pertenecía a algún sitio. Ya sólo tenía que esperar.


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